Por JOSÉ RAFAEL HERRERA
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Afirmaba don Cecilio Acosta que “la obra de un minuto es momento de siglos”. Se trata de una afirmación que describe con pasmosa fidelidad el discurrir filosófico en Venezuela, cuya brevedad cronológica no obsta para su considerable densidad histórica y conceptual. En 1975, el maestro Giulio F. Pagallo, ocupando el papel de moderador en un célebre foro titulado “Bases y tendencias actuales de la filosofía en Venezuela”, realizado en la Sala “E” de la Biblioteca Central de la UCV, y flanqueado por Federico Riu, Juan Nuño y J.R. Núñez Tenorio como ponentes, elencó los lineamientos fundamentales que, “desde la perspectiva de una comprensión inmanente y de énfasis histórico-cultural de la reflexión filosófica”, conforman “el horizonte más remoto o el más cercano de la labor filosófica en Venezuela”. Tales aspectos —designados por el impecable y diligente moderador como “parámetros”— se corresponden, en su opinión, con “tres sucesivos momentos históricos” de no poca significación y alcance. Dichos momentos son los siguientes: 1.) “el momento de la Colonia”; (2.) “el momento de la efervescencia de nuevas ideas que acompañan nuevas proyecciones de procesos histórico-sociales-políticos”; y (3.), “tal vez, el momento más técnico, posiblemente el más aislado, de la labor filosófica, que es la etapa que cronológicamente se sitúa a partir de los años 50” (1).
Se trata, además, de tres momentos que tienen, según Pagallo, “desde el punto de vista filosófico y de las posibles incidencias histórico-culturales-sociales y políticas, rasgos y características muy distintas”. En primer lugar, la filosofía que domina en Venezuela y en otras regiones culturales del continente en la época de la Colonia es una filosofía que recoge y traduce un lenguaje filosófico, por así decirlo, ya coagulado en formas definidas e incluso de incipiente corrupción. Lo que para Europa ya representaba el ocaso de un modelo de pensar es aún, para Latinoamérica, si no el amanecer, cuando menos el mezzogiorno del pensamiento. Se trata de un lenguaje y de una cultura filosóficas que tienen, indudablemente, un aspecto positivo: el de recoger la sustancia definida de un ritmo de conceptos abstractos, cabe decir, el reflujo de una estructura sociopolítica, que, en otros ámbitos histórico-políticos, como el europeo, aún guardaba algún sentido. Y, sin embargo, aquel modelo filosófico terminará perdiendo, cada vez más, su relación inmediata con el mundo de la realidad social y política, para convertirse en un instrumento de educación, con todos los inconvenientes de un lenguaje, de una racionalidad instrumental que sólo es capaz de reivindicarse a sí misma.
El segundo momento halla sus orígenes en la “circulación de las ideas de la Ilustración”. En tal momento —observa Pagallo— no se puede apreciar la misma perfección técnica y formal del lenguaje filosófico correspondiente al momento anterior, “pero (casi para establecer un equilibrio perdido), la filosofía puede expresarse a veces de una manera confusa o, por lo menos, sin tecnicismos: se convierte en una forma limitada a veces, pero una forma de autoconciencia, una forma histórico-cultural-política de carácter progresivo, que abre nuevas perspectivas entre el mundo de las ideas y el mundo de la realidad” (2).
El tercer momento, como resultará más o menos obvio, es historia reciente: un universo sensible y lleno de afecciones epidérmicas, todavía hoy de difícil apreciación objetiva y de tratamiento imparcial, lo cual lo convierte en un terreno en extremo resbaladizo, precisamente por el hecho de ser aún demasiado próximo como para ser sometido a una evaluación apodíctica o, como diría Spinoza, sin risa ni llanto. En todo caso, se trata del despliegue de una constelación de conceptos que gira sobre la base del rigor estrictamente especulativo de quien —como afirmara Pagallo— “ha recogido con conciencia historiográfica y crítica aquel pasado perdido que constituye, sin embargo, la primera condición de esta base estructural de la filosofía en Venezuela”. El maestro Pagallo se refiere a Juan David García Bacca, el gran traductor de la obra completa de Platón y, casi simultáneamente, el gran compilador de la tradición filosófica venezolana. García Bacca fue, en profundidad, pensador antiguo, medievalista, moderno y contemporáneo. Por si fuese poco, fue él quien sumergió a la conciencia venezolana en las profundidades temáticas y problemáticas inherentes a las corrientes de pensamiento características de la cultura filosófica fundamental de las épocas de crisis, y que son premisas ineludibles para todo aquel que pretenda asistir al encuentro con las más fervientes doctrinas del presente: el existencialismo, el positivismo y el marxismo, así como sus respectivas derivaciones actuales, cabe decir, toda posible fortaleza o debilidad del pensamiento contemporáneo.
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En su ensayo Vida intelectual de Venezuela, de 1971, Domingo Miliani dejó constancia de cómo después de que Mariano Picón Salas fundara la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Central de Venezuela —hoy Facultad de Humanidades y Educación—, entre sus distinguidos profesores “hubo de encontrarse una valiosa aportación de aquellos republicanos doctos y bien dispuestos al magisterio: Eugenio Imaz, Manuel Granell, Juan David García Bacca, cuya lección prosigue hasta hoy. Los discípulos dejan pruebas ya de su enorme posibilidad como pensadores o investigadores solventes: Juan Nuño, Ernesto Mayz Vallenilla, Antonio Pasquali, Pedro Duno, J.R. Núñez Tenorio” (3). En esta, sin duda, valiosa reseña acerca de los inicios del —previamente designado por Pagallo— “tercer momento” del discurrir de la filosofía en Venezuela, curiosamente han quedado por fuera, por lo menos, dos de los más notables e influyentes pensadores que, junto con los ya mencionados, conformaron lo que quizá haya sido el movimiento filosófico más importante de toda la historia venezolana y, además, una referencia ineludible para la filosofía europea y latinoamericana, ya desde principios de los años sesenta hasta principios de los ochenta, es decir, durante casi veinte años.
En el primer caso, la referencia es para Federico Riu, discípulo de Juan David García Bacca y estudiante de Martin Heidegger, uno de los más acuciosos intérpretes del pensamiento de Kant y un brillante interlocutor de las corrientes metafísicas contemporáneas: la fenomenología, el existencialismo y el marxismo heterodoxo. En el segundo, cabe hacer mención del maestro Giulio F. Pagallo, “viejo medievalista y joven hegeliano”, como él acostumbraba a definirse. Formado dentro de la rica tradición del historicismo filosófico italiano que va del Renacimiento hasta Vico, de De Sanctis y Spaventa a Labriola, Croce, Gentile y Gramsci, y de Eugenio Garin a Lorenzo Minio Paluello. La ontología post-kantiana y el historicismo filosófico —cuyo centro neurálgico es la filosofía de Hegel— tuvieron en Riu y en Pagallo, respectivamente, sus mayores exponentes. Todo lo cual no resta, sino que más bien suma, la indiscutible importancia de Alberto Rosales y de Eduardo Vásquez, el primero, uno de los más densos exponentes del pensamiento de Kant y de la metafísica contemporánea. El segundo, un respetable y valioso intérprete del pensamiento de Hegel y del joven Marx. El sólo hecho de haber tenido el privilegio de formarse —de conocer, pero, sobre todo, de aprender a pensar— con todos ellos o junto a ellos, el haberlos leído, el haber podido compartir con ellos —como diría Hölderlin— “el pan y el vino”, el cafecito de las cinco y media, la conversación de pasillo, o el haber asistido a sus magistrales clases o a sus diálogos y conferencias, ha dejado en el nosotros —sus discípulos— un inmenso honor y la fuerza de una indescriptible conformación como herencia filosófica y cultural, muy por encima de los deslizamientos y las diferencias.
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Respecto de la metafísica y el positivismo, los cuales histórica, ideológica y culturalmente hacía tiempo que habían allanado el camino del Espíritu nacional, desde su paso por el primero y el segundo momentos ya elencados, la conformación —tardía y paciente— del historicismo filosófico en Venezuela es de mucho más reciente data, por lo que constituye un capítulo especialmente significativo dentro del intenso recorrido de nuestra particular historia filosófica. De hecho, y como advierte Hegel, “la filosofía siempre llega demasiado tarde”. A pesar de que ya desde los ensayos de Cecilio Acosta, Mario Briceño Iragorry y especialmente de Mariano Picón Salas se pueden comenzar a sentir, acaso tímidamente, los primeros “latidos del corazón del topo” historicista, no es sino con la presencia en cátedra de Giulio F. Pagallo que tiene sus inicios la forma —via negationis— de concebir el sinuoso y laberíntico movimiento del devenir del pensamiento y la realidad.
Con la cada vez más especializada y “técnica” reflexión filosófica, la vieja metafísica colonial —religiosa y conservatista— y la Ilustración, que le diera sustento a la causa de la independencia —ambas cosechadas, no sin esmero, durante largos años—, terminaron adquiriendo mayor densidad reflexiva y, si se quiere, mayor concreción especulativa, al punto de abrir el paso, respectivamente, a dos figuras recíprocamente contradictorias: la ontología existencialista y al positivismo, así como, a fortiori, a su vástago no deseado: el marxismo ortodoxo o materialismo “dialéctico”. Al decir de Hegel, toda filosofía de la reflexión termina siendo religión. Y fue justamente la confrontación, llevada adelante por el historicismo filosófico y dialéctico respecto de la ontología existencial y el positivismo (en cuyas entrañas, y aunque lo niegue, creció el “materialismo crudo” marxista-leninista), lo que permitió a la conciencia filosófica venezolana ir progresivamente comprendiendo y superando, más allá de las rígidas líneas de demarcación trazadas hasta entonces, el juego de los espejos, la necesidad de traspasar los límites puestos —positium, precisamente— por el mundo de la imagen y por la imagen del mundo, propios de aquellos términos opuestos contradictorios complementarios.
No es que su labor de sorprendimiento haya concluido, y, a decir verdad, dicha labor difícilmente pueda concluir, porque, desde el punto de vista estrictamente histórico, siempre habrá abstraktes Verständnis. Y mientras lo haya el “sano espíritu de contradicción”, que impulsa de continuo la labor del pensamiento crítico e histórico, seguirá objetando, ejerciendo el oficio dialéctico. “Del cáliz de este reino de los espíritus —de su recuerdo y su calvario— rebosa para él su infinitud” (4). Pero, en todo caso, el hecho de que la ontología y el positivismo se hayan visto en la necesidad de, muy a su pesar, reconocerse recíprocamente, de reencontrarse allende las lejanías que cada uno había presupuesto en relación con su otro, y, todavía más, el hecho de que el marxismo teórico —especialmente el mejor elaborado y sistemático, a saber, el de J.R. Núñez Tenorio— se haya visto impelido a transitar desde el grosero empirismo hasta el estructuralismo y, de éste, al reencuentro con Hegel y especialmente con la crítica positiva diseñada por el joven Marx, es una labor que da cuenta de la importancia de la labor llevada adelante por el historicismo de Pagallo en el ambiente filosófico, cultural e incluso político venezolano. Que “los hechos” de la Venezuela de hoy —presa de la barbarie ritornata y sometida a los embates de la que quizá sea la mayor de sus crisis orgánica— no se correspondan con las alturas de la rigurosa speculatio filosófica recibida y desplegada, sólo hace pensar, en sentido enfático, en la expresión de Fichte: “¡Peor para los hechos!”. Pero, además, impone a la filosofía la necesidad de reconocerse a sí misma y, por eso mismo, de seguir pensando.
Referencias
1 Cfr.: Apuntes Filosóficos, n.4, UCV, Caracas, 1993, pp.229-67.
2 Ibid.
3 Cfr.: Domingo Miliani, Vida intelectual de Venezuela, ediciones del Ministerio de Educación, Caracas, 1971, pp.87-8.
4 G.W.F. Hegel, Fenomenología del Espíritu, FCE, México, 1978, p.473