Papel Literario

Once fotogramas para Yolanda

por Avatar Papel Literario

Por KELLY MARTÍNEZ-GRANDAL

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A Yolanda (su persona) la conocí a través de una cámara. Fue en el 2014, cuando me encomendaron hacer retratos de escritores venezolanos para un proyecto que finalmente no cuajó, pero dejó un montón de afectos sinceros. En Yolanda encontré a alguien que se parecía a su obra: sin imposturas, magnificente.

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Nos recibió una mañana diáfana —en plural porque fui acompañada por la poeta y artista visual Elisabetta Balasso— en su apartamento en La Urbina. Una luz blanquiamarilla se desparramaba sobre los muebles —que recuerdo tapizados con flores— y le daba a todo un aire de levedad. Incluso a Yolanda, a su sonrisa amigable. Una mujer flotante, reina de rincones y silencios. Nos mostró tesoros: su caja de conchas marinas, una orquídea creada por su hermano. También fotos, hechas por ella, con las que estaba armando un libro: raíces de árboles, monstruos vegetales en blanco y negro que emergían de lo oscuro.

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Siempre me emociona descubrir que un escritor es fotógrafo y viceversa. El diálogo entre imagen visual e imagen escrita es de larga data y registra relaciones muy complejas (un tejido en constante crecimiento). Además, me ofrece la oportunidad de asomarme a ese otro escondido, al segundo lenguaje; a le violon d’Ingres, esa expresión que usan los franceses para hablar de los pasatiempos, pero que también designa otras formas de hacer y rehacer las pasiones y el mundo. Por eso me entusiasmó tanto saber que Yolanda, cuya obra poética fue clave en mi formación, también hacía fotos. Detrás de todo, en lo indecible, una raíz oscura.

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Ya en Miami, compré Viaje al postcomunismo, libro fundamental para la literatura venezolana actual y venidera, publicado por Eclepsidra en 2020. Reúne crónicas de Ana Teresa Torres y fotografías de Yolanda Pantin alrededor de los viajes que juntas hicieron por varios países de Europa del Este hasta cruzar el círculo polar (y no es metáfora). ¿Qué locuras vieron? ¿Qué encontraron de familiar y qué de ajeno? En las imágenes de Yolanda, gente que se abraza, monumentos, desolación. Taiga y tundra, ruinosos monasterios medievales. En Crimea, dos bellas muchachas y un niño posan para otra foto junto a un busto de Pushkin en ángulo en el que probablemente ese busto no saldrá. El poeta no importa, es parte habitual del mobiliario. Países en los que conviven vestigios imperiales con una modernidad tardía; conflictos milenarios, incomprensibles para los hijos de la historia lineal. Guerras, gulags, matanzas. Voces todavía audibles de escritores muertos. Todo tipo de fantasmas y un viaje por el río Yenisei, hacia su desembocadura/ en la boca del paisaje/ para ser devorado.

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¿Cuánto cuentan las imágenes en sí mismas? ¿Sin necesidad del texto? El monumento a Maiakovski (a la altura de sus contradicciones) está flanqueado por un anuncio de L´Oreal. Capas de significaciones se aparecen ante el lente de Yolanda. Luego ella, maga, aprieta el botón y las hace aparecer para nosotros. Un caleidoscopio que su mirada disecciona. Unidades mínimas, composiciones engañosamente sencillas en las que el vacío pesa y obliga al espectador a acercarse, a buscar los detalles que contienen el secreto poder.

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Ver sus fotografías me permite leer sus poemas desde otro lugar. Leer sus fotografías (porque las fotografías también se leen, códigos, formas que remiten a palabras) me da nuevas claves para mirar sus poemas (porque los poemas también se ven, espacio en blanco, palabras que forman imágenes). Por supuesto, leer sus poemas ilumina la comprensión de sus fotografías. Como Rulfo, que también era escritor y fotógrafo, Yolanda hurga en sus temas a través de dos registros. Memoria, casa, pertinencia de la palabra, vegetación, naufragios conforman también sus códigos visuales. En ellos también lo que calla, lo no evidente, el fantasma.

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De phanein (brillar, mostrarse, hacerse visible) y el sufijo ma (resultado de la acción) el phantasma no era, para los griegos, producto de la imaginación y tampoco reflejo de algo real como el imago romano. Aparecía por voluntad propia o porque se le hacía aparecer (ma, el resultado de la acción, como en “poema”). En la palabra hierofante se contiene también el phanos, el phanein. Bajo esa premisa, el “fantasma sagrado” abría las puertas del templo en los misterios eleusinos, recibía a los que estaban a punto iniciarse. Así también nos reciben las imágenes de Yolanda: revelan cosas detrás de las cosas. Frente a ellas también nosotros nos iniciamos en el misterio.

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Lo que poco se dice sobre Yolanda es que primero estudió en la Escuela de Artes Plásticas de Maracay. No voy a preguntarle cuándo, cómo, por qué. Prefiero quedarme con la hipótesis de que la imagen fue siempre una llamada.

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Podría decirse que toda fotografía congrega fantasmas, pero no es cierto. Un asunto es que ofrezca un nuevo ángulo y atestigüe lo que fue y otro distinto que desoculte lo que está siempre siendo: el aura que emana de las cosas y no desaparece cuando dejamos de prestar atención. En ese último registro se mueven las fotografías de Yolanda, también en el borde entre lo real y lo irreal. Hace poco, en su cuenta de Instagram, puso unas perturbadoras fotos de quinceañeras y es difícil distinguir si son maniquíes o muchachas. En varias de las imágenes de su libro de artista Borradores —del cual se hizo una exposición homónima en el Centro de Arte Los Galpones, en 2020— los objetos adquieren una fisonomía enrarecida una vez desprovistos de su función cotidiana. Abstraídos, pasan a ser un ente, un espacio de revelación personal. Una, sobre todo, me puntúa, para decirlo con Barthes: el díptico de dos soperas. No es más una vasija para la comida, sino una para la memoria, para toda la historia de un hogar.

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No hablo de surrealismo. Tampoco de onírico o absurdo, sino de un paréntesis. La poeta cubana Ena Columbié, en una conversación, me comentó que una de las cosas que más le sorprendían de la obra poética de Yolanda era su capacidad para hacer coincidir varios tiempos: podía haber pasado, estar pasando, estar a punto de pasar. Del mismo modo, me parece, funcionan sus fotografías, incluso las que hace por divertimento. En ellas, la memoria de una memoria, la ficción como origen. Como la misma autora señala en el texto de la hoja de sala de Borradores, a lo que se aspira es al boceto: el modelo imperfecto, el existir como proyecto, como proyección, aparición.

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La relación entre ambos lenguajes, mirada y escritura de Yolanda Pantin, está todavía por estudiarse. La literatura comparada tiene mucho que hacer todavía en el ámbito nacional. Una vez escuché a Yolanda decir que, para ella, la poesía era una ceremonia íntima; una celebración de pocos. Diría que también lo es su fotografía.