Por WOLFANG GIL LUGO
“Contra la estupidez, los propios dioses luchan en vano”
Friedrich Schiller
Nos cuenta Diógenes Laercio (Vidas, III, 4) que el joven Platón, al conocer a Sócrates, quemó sus poemas para dedicarle su vida a la filosofía. Algo parecido le sucedió a un joven venezolano, en la Caracas de los comienzos de los años setenta. Desde su adolescencia, sentía mucha afinidad con Nietzsche, a quien mezclaba, en su atolondrada cabeza, con las lecturas de Herman Hesse y la música de los Rolling Stones. El giro en su vida comenzó cuando se estrenó la película La naranja mecánica de Stanley Kubrick en Caracas. Un amigo le comunicó con entusiasmo que era algo espectacular, y el joven se apresuró para verla. La experiencia fílmica lo dejó impactado. Las imágenes de la ultraviolencia de los “drugos”, al ritmo de la novena sinfonía de Beethoven, no le abandonarían jamás.
Ese no fue el único impacto que traería esta cinta. Luego, en el Papel literario de El Nacional, salió un comentario del film que le pareció tan bueno como la obra que examinaba. El autor era Juan Nuño. Todavía ese nombre no le decía nada. El texto poseía un estilo culto, la prosa era precisa y estaba lleno de punzantes afirmaciones. Entre las agudezas que adornaban al texto, se encontraba esta perla: el esteticismo de la cinta de Kubrick hace ver más cruda la violencia de los dibujos animados de Tom y Jerry. Ese relámpago fue el primero de muchos que recibiría de Nuño.
Unos años después, al entrar en la Universidad Central de Venezuela, el joven se encontró cara a cara con el doctor Juan Nuño, quien era el profesor de lógica de la Escuela de Filosofía. De este profesor recibiría muchas más centellas durante las próximas décadas. Nuño era capaz de hipnotizar, gracias a su cultura enciclopédica, hasta con una árida clase de lógica. Poseía la maestría para convertir al silogismo en una aventura a través del pensamiento occidental. A partir de allí, nuestro protagonista comenzó a separarse del canto de sirenas románticas.
El joven aprendiz de filósofo tuvo en Juan Nuño a un modelo de pensador de gran calado, que podía cumplir con las exigencias de la academia, así como con las obligaciones que un intelectual tiene para con la sociedad: denunciar los vicios de pensamiento que ponen en peligro a la dignidad humana.
Contra el irracionalismo
La bestia negra del pensamiento de Nuño es el irracionalismo. Con ese propósito, Nuño nos recuerda que “al final de la República, Platón condena a la poesía y expulsa del estado modelo (…) la razón impone su destierro y se liquida así la vieja querella entre la filosofía y poesía, esto es, entre mito y razón” (Sentido de la filosofía contemporánea, Caracas, UCV, 1965, p. 49). La trascendencia de esta afirmación es enorme. Pues, a partir de allí, Occidente comprenderá al mundo y al hombre a partir de la razón. Este triunfo atravesó toda la historia. Logró un compromiso con el cristianismo y se afianzó en la era moderna hasta el siglo XIX, con el apogeo de la visión hegeliana del mundo: “todo lo real es racional y todo lo racional es real”.
Como reacción a Hegel, comienza el desafío irracionalista, que va desde Kierkegaard hasta Heidegger, pasando por el retumbante Nietzsche. Según Nuño, “La expulsada poesía, fuerza oscura y desordenada, vuelve por sus fueros y desencadena el ataque furioso en pleno siglo XX” (p. 50). En un primer momento, los abanderados del movimiento subversivo son los poetas expulsados, entre quienes destacan los dadaístas y los surrealistas. Los oímos exclamar con furia: “Dada: abolición de la lógica… Dada: abolición de la memoria, abolición del futuro”.
Esta misma rebelión se encuentra en la filosofía. La poderosa semilla irracional de Nietzsche ha seguido fructificando. Bergson declara la supremacía de la intuición emocional sobre el intelecto. El dinámico irracionalismo de instinto y la vida triunfa sobre el racionalismo estático de la ciencia. De la misma manera Heidegger exalta una idea del ser que no es otra cosa que una forma abstrusa de absoluto irracional.
Como dice Nuño: “Del terrorismo intelectual al político solo hay un paso” (p. 51). Este paso se manifestará luego de la primera guerra mundial. “Las ideas directrices de los movimientos irracionalistas que fueron el fascismo y el nazismo coinciden con los postulados negativos, vitalistas y míticos que, desde el arte y la filosofía, asolaron a Europa desde los años veinte” (p. 54).
Nuño pasa a enumerar las características de este irracionalismo, ya sea intelectual o político, del primer tercio del siglo pasado. La primera es el anticientismo. El surrealista Louis Aragón llegó a exclamar: “¡Yo maldigo la ciencia, esa hermana gemela del trabajo!”. Es paradójico que la misma burguesía que cayó rendida ante la ciencia decimonónica y sus productos tecnológicos, tales como la locomotora y la electricidad, terminara maldiciéndola. Esta descalificación de la ciencia se hace con mala fe. Se utiliza el expediente sofístico de confundir los principios de la ciencia con los efectos indeseados de la tecnología.
La segunda característica es el antihistoricismo. Paul Valéry llegó al extremo de decir: “La historia es el producto más peligroso que haya elaborado la química del intelecto (…) Pone a soñar a los pueblos (…) La historia justifica lo que se quiera; no enseña nada”. De allí la tentación de reducir la historia a biología, la cual se encuentra en autores como Spengler. También Heidegger parece seguir ese camino, con la diferencia que sustituye la biología por una entidad metafísica que recuerda al ello freudiano.
Nuño se percata de que los irracionalismos renuncian al diálogo para evitar la confrontación con otras perspectivas. “Los partidarios del oscurantismo ideológico contemporáneo preferirían plantear el desigual combate en las condiciones de una previa y sumisa conformidad a sus propios postulados irracionales, para que solo los adeptos tengan derecho a ‘criticar” (p. 58).
Otra característica de estos irracionalismos es su vocación derrotista. “Si optimismo (entonces) era la manía de sostener que todo marcha bien cuando todo está mal, pesimismo (ahora) será la desesperación de afirmar que todo va mal cuando algo comienza a marchar bien en la historia del hombre” (p. 61).
Las posturas posmodernas heredan del irracionalismo tanto la renuncia al diálogo como el pesimismo. En Nuño, encontramos muchos argumentos para hacer frente al emotivismo nihilista que permea a la cultura occidental contemporánea.
Contra el marxismo
Otro blanco de las críticas de Nuño fueron las pretensiones de supremacía cognoscitiva del “socialismo científico”, esa religión obligatoria en las universidades latinoamericanas.
Desde su competencia como filósofo de la ciencia, Nuño se dedica a cuestionar los fundamentos epistemológicos de la doctrina de Marx. Para quien no lo sepa, hace unos años atrás, existían personas que creían que el materialismo dialéctico era una ciencia con la validez de la física newtoniana.
El argumento del brillante ensayo de Nuño “Distintas formas de despedirse” (en La veneración de las astucias. Ensayos polémicos, Monte Ávila, Caracas, 1988) era, más o menos, así. La ciencia marxista, en el fondo, aspiraba no a una cientificidad como a las que nos ha acostumbrado la modernidad, siempre conjetural y sometida a revisiones, sino a una donde se podría decretar su verdad de forma eterna. Realmente lo que hacía era apostar por una forma de religión.
Nuño nos recuerda que Althusser era el defensor más enconado del carácter científico del marxismo, fuera del comunismo soviético. La estrategia de Althusser era tratar de preservar su legitimidad epistemológica mediante el desconocimiento de las evidencias de los crímenes del estalinismo. Esto produjo resistencia dentro del mismo marxismo. Los marxistas humanistas se negaban a esa naturalización. Fuera del marxismo también hay una fuerte oposición, como la de Popper, quien indicó que las verdades marxistas eran pura metafísica, pues no eran falsables.
Nuño explora una audaz hipótesis: si le concedemos al marxismo el carácter de ciencia, por lo mismo, se estaría decretando su extinción, ya que los sistemas científicos, además de provisionales y conjeturales, son eminentemente perecederos, extinguibles, llamados a ser reemplazados por otros sistemas científicos de mayor o distinto poder explicativo.
Al final, Nuño acorrala al marxismo entre tres alternativas. El marxismo o es una ideología o es un programa político partidista o es una religión. La conclusión de Nuño es que, en cualquiera de los casos, se le hace al marxismo un flaco servicio. En el primer caso, hay que reconocer que los países comunistas están sometidos a un grupo de ideas que permiten oprimir a la población. En el segundo, no es más que un grupo de consignas políticas. En el tercero caso, confesaría su vocación religiosa. En todo caso, ninguna de esas tres posibilidades excluye a las otras dos.
Esta gesta crítica de Nuño fue muy valiosa, pues fue llevada a cabo cuando todavía la ideología de la Unión Soviética, y su satélite cubano, tenía mucha influencia sobre la intelectualidad venezolana. Esto toma especial relevancia por la influencia que tuvo esa intelectualidad en la conspiración contra la democracia que ha dado lugar al actual régimen.
Contra el academicismo
Aunque fue Nuño un insigne académico, no por eso dejó de denunciar la irracional reducción del pensamiento vivo al pensamiento inerte que tiene lugar en las universidades. “Y toda auténtica filosofía, desde Aristóteles hasta Marx, ha tenido que proceder así: ha operado sobre una realidad a la que interpretar y conferirle sentido” (Sentido de la filosofía contemporánea, Caracas, UCV, 1965, p. 38).
Es un mal generalizado que, en la academia, se descuide el imperativo de pensar la realidad. “¿Qué sucede, en cambio, cuando se deja de operar sobre una realidad propia, externa e independiente? En principio, dos posibilidades: o se produce una mera elucubración, más o menos coherente, según se considere o valore, o se trabaja sobre lo ya producido, se refilosofa, se practica una suerte de endogamia intelectual” (p. 38-39).
Nuño hace un cuestionamiento crucial: “¿A qué conduce el academicismo filosófico? ¿Cuáles son los principales efectos de esa filosofía profesional? Dos: sacralización y esterilidad” (p. 41).
El primer efecto es convertir a la filosofía en religión. “Solo le queda un recurso a ese romanticismo filosófico que vive en un pasado inoperante: conferir a la filosofía carácter sagrado y pedir para sus cultores la dignidad de los sacerdotes de la divinizada materia” (p. 41). Mientras que el “segundo efecto de la denunciada profesionalización, no es menos grave: el pensamiento se vacía (…) Esto es lo que tiene de malo el solo pensar: que se termina por no pensar en nada” (p. 43).
De esta forma, el profesional de la filosofía se encuentra “ante un monstruo de dos cabezas: dogmatismo y escepticismo” (p. 46). La filosofía profesional se convierte en dogmática por sus aspiraciones a una verdad sagrada, mientras que es escéptica por culpa de la carencia de contenido.
Podemos agregar que este academicismo ha sido un lastre para formar un pensamiento lo suficientemente poderoso para hacer frente al totalitarismo, pues ha debilitado la conciencia de denunciar a las pasiones políticas.
La misión del intelectual
Quienes fuimos alumnos de Juan Nuño tuvimos el privilegio de estar frente a un intelectual que se atrevía a pensar por sí mismo. Nuño encarnó la idea del hombre de ideas de talante racional y universalista, cuya misión es ayudar a clarificar los fines de una sociedad abierta.
Dicha idea de compromiso es la opuesta a la de Sartre, un autor profundamente estudiado por Nuño, quien puso de moda el concepto de ‘intelectual comprometido’. La idea de compromiso sartreana no es con la ética, tal como lo hizo Sócrates en la antigüedad o Camus en la contemporaneidad. El compromiso es, en definitiva, con el nihilismo, lo cual consiste en suspender los principios morales para adelantar el advenimiento de la utopía por medio de la violencia. Por eso, el nihilismo sartreano conduce necesariamente al genocidio.
El punto de partida de Nuño era la ilustración, idea tan cuestionada por los románticos y sus secuelas. Nuño supone una razón que no es la sobredimensionada del hegelianismo ni la diosa intolerante de los jacobinos. Por el contrario, es la razón humilde que es capaz de evaluar la verdad de las evidencias y la validez de los razonamientos, siempre dentro de los principios éticos.
En conclusión, nuestro joven estudiante aprendió de su profesor Juan Nuño el significado del dictum de Francisco de Goya: el sueño de la razón produce monstruos. Esto implica la obligación, sin final a la vista, de la conciencia vigilante de cuestionar la estupidez, es decir, las ideologías redentoras que pretenden salvar la humanidad a pesar de la opinión de los simples mortales.