Creería que no es descabellado pensar que en la sala repleta que proyecta la nueva película del venezolano Carlos Oteyza hubo algún votante de Chávez, como la mujer que aparece más adelante en la cinta y que, subida a su camioneta –una de esas que se convirtiese en símbolo de la clase media alta– toca la corneta y exclama el nombre del dictador celebrando el triunfo sobre esos corruptos de AD y Copei, sobre los ladrones de siempre, y la llegada de un verdadero justiciero, alguien que acabaría con la corrupción –es decir, con el hombre, pero es evidente que la alegre mujer no lo quiere ver– y que les cantaría las cosas como son a los demás, como podría presumirse lo hiciese ella con la compañera de trabajo, o el panadero, o algún otro desubicado que desafortunadamente se haya cruzado en su camino. Dejando al individuo de lado, puesto que todo salvo la mujer, la exclamación y la camioneta es especulación, es cierto que, sobre todo la clase media venezolana, como la alemana de entreguerras, fue la que llevó al poder a un dictador. Con una diferencia nada desdeñable. Al parecer la alemana tiene vergüenza, y se ha arrepentido.
Oteyza dirige el documental El pueblo soy yo (2018) producido por el también historiador e intelectual mexicano Enrique Krauze, y que podría ir de la mano con su nuevo libro que lleva el mismo nombre. La baja de este título es Venezuela en populismo, localizando de esta manera la cinta en la Desgracia del siglo XXI y circunscribiendo a los expertos que aparecen en planos medios y primeros sobre fondo blanco, neutral, a aquellos interesados en el fenómeno populista nacional. Enrique Krauze, Ricardo Villasmil, Carlos Raúl Hernández, Luis Pedro España, Alberto Barrera, Loris Zanatta, Fernando Mires, Alejandro Moreno Olmedo, Ana Teresa Torres, Inés Quintero, Rocío San Miguel, Marianela Balbi, Carlos Correa, Luis Izquiel, acompañan imágenes de archivo, datos escritos sobre fondo negro, titulares de prensa y los rostros de los miles de venezolanos que celebran al dictador, lo llevan en franelas, boinas, pancartas, muñecos; bailan, aplauden –y aplauden todo el tiempo, y ríen con oscuridad, sin rastro de alegría– y que son los mismos que instantes más adelante en el montaje aparecen haciendo cola, tirados en el suelo inmundo de un hospital, comiendo de la basura o en la frontera con Colombia, huyendo.
Estructurado de manera temática, el documental muestra las características del concepto populista en siete partes: “La irrupción populista”, “El líder carismático”, “Castrismo y militarización”, “La ruptura institucional”, “La polarización”, “La verdad única” y El Estado y la propiedad”. Salta a voluntad en el tiempo, es hábil, claro, didáctico, como lo han sido los trabajos anteriores de Oteyza. Su exposición internacional lo requiere. Se puede ver cobrar vida al fenómeno populista –que no comunista, no se menciona el término– desplegado y sustentado por las declaraciones de Chávez y sus acciones con precisión, en un par de horas. “Yo no soy el diablo”, dice Chávez en una entrevista en 1998, durante el segmento “La irrupción populista”, provocando las reacciones correspondientes de los espectadores.
Además de las palabras siempre brillantes del padre Alejandro Moreno –“las relaciones para el venezolano son más importantes que la individualidad”–, son quizás las que más me interesen aquellas que comentan el segmento El castrismo y la militarización: titulares de prensa y material de archivo muestran a Chávez en Cuba recibido con honores de jefe de Estado por Fidel Castro en el año 1994. Recién excarcelado y cuatro años antes de anunciarse candidato a la presidencia. Allí da un discurso donde expresa su intención de acercarse al camino cubano. “Venezuela firmó un acuerdo de comercio con Cuba”, dice Rocío San Miguel, “¿y qué exporta Cuba? Revolución. Y vigilancia”. “Es que nos pusieron una trampa”, comenta alguien a la salida del cine, deliberada y miopemente pasando por encima el dato histórico que acaba de ver minutos atrás. A nadie han engañado. A nadie. A ver si alguien con coraje lo admite.
Y por qué no está más presente la voz del pueblo en la cinta, por qué escuchamos a los expertos y al “líder carismático” sin pasar por lo que dice el hombre de a pie, valdría preguntarse, puesto que son responsables, cómplices, culpables de este episodio macabro de nuestra historia. “Ruina, hambre y miseria. Eso es lo que estamos viviendo aquí en Venezuela”, declara un hombre que hace cola en la calle al inicio, pero poco más dicen. Otros lloran, frustrados, enfurecidos, impotentes. Está allí ese pueblo, como apoyo testimonial, como evidencia de la fuerza que hace posible el populismo, mas no como protagonista: este lugar está reservado para el líder y sus maneras, como un objeto de estudio. Las reacciones de los espectadores en la sala, entendiendo, pensando por primera vez varias de las declaraciones del dictador –“llegará el día en que cada hombre y cada mujer tendrá un fusil”, y “seremos los enterradores del Pacto de Puntofijo”, entre muchas otras–, y la risa, aún la risa, de ver al hombre en cadena nacional montando bicicleta o barriendo, no dejan voluntad en pie.
El director ha dicho que es su película más triste. Y ver que no se ha entendido nada tras el enorme trabajo y talento detrás de la cinta y su claridad indiscutible, que la misma generación de teflón que salió de ver CAP II intentos (2016) diciendo que había que proyectársela a los jóvenes ni se inmute, ni se vea, ni se cuestione sus decisiones y actos frente a este nuestro fenómeno totalitario, es de nuevo caer en oídos sordos. “¿Qué responsabilidad tengo yo? ¿aplaudí? ¿callé cuando no tenía que callar? Nos debería quedar un aprendizaje”, dice España. El ochenta por ciento de los que huyen a pie de Venezuela se considera chavista. El resto, los que se han ido o se han quedado, son socialistas, socialdemócratas o como quieran llamar a su facción de la izquierda, aunque ahora lo nieguen y se llamen liberales. Los verdaderos liberales son los menos, y han sido apartados de la vida cultural del país desde hace muchos años. ¿Aprendizaje? Ninguno. Vale estar de acuerdo con el director: sí, es todo muy triste.
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