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Nuestro amigo común: «La vergüenza»

A propósito del centenario del nacimiento de Ingmar Bergman

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Mientras en Francia se hacía cada vez más polémico el cine con Godard, en Alemania occidental aparecían los inicios de una nueva vanguardia, y el cine italiano brillaba incandescente, Suecia se aseguraba también un lugar en la historia del cine con la obra de Ingmar Bergman en los años sesenta.

A partir de Persona, Bergman comienza una etapa en su cine en la que la ausencia de Dios continúa siendo un tema importante, pero se ve depurado y precisado en estudios psicológicos profundos sobre la soledad, la infancia y la identidad. La hondura intelectual de las películas de esta etapa solo es comparable con las de otro escandinavo, el también teológico Carl Dreyer, pero con el bagaje teatral y religioso de un hombre criado en el luteranismo, asiduo lector de filosofía y dramaturgia.

Andrei Tarkovsky comenta que le agrada el cine sueco pues es específico de su geografía, sus tradiciones, su nacionalidad, en el sentido de que sus preocupaciones son el mundo interno de los personajes, con una manera particular de vivir y exponer el retraimiento de su sociedad. Bergman, amigo de Tarkovsky, encontraba el trabajo del ruso igual de fascinante y hermoso. Si bien ambos realizadores abordan el misterio de Dios, en el ruso hay un creyente sereno, contemplativo (a pesar de sus tendencias marxistas), mientras que en el sueco están la creencia y la duda. Este cuestionamiento como asunto se encuentra en lugares cercanos como el cine danés contemporáneo, el cual plantea conflictos al protestantismo nacional problematizando la fe y la atribución de milagros.

Una pareja se enfrenta a la llegada de la guerra a su puerta en La vergüenza (1968, Ingmar Bergman). La frustración, la ansiedad y el miedo calan hondo en la relación y los obliga a ver todo con desconfianza. La guerra transforma a los personajes alrededor del matrimonio, quienes poco a poco van revelándose amenazantes, y quiebran aún más la poca humanidad que quedaba en los protagonistas. Los planos largos, la cámara estática, la condición insular del espacio, van añadiendo a la atmósfera de claustrofobia. La guerra es inevitable.

“Para hacer una película de guerra es preciso representar la violencia cometida tanto hacia los grupos como hacia los individuos (…) cuando hice La vergüenza sentí el intenso deseo de exponer la violencia de la guerra sin restricciones”, escribe Bergman.

La superviviencia es allí lo más importante, y todos los personajes empiezan a tomar decisiones que procuran su evolución psicológica, pues al verse frente a la situación límite, la crueldad y el odio terminan por socavar cualquier hecho de bondad. “Es sobre la infiltración gradual del miedo”, señaló el director (en Imágenes, Tusquets).

En principio los personajes no se ven afectados directamente por la guerra. Mientras el resto permanece en batalla, ellos solo reciben noticias sobre el conflicto. Pero la realidad aparecería pronto dura y cruel en sus narices, y Bergman transfiere sus temores acerca de cómo sería su proceder en una situación similar, si sobreviviese al horror que trascurre. Una gran fábula de cómo la guerra llega hasta lo más íntimo de todos y cómo el hombre puede o no quebrarse frente a las intrigas y sospechas.

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