1. Me llamo Primo Levi, perdón, 174517. Tuve la suerte de ser deportado a Auschwitz solamente en 1944, cuando el gobierno alemán decidió prolongar la vida de los prisioneros destinados al exterminio ante la escasez de mano de obra esclava. Tenía 24 años, poco juicio y ninguna experiencia. Yo había sido capturado con otros partisanos el 13 de diciembre de 1943. En los interrogatorios que siguieron a mi detención admití ser “ciudadano italiano de raza judía”, porque creí que la condición de preso político me llevaría a la tortura o a una muerte segura. Como judío, en cambio, me enviaron a Fossoli, cerca de Módena. Cuando llegué a Fossoli éramos ciento cincuenta; semanas después, más de seiscientos. Estábamos ahí por imprudencia o como consecuencia de una delación. Este era mi caso. Unos pocos se habían entregado espontáneamente, bien porque estaban desesperados de la vida de prófugos o bien por no separarse de algún familiar capturado; o también, absurdamente, para “legalizarse”. El 20 de febrero llegó una pequeña sección de la SS alemana y el 21 por la mañana se nos informó que al día siguiente saldríamos de ahí. Todos, sin excepción. Niños, viejos, también los enfermos. ¿A dónde íbamos? No se sabía.
2. El amanecer nos atacó a traición. Con la absurda exactitud a que más adelante tendríamos que acostumbrarnos, los alemanes tocaron diana, nos montaron en camiones y nos llevaron a la estación de Carpi. Allí nos esperaba el tren y la escolta para el viaje. Allí también recibimos los primeros golpes. Fue tan inesperado que no sentimos ningún dolor, solo un estupor profundo… ¿por qué golpear sin cólera? Eran doce vagones, y nosotros seiscientos cincuenta. En mi vagón solo metieron cuarenta y cinco, porque era un vagón pequeño. De esos cuarenta y cinco, solamente cuatro hemos sobrevivido. Eran vagones de carga, cerrados desde el exterior, y dentro hombres, mujeres, niños, como animales. Cerraron las puertas enseguida pero el tren no se puso en marcha hasta por la tarde. Por una rendija vimos desfilar las últimas ciudades italianas; nombres conocidos y desconocidos de ciudades austríacas; luego checas, al final, polacas. Durante el viaje, sufrimos hambre, sed y frío y nuestro sueño era interrumpido por riñas, patadas y puñetazos lanzados a ciegas. Dos jóvenes madres, con sus hijos, todavía de pecho, gemían noche y día pidiendo agua.
A cada parada pedíamos agua a grandes voces, pero los soldados de la escolta alejaban a quienes trataban de acercarse al convoy. La noche del cuarto día el frío se hizo más intenso: el tren recorría interminables pinares negros. Hubo entonces una larga parada a campo abierto, después continuó la marcha con extrema lentitud, y el convoy se detuvo definitivamente, noche cerrada, en mitad de una llanura oscura y silenciosa.
3. Nos soltaron de repente. Vimos un vasto andén iluminado por reflectores. Un poco más allá, una fila de autobuses. En un determinado momento, una decena de SS que estaba a un lado empezó a andar entre nosotros y, en voz baja, comenzó a interrogarnos. “¿Cuántos años? ¿Sano o enfermo?”. Y según la respuesta señalaban dos direcciones diferentes. Alguien se atrevió a preguntar por las maletas, dijeron: “maletas después”; otro no quería separarse de su mujer, dijeron “otra vez juntos, después”; muchas madres no querían separarse de sus hijos: dijeron “bien, bien, quedarse con sus hijos”. Siempre, siempre con la tranquila seguridad de quien no hace otra cosa que su trabajo de todos los días; pero a Renzo, que se entretuvo al despedirse de Francesca, lo derribaron de un solo golpe en mitad de la cara, después; era su oficio de cada día. El otro grupo, donde estaba Francesca, desapareció en la oscuridad. Esta era la primera selección. Y en su lugar emergieron unos extraños individuos andrajosos, deshechos, esqueléticos, marchando de tres en tres como un ejército de larvas. En silencio empezaron a subir y bajar, subir y bajar de los vagones cargando con nuestros equipajes. Todo era incomprensible y loco pero habíamos comprendido algo. Esta era la metamorfosis que nos esperaba. Mañana mismo también nosotros seríamos una cosa así.
4. Sin saber cómo, me encontré dentro de un autobús; el autobús arrancó a toda velocidad; estaba oscuro; tenía las ventanas cubiertas y no se veía nada. Pero solo duró unos minutos. Lo primero que vimos fue una gran puerta, y encima un letrero muy iluminado: Arbeit macht frei, el trabajo libera. Al bajar, nos hicieron entrar en una gran sala, totalmente vacía.
¡Qué sed teníamos! Y había un grifo, encima un cartel: Prohibido beber agua. Yo probé, pero tuve que escupir. ¡Qué sed teníamos! El infierno tiene que ser así: tener cuatro días sin tomar agua y hay un grifo que gotea y no se puede beber. Mantenerse de pie a pesar del cansancio y esperar, esperar que suceda algo terrible y no sucede nada y sigue sin suceder nada. ¡Qué sed teníamos! Se abrió la puerta y entró un oficial de la SS. Nos mira, luego pregunta. ¿Alguien habla alemán? Uno de los nuestros se adelanta. El SS habla, el intérprete traduce. Tenemos que ponernos en filas de cinco, separados dos metros uno de otro, lo hicimos; tenemos que desnudarnos y poner las cosas de lana por un lado y todo lo demás por otro, lo hicimos. Tenemos que quitarnos los zapatos y ponerlos cerca de la puerta, lo hicimos. Luego llegó otro SS con una escoba y barrió los zapatos fuera de la puerta. Al abrirse la puerta entró un viento helado. El viento volteó y cerró la puerta; el SS vuelve a abrirla y se queda mirando cómo nos contorsionamos para protegernos del frío los unos tras de los otros; luego se va y la cierra. Inmediatamente entran unos tipos con navajas de afeitar y máquinas rasuradoras. En un momento nos encontramos pelados y rapados. Se abrió otra puerta y desnudos como lombrices, nos encontramos en una sala de duchas. Al estar solos nos ponemos a hablar.
Si estamos desnudos en una sala de duchas quiere decir que van a ducharnos. Si vamos a ducharnos es porque no nos van a matar todavía.
De repente sonó una campana. Al sonar la campana, comenzó a caer agua, hirviendo, de las duchas, cinco minutos de beatitud; pero inmediatamente, empapados y humeantes como estamos, unos tipos nos echan a gritos y patadas a la sala contigua, que está helada; aquí, otros que también gritan, nos echan encima no sé qué andrajos y nos tiran a las manos unos zapatos de suela de madera; y nos echan al frío de la mañana y tenemos que correr descalzos sobre la nieve helada hasta otra barraca, a un centenar de metros. Aquí nos podemos vestir. Al terminar, nos quedamos cada uno en su rincón. No hay donde mirarse, pero tenemos delante nuestra imagen reflejada en cien rostros lívidos, en cien peleles miserables y sórdidos.