Por NARCISA GARCÍA
El thriller policial en los noventa aumenta su popularidad a través de una serie de películas que por lo general se apuntan bajo muchas de las reglas del cine de terror. El policial pertenece al noir y el suspenso añadido tiende un puente hacia el terror. Nos encontramos ante cintas cuya estructura dual presenta en el protagónico a uno o un par de policías frente al villano, generalmente un asesino en serie cuya pericia, intelectualidad y sangre fría lo convierten en un enemigo muy difícil de vencer. Tan imbatibles son que se les suele capturar y aun así salen airosos de los conflictos: este crimen no paga. Resultan unos villanos interesantísimos, refinados, calmos, cultos, educados, amables, cuya monstruosidad resalta al ponerla en contraste con estas cualidades. En Se7en (David Fincher, 1995), la cual representa a la perfección esta fusión de géneros, el villano asesina a quienes considera encarnan cada uno de los pecados capitales. Es perseguido por un par de detectives, uno veterano y uno novato, y se sale con la suya. El mal impune en el cine es reflejo entonces de una sociedad que ve aparecer asesinos calculadores, cada vez con más frecuencia, cada vez con explicaciones más banales en respuesta al por qué de sus crímenes. Desde el asesinato de JFK, John Lennon, el escándalo de las matanzas lideradas por Charles Manson, y los homicidios de Son of Sam, el público norteamericano se ha visto fascinado por este tipo de personajes. Así veremos aparecer en años siguientes series para la televisión como La ley y el orden o Crime Scene Investigation, donde los policías, abogados y jueces en el primero y los policías y criminalistas en el segundo se enfrentan a este tipo de malhechores.
Como dice Roger Ebert, es muy fácil construir una película morbosa y perturbadora cuando se tiene de villano a un caníbal. El doctor (psiquiatra) Hannibal Lecter, interpretado por Hopkins en tal vez su papel más importante, es un hombre de gustos exquisitos, inteligentísimo, caballeroso y simpático. Un hombre fascinante del cual cualquier mujer quisiera rodearse, salvo que se trata de un asesino en serie, un caníbal. El acierto en El silencio de los inocentes (Jonathan Demme, 1990) es haber hecho del doctor Lecter una figura siniestra pero encantadora, ingeniosa, deleitante, y no un asesino burdo y obvio; y a la vez haber hecho una figura que le pudiese hacer el contrapeso correspondiente: Clarice será inexperta (pues se está entrenando en el transcurso de la película) pero es perseverante, lista y sobre todo, temeraria. El coraje de esta mujer diminuta moviéndose en un mundo masculino (FBI, entrenamientos casi militares, jefes y colegas hombres, el objeto de su investigación es otro hombre) se deja ver sobre todo en escenas como aquella en la que tiene que pedirle a los oficiales que se retiren para que ella y sus compañeros puedan hacer su trabajo con una de las víctimas de Buffalo Bill, o en aquella en la que insiste en conseguir una entrevista más con el doctor Lecter enfrentándose al personaje interpretado por Anthony Heald. Soportar además las humillaciones de los presos contiguos a Lecter, y enfrentar a solas a Buffalo Bill la hacen una heroína por la que el espectador teme, ya que se conecta con su capacidad de sobreponerse a sus miedos (para lo cual obtiene mucha ayuda de Lecter). Los lugares son simbólicos: Clarice desciende tanto para ver a Lecter como para perseguir a Buffalo Bill. Demme crea así un triángulo de personajes de los cuales nos identificamos con dos, y avanzamos en contra del tercero. Al público le gusta Lecter, dice Ebert, porque Clarice le gusta y quiere ayudarla. Y nosotros también.