La señora Emilia ha vivido buena parte de su vida bajo el régimen de Nicolás. Con flashbacks a su juventud en el Partido vemos su labor en la vieja fábrica de acero, su amistad con los camaradas, y el día muy especial en el que el presidente visitaría su lugar de trabajo obrero, y le correspondería a ella saludarle y darle la mano obrera. Ah, juventud, divino tesoro comunista.
Y es que ha caído la Unión Soviética. En su colorido pueblo rumano ya no mandan los señores Ceaucescu, y a Emilia solo le quedan sus recuerdos. Y su carnet del Partido: todos en el pueblo lo quemaron menos ella, quien lo escondió detrás de un ícono porque pensó que podrían volver algún día los comunistas a su tierra. Y, ¿qué excusa les daría entonces?
El drama rumano ¡Soy un vejestorio comunista! (2013, Stere Gulea) cuenta la historia de esta señora nostálgica (Luminita Gheorghiu) y su relación con su hija Alice (Ana Ularu), quien viene de visita desde los Estados Unidos, oh calamidad, con su prometido estadounidense, a conocerles. Su marido Tucu pasará buen tiempo con su joven yerno bebiendo una y otra vez, mientras que Emilia conversará sobre el futuro de los tres –Alice está embarazada– y sus preocupaciones. A la par, a Emilia la han cazado unos chicos de casting de una película ambientada en la época roja, y decide participar en ella, entre orgullosa y extrañada pues los realizadores parecen enfocar la cinta desde la comedia. La visita y el rodaje van bien, hasta que Alice le confiesa a su madre un problema financiero, con el que ahora sus padres tendrán que bregar para ayudarla.
Gulea quiso sin duda hacer ver a Emilia como una mujer absorta en otro tiempo, otras maneras, otras actitudes y compromisos más apremiantes y más generosos que los que llevan sucediendo en su pueblo en 2010, año en el cual se desarrolla la historia. Basada en la novela homónima de Dan Lungu (https://www.viceversa-mag.com/soy-un-vejestorio-comunista/), Emilia es el personaje central que se mantiene bajo la misma conducta relajada y alcahueta de su juventud comunista, que sabe que todo ha cambiado pero ella no, que permanece en una suerte de pausa a la espera de que un nuevo régimen vuelva a tocarla para regresar a la vida, en una niebla espesa de recuerdos que vive más y mejor que el propio presente, y sin que le afecte en lo más mínimo si el Partido al que con fervor perteneció y el régimen que aplaudió y procuró haya destrozado la vida de quienes tiene literalmente a su alrededor. Pareciese en su caso tratarse de una ceguera voluntaria liviana, una mezquindad distante, como si no fuese con ella, como si ninguno de los atropellos llevase su aprobación tácita, su consentimiento ignorado.
Al morir, un miembro del Partido en la Unión Soviética le dejó su apartamento, robado por el Estado para él, al Partido. No a su nieto, con quien compartió mucho tiempo y quien le otorgó sus cariños y cuidados en su vejez. No al resto de su familia, no a amigos. Al Partido. Lo cuenta la nobel Svetlana Aleksiévich en El fin del homo soviéticus (Acantilado): pero este es un energúmeno, no como Emilia, la indolente. Aunque algo tienen en común. Ambos han sido poseídos sin remedio por esa enfermedad criminal que los une en complicidad para la destrucción.