Nancy Condee, profesora de Eslavo y Estudios Fílmicos de la Universidad de Pittsburgh, ha revisado las estadísticas del cine ruso que se presenta en festivales nacionales e internacionales y ha dado con una constante: estas películas suelen pertenecer a subgéneros como el de desastres, espacial, bélico, terrorismo y deportes y están, por lo general, basadas en algún acontecimiento histórico que, más veces que no, incluye a los Estados Unidos. Condee las refiere como el cine “obedece o muere”: tramas en las cuales los personajes en colectivo deben apelar a las jerarquías, obediencia y disciplina para poder evitar ser derrotados o aniquilados por una fuerza villana, y que no puede evitar, dice, vincular con la ideología.
El equipo de básquetbol soviético del año 1972 se enfrenta al invicto equipo norteamericano en los Juegos Olímpicos de Múnich en el drama ruso Tres segundos (2017, Anton Megerdichev). Todos tienen un asunto personal expuesto en la trama: el entrenador del equipo, en el que nadie cree, tiene un hijo en silla de ruedas que necesita operarse; un jugador está por casarse y le informan que tiene una enfermedad terminal, otro es georgiano en busca de un coterráneo; uno tiene la rodilla lesionada, otro la vista; mientras que uno más es lituano y lo sigue la KGB para que no deserte. No solo son buenas personas, son ejemplares –al menos para lo que el soviético quiere que se piense sobre sí mismo–, sobre todo el entrenador, quien no duda en gastarse el dinero de la operación de su hijo en el tratamiento del camarada con la enfermedad cardiovascular terminal, para que pueda seguir jugando y conseguir la victoria que tanto ansían. Lo hacen: 51 a 50 vence el equipo comunista al americano tras la doble repetición de los tres últimos segundos de juego.
Megerdichev, una suerte de Michael Bay ruso, filma esta historia de héroes soviéticos con movimientos de cámara veloces y dinámicos, transiciones temporales rápidas y cámara lenta similar a la que se usa para fines científicos, toda detalles, toda espectáculo. Caricaturizados a más no poder, los villanos de esta historia se encuentran, como en el comunismo, en todas partes: puede ser desde alguno de los miembros del equipo (quien temen que deserte) hasta el más malo de todos los malvados: el entrenador del equipo norteamericano, interpretado por el estadounidense John Savage en una mueca eastwoodiana permanente, rudo y cruel. (De hecho, muy parecido al personaje de Michael Shannon en La forma del agua (2017), como para dejar muy claro al fin que la izquierda estadounidense concuerda con sus adversarios en la caricatura del hombre blanco heterosexual, que tienen un enemigo común, en fin, que son tan reaccionarios como la Rusia de Putin, a la que aman y odian y temen y desean, al mismo tiempo, como una jovencita que se enamora del chico malo).
Es hilarante: los comentaristas norteamericanos no saben pronunciar los apellidos de los jugadores rusos, los jugadores norteamericanos son bullies altaneros y agresivos, y su fanaticada lo es aún más, con los rostros pintados con la bandera estadounidense, le gritan “comunista” al equipo contrario, entre otros improperios. El personaje de Savage ordena que de manera deliberada se le haga daño físico al equipo soviético, y este aguanta como campeón, pone la otra mejilla, hasta que ya no da más y decide jugar rudo como sus compañeros de Occidente. Tan sacrificado es el equipo de la URSS que, en una secuencia, el jugador que no ve bien pierde un lente de contacto (conseguido clandestinamente por el entrenador en un viaje a los EEUU), y aún así, a ciegas, logra hacer el tiro a canasta. La medicina que necesitan para continuar no existe en su Unión Soviética, y aunque los americanos se la den, al final juegan sin ella, pura voluntad patriótica, puro corazón soviético. El sacrificio por la vida personal jamás está por encima del colectivo, de modo que es solo al ganar algo de dinero con el triunfo, y solo entonces, cuando ceden el pago para que el hijo del entrenador pueda operarse. El aparato de vigilancia está muy presente, completamente normalizado e incluso tomado en broma.
Tres segundos es la cinta por la cual el legendario ministro de Cultura ruso, Vladimir Medinsky, aplazó la llegada a la cartelera nacional de Padddington 2 (2017, Paul King). Hay cintas rusas que pueden tratar de competir en marquesina como el equipo de básquet del 72, pero esta no lo hizo. Se apeló a la manito que mece el Kremlin para “darle cancha” y que no tuviese que vérselas con el osito bonachón de sombrero rojo. Y es que, cómo podía ser, si la cinta de Megerdichev está producida por Tres T Producciones, casa dirigida y fundada por el cineasta Nikita Mihalkov, un no tan nuevo miembro del afortunado círculo del presidente Putin. El otro gestor de la productora, Leonid Vereshchagin, formó parte de la reunión en 2013 para implementar un código de ética a la industria fílmica rusa, una iniciativa del cabecilla del Kremlin. “A la manera del código Hays”, ha dicho Putin –y, qué ganas las de los rusos de hacer las cosas como la América dorada, la de Reagan, la conservadora–. También es la cinta que debía estrenarse en ese momento, puesto que Rusia se encontraba en un momento bochornoso dado el escándalo de dopaje en los Juegos de Invierno.