Papel Literario

Oro malandro: prólogo

por Avatar Papel Literario

Premiada dentro y fuera de Venezuela por sus reportajes sobre corrupción, depredación ambiental, crimen organizado y violaciones de los derechos humanos, Lisseth Boon ha publicado un nuevo libro: Oro malandro. Crímenes que depredan la Amazonía venezolana  

Por WILLIAM NEUMAN

En Tumeremo, en 2019, conversé con un minero que trabajaba en una mina llamada El Tigre. Ese minero tenía una compañía, con un pequeño grupo de hombres que ejercían la minería aluvial (“compañía” es el nombre que se usa para los mineros que trabajan juntos en una mina, con capital propio o de uno de ellos). Durante mucho tiempo, El Tigre había estado bajo el control de la guerrilla colombiana. El minero no sabía qué grupo era, si el ELN o ex-Farc, solo sabía que eran colombianos y guerrilla. Les pagó el 15 por ciento de lo que la compañía extraía cada mes. Era uno de los costos del negocio, como comprar el combustible o darle de comer a sus empleados. 

Pocos días antes de nuestra conversación, otro grupo armado invadió El Tigre. Parecía ser una guerra de territorio entre la guerrilla y uno de los llamados sindicatos —las pandillas poderosas que también controlaban grandes sectores del arco minero. Aunque el ejército también estaba presente en la zona y así era difícil saber quiénes eran los recién llegados. No se anunciaron con nombre y apellido. Solo llegaron, soltaron plomo, tomaron control, tumbaron lo que había antes, y corrieron a toda la gente que estaba allí —mineros, cocineros, comerciantes. Así era la vida en la mina. Uno estaba siempre en medio de poderes ajenos. No importaba quiénes eran. Todo estaba fuera de su control. 

El minero sólo concedió hablar conmigo si ocultaba su nombre. No quiso tampoco que nadie lo viera hablando con un forastero. Era un hombre fuerte, acostumbrado al trabajo manual. Tenía los hombros anchos y poderosos, la piel quemada por el sol, las manos gruesas y toscas. Y tenía mucho miedo. 

El terreno alrededor de su casa, donde hablamos, estaba sembrado con matas de calabaza. Hojas de un verde brillante tapaban casi toda la superficie de la tierra dura y seca. El minero me contó que el día de la invasión de El Tigre él estaba en Tumeremo, comprando materiales. Los hombres de su compañía llegaron asustados y le relataron los sucesos. El siguiente día el minero intentó subir a la mina. Todo su equipamiento estaba allí, motores, bombas y otros enseres, toda su inversión, sin la cual no podía ganarse la vida. Los invasores montaron una alcabala en el camino de acceso a la mina y le negaron el paso. Volvió con las manos, y las bolsas, vacías. 

El minero tenía un hijo adolescente que estaba a punto de empezar el nuevo año escolar. Como en todas las escuelas de Venezuela, eso implicaba tener uniforme. Pero ese año la escuela requería una franela de un color distinto a la del año pasado. Y sin la franela del color indicado, el muchacho no podía asistir a clases. Era grande para su edad, mucho más grande, por ejemplo, que sus primos, así que era imposible obtener una prenda heredada. La familia casi no tenía para comer (la calabaza del jardín estaba verde). Algunos familiares les daban comida de vez en cuando; desde el año pasado no les llegaba la bolsa CLAP. El hombre no pudo trabajar por la invasión de la mina. Y me dijo que no sabía de dónde iba a sacar el dinero para comprarle a su hijo una franela. Este hombre había pasado la mitad de su vida cavando el suelo para sacar de él un poco de oro y no tenía dinero suficiente para comprar una camisa para que su hijo pudiera estudiar. “Ser minero es una enfermedad que no tiene remedio,” me dijo. Minero por más de tres décadas, tenía un almacén de aforismos. “Es raro,” me dijo, “que encuentras a un minero gordo”. Miró fijo al piso recién barrido de su casa: “Un minero está lleno de sueños.” Pudiera haber dicho pesadillas. 

El verdadero producto del arco minero no es el oro. Es el temor. Donde quiera que uno vaya en el arco minero, el miedo ya estuvo allí, el miedo ya plantó su bandera, dejó su marca. Estas son algunas de las historias que encontré en mis recorridos como periodista por el arco minero: un joven miembro de un sindicato le confiesa a uno de los lugartenientes del pran que quiere volver a casa. Extraña a su familia, no quiere seguir en la mina. El lugarteniente le comunica ese deseo al pran, pero a este no le gusta que sus soldados lo abandonen así de fácil. Agarran al joven y le dan una paliza hasta que ya no puede ponerse de pie. Mandan a cavar un hueco con una retroexcavadora. Lo echan adentro. La retroexcavadora vuelve a trabajar. Lo sepultan vivo. 

Los gatilleros de un sindicato llaman a todos los residentes de una mina —mineros, cocineros, prostitutas, comerciantes— a asistir a la plaza. Allí presentan a cuatro mujeres, una de las cuales está acusada de haber infectado con sida al sobrino del pran. Golpean sin misericordia a las mujeres ante la multitud asustada. La paliza termina cuando sacan las motosierras y pican en pedazos a las cuatro mujeres. 

En otra mina, un muchacho se come la luz —así dicen cuando uno rompe alguna de las normas del sindicato. Lo llevan al pran y el pran saca una pistola y lo mata a tiros, a sangre fría. El papá del muchacho sale luego a buscar a su hijo perdido. Busca y busca. Nadie quiere contarle lo que sucedió. Tienen miedo de ser el próximo acusado de comerse la luz. 

Estos son solamente algunos de los seres desaparecidos. Los que nunca volvieron. Los que sus familias nunca encontraron. Historias como estas se repiten en voz baja una que otra vez en el arco minero. Los muertos que salen en las noticias son aquellos que se dan en grandes cantidades, como cuando dos grupos armados pelean por el control de una mina. En estas páginas leemos que hubo 25 masacres, con un total de 217 víctimas, desde el 2016 (el año que se decreta el arco minero) y el 2020. 

¿Cómo llegamos aquí? ¿Cómo ocurrió que el camino al infierno se pavimentara de oro? En el año 2013 muere Hugo Chávez y Nicolás Maduro asume la presidencia. Ya la economía está estancada y está a punto de entrar en una recesión, aunque el precio del petróleo está todavía cerca de $100 (1) el barril. A mediados del 2014 el precio del petróleo mundial empieza a caer, gracias en gran parte al rápido crecimiento de producción por medio del fracking en Estados Unidos. Ya para enero del 2015, el petróleo baja a $64 el barril y Maduro, enfrentando un enorme vacío en el presupuesto nacional, le dice a la Asamblea Nacional en su discurso anual: “Dios proveerá”. Pero Dios parece no escuchar, la caída de precios continúa y en febrero del 2016 llega a su punto más bajo, cotizando en solo $44 el barril. No es ninguna coincidencia que ese mismo mes Maduro anunciara la creación del arco minero. El objetivo: aumentar la producción del oro y captar una porción del mismo para los cofres gubernamentales, como fuente de divisa alternativa. 

En el 2017, Estados Unidos (con Donald Trump en la Casa Blanca) impone las primeras sanciones económicas generales sobre Venezuela y Pdvsa. La producción petrolera ya estaba disminuyendo con la bajada del precio del crudo y con las sanciones inicia un declive más agudo. Maduro, que necesita cimentar su apoyo entre los militares, nombra a un general sin experiencia en la industria petrolera como presidente de Pdvsa. Técnicos y trabajadores experimentados abandonan los campos petroleros donde el sueldo ya no sirve ni siquiera para sobrevivir. Años de corrupción, mala administración, inversión insuficiente y mantenimiento diferido pasan factura y Pdvsa se aproxima al síncope. 

Venezuela experimenta una crisis económica profunda. La comida y otros productos básicos desaparecen de los estantes y largas colas, de gente desesperada, se forman fuera de los automercados. Llega la hiperinflación. Los venezolanos empiezan a huir de la crisis en números cada vez mayores, miles y luego millones. Emigran a otros países del continente. 

En medio de tanta crisis, médicos en Caracas empiezan a ver algo extraño. Pacientes, muchas veces mujeres, aparecen con síntomas de malaria, enfermedad que hace años no se veía en el área capitalina. ¿Qué estaba pasando? Resultaba que mujeres caraqueñas, incluso muchas de la clase media, cuyos sueldos ya no alcanzaban, se marchaban a la zona minera y buscaban trabajo como prostitutas. Ejercían esta profesión durante algunas semanas o meses y volvían a casa. Traían dinero y malaria. 

La crisis económica y el arco minero estaban siempre ligados. El arco minero es hijo maligno de la crisis. La desesperación llevaba a muchos venezolanos a dejar el país en búsqueda de una solución económica fuera. Otros se desplazaron dentro del país, dirigiéndose al sureste, al estado Bolívar, para buscar allí alguna respuesta al colapso económico. Muchas de esas personas, hombres y mujeres, se convirtieron en la carne de cañón del implacable, mal pensado, malandro y despiadado arco minero. 

El arco minero contiene todos los males de la Venezuela actual, en forma concentrada, y ese es el retrato que nos ofrece aquí Lisseth Boon, en una crónica urgente y de primera mano. Todo se encuentra aquí: la crisis humanitaria profunda. Niveles excesivos de violencia y degradación ambiental. La corrupción de los altos rangos militares y del gobierno. La fragmentación del Estado. La enfermedad no controlada. La pobreza extrema. El pranato: el código de la cárcel impuesto a la sociedad civil generalizada. La presencia de grupos armados foráneos y autóctonos. Las comunidades indígenas despojadas de sus derechos y tradiciones. Y otras muchas violaciones de derechos humanos. 

Lo que me impactó durante mis viajes como reportero a la zona minera, y de nuevo al leer este libro, es que todo esto se hizo a propósito. Como dicen en el mundo de la informática, no es un bug, es una función. La violencia no es un bug, no es accidente. Es una función, es por diseño. El envenenamiento de los ríos con mercurio y la deforestación no son bugs, no son consecuencias no intencionales. Son funciones de la aplicación. El gobierno creó el arco minero con el propósito de aumentar la producción del oro con la máxima rapidez posible en medio de la crisis económica. Si la destrucción del medio ambiente era una consecuencia necesaria para lograrlo, que así sea. Si los sindicatos criminales ya estaban activos en la zona y el gobierno consideraba dejarlos actuar, o empoderarlos para actuar en su lugar, pues, era la manera más eficiente de iniciar el proyecto. No fue nada más que una forma de outsourcing

Así lo escribí en mi libro sobre el colapso venezolano, Todo se puede poner peor

“Por negligencia, corrupción y mala gestión, el gobierno de Maduro presidió la destrucción de la industria petrolera. Las sanciones de la administración Trump fueron el golpe de gracia. Pdvsa tenía una mano de obra especializada, sindicatos, salvaguardias laborales y regulaciones ambientales. Al recurrir a la minería de oro como sustituto, Maduro reemplazó una industria moderna y altamente tecnificada por un negocio sin ley ni regulación en el que los trabajadores no tienen derechos ni un salario regular; en el que todos están expuestos a una epidemia de malaria; en el que la devastación medioambiental es la norma, con selvas despojadas y ríos envenenados con mercurio; en el que se violan los derechos de los indígenas. Maduro, el presidente obrero, creó un perfecto infierno obrero. La minería de oro, tal y como se practica en el sureste de Venezuela, era el modelo económico del país llevado a su máxima expresión: extraer una materia prima del subsuelo a cualquier precio”. 

Un día le relaté a un amigo, ingeniero petrolero, lo que encontré en la zona minera: la violencia, la destrucción del medio ambiente y de los seres humanos que habitan allí, el ejercicio de poder bruto, la avaricia. Mi amigo se mostró perturbado. Durante décadas, los venezolanos trabajaron y sudaron para construir Pdvsa y crear en ella una empresa sofisticada que generaba miles de millones de dólares para la nación. Qué clase de persona, me dijo el amigo, cambia todo eso por una multitud de hombres harapientos rascando el suelo con palos, pulverizando la tierra desnuda con mangueras de alta presión, en búsqueda de unos kilos de oro. “Hicieron mal la aritmética,” me dijo.


*Oro malandro. Crímenes que depredan la Amazonia venezolana. Lisseth Boon. Editorial Dahbar, Venezuela, 2024. 


1 Los precios del crudo citados son del West Texas Intermediate.