El cine turco empieza a encontrar reconocimiento internacional a partir de 1950. Antes la cantidad y calidad de las películas era muy escasa, y la censura rígida y frecuente. Después de la Segunda Guerra Mundial Turquía se convirtió en uno de los mayores productores del mundo hasta 1970. Con la crisis y la llegada de la televisión a los hogares de Estambul y otras ciudades del país con mucha población, el auge del cine turco descendió a casi una cuarta parte del que gozaba en los sesenta. La cantidad de películas y salas también disminuyó. Finalizando el siglo las caídas se revirtieron, aumentaron de nuevo los números de salas, producciones y ganancias de taquilla, así como la atención internacional de esta cinematografía en festivales. Ayuda el que muchas de las distribuidoras de estas películas laureadas sean norteamericanas, como la Warner Brothers. El director Nuri Bilge Ceylan, nacido en Estambul, ha sido uno de los directores más aclamados y apoyados por la industria estadounidense y europea. Sus cintas Tres monos (2008), Lejano (2002) y Érase una vez en Anatolia (2011) han ganado muchos premios de prestigio. Su estilo, calmo y analítico, observador, casi voyeurista, deviene cine autoral intelectual, exposiciones de comportamientos humanos vistos desde aquel que los ha reflexionado, rumiado por un largo tiempo. Describe un sentido de vida sin que parezca se está contando algo. No es casualidad que su cine favorito sea el de Tarkovsky, Ozu o Bresson. Tampoco el que utilice referencias como los cuentos de Chéjov para la escritura de sus guiones.
Muchos cineastas intentan sin éxito hacer que sus personajes lleven una conversación profunda y filosófica sin acercarse a lo literario y al teatro. Otros, como Ingmar Bergman, Andréi Tarkovsky o Carl Dyer, discuten sobre el alma humana y la idea de Dios como parte verosímil y funcional de las necesidades del guion. Ceylan es otro que lo logra. Pues ver personajes discutir asuntos de densidades semejantes en pantalla, por lo general, lejos de interesar al espectador, lo alejan. Las abstracciones de las que se habla deben complementar aquellas que se hacen imagen, de otra manera se perturba lo cinematográfico, pues se estaría dejando pasar a la palabra antes que a la imagen.
En Sueño de invierno (Ceylan, 2014) el protagonista discute de religión y teatro con su hermana y otros personajes, en conversaciones que suceden en un solo ambiente en interiores: un despacho de estudio. Es evidente que Aydin es un intelectual de prestigio convencido de que tiene lecciones que darle a quienes lo rodean. Y la palabra (es actor de teatro) es su herramienta. Sin embargo, lo que sucede entre las palabras parece ser mucho más importante. Como si la serie de acontecimientos banales y anecdóticos, sin su profundidad reflexiva, fuesen a sobrepasarlo. La ausencia de satisfacción consigo mismo tuerce el espíritu intelectual y artístico de Aydin hacia el odio y la soberbia. Primero la conjunción de imágenes, y después las palabras que ocupan buena parte de la trama, son lo que le da estructura y discurso a Sueño de invierno. Ceylan logra la complejidad del personaje de Aydin a la perfección: un día sentimos empatía por él, otro su severidad y soberbia nos alejan. Sueño de invierno es pausada, contemplativa, intrigante, brillante, dolorosa y hermosa. Y los diálogos no son sentencias trascendentales: Ceylan sabe que ese tipo de palabras no son las que hacen falta en el cine.