Por JESÚS SUÁREZ FRANCO
Quien tuvo la oportunidad de acercarse a las páginas de “Festival de la novela larga”, uno de los textos de No Leer (2010), debió sorprenderse ante el énfasis con el que Alejandro Zambra negó su predilección por las narraciones breves: “Nada que ver. A mí me gustan más las novelas largas, esas que reservamos para la primera gripe del año, esas que nos obligan a inventar la primera gripe del año para quedarnos en casa leyendo”. En los hechos, no obstante, Poeta chileno viene a ser la primera incursión de Zambra en la prosa narrativa extensa luego de haber publicado un puñado de novelas cortas que le granjearon su desmentida reputación como cultor de una poética de la brevedad. En la segunda década de este siglo fueron apareciendo libros de un cariz distinto (relatos, crónicas, ensayos, textos misceláneos) que cimentaron su prestigio como escritor, aunque no consiguieron disociarlo del estilo fijado con nitidez desde Bonsái (2006), el libro que marcó su despedida (¿provisional?) como poeta chileno.
Si el minimalismo literario es menos un asunto de dimensiones que de perspectivas, esta novela de 2020 podría contribuir como pocas a confirmarlo. La visión intimista y el abordaje de lo cotidiano siguen primando en este universo ficcional que cuando ha virado hacia lo político —como en la novela Formas de volver a casa (2011)— ha optado por el relato intrahistórico en lugar de la épica o del realismo crítico tan abundante en la narrativa hispanoamericana.
El título de la novela —escueto, directo, calificativo— podría tener el efecto de convidar o ahuyentar a sus hipotéticos lectores. Empecemos por lo segundo: a estas alturas del siglo XXI hay cierto hartazgo por las ficciones de tema literario. Algo muy comprensible si aceptamos que en nuestra selva de cemento (Curet Alonso dixit) los escritores no son los únicos ni los más interesantes ejemplares de toda la fauna. Por fortuna, la literatura no es el único y quizás tampoco sea el tema más interesante del libro. Poeta chileno versa de manera especial sobre un asunto que ya ocupaba un espacio significativo en La vida privada de los árboles (2007): el ser padrastro (lo correcto sería hablar de padrastría, pero la palabra es aún más fea que padrastro). La compleja y conmovedora relación entre Gonzalo (el padrastro) y Vicente (el hijo de Carla, pareja de Gonzalo) es el eje de la primera parte de la novela. Las veleidades poéticas de Gonzalo no impiden que en este segmento de la trama prevalezca la vida ordinaria sobre el tema literario.
Ahora bien, si pensamos en qué aspecto nos convida el título, parece inevitable la remisión a una de las tradiciones más vigorosas de la poesía en nuestra lengua, cuya notoriedad devino en símbolo identitario: “Ser un poeta chileno es como ser un chef peruano o un futbolista brasileño o una modelo venezolana”, nos dice en una de las frases más provocativas de la novela. Dos premios Nobel —Mistral y Neruda—, y otras figuras rutilantes como Vicente Huidobro, Pablo de Rohka, Nicanor Parra, Gonzalo Rojas, Enrique Lihn, Raúl Zurita y Roberto Bolaño justifican su relevancia; pero lo que resulta ideal para su recreación ficticia es la intensa conflictividad de ese microcosmos, auténtico campo minado donde no hay cabida para espíritus pusilánimes.
La segunda parte de la novela explora ese mundillo apoyándose en otro hilo de la trama: la relación sentimental entre un jovencísimo aspirante a poeta (Vicente, el hijo de Carla) y una periodista norteamericana (Pru) que casi le dobla la edad. El célebre dictum de E.M. Forster sobre las dos únicas tramas posibles en toda obra de ficción (alguien se va de viaje o un extraño llega a la ciudad) se cumple en Poeta chileno con pasmosa exactitud.
Lectores avezados aciertan al apreciar esta obra como el reverso de Los detectives salvajes. Los poetas de Roberto Bolaño son militantes fervorosos, fundadores de otra vanguardia (el realismo visceral) y encarnan un espíritu gregario del que carecen por completo los ensimismados poetas que protagonizan la novela de Zambra. Por otro lado, tampoco hay en ésta la errancia aventurera de una road novel transnacional. Más aún: si integramos los rasgos contextuales, simbólicos y lingüísticos que la caracterizan, podría decirse que estamos en presencia de la novela más “chilena” del escritor santiaguino.
Pero estas dos grandes novelas sobre poetas comparten un vínculo más hondo y de linaje cervantino: el ejercicio de la crítica desde el interior de un texto ficticio. La estrategia resulta provechosa para quien se propone el cuestionamiento, la desacralización o aun la polémica. Así, cuando el novelista nos muestra a un detestable académico afirmando que Nicanor Parra desde hace años “no escribe más que chistecitos”, hay una pluralidad semántica en el comentario que la preceptiva o los mecanismos tradicionales del discurso crítico no serían capaces de provocar.
Hace un siglo la poesía era, sin discusión, el género más audaz y prestigioso de las letras hispanoamericanas. En esa sociedad letrada de las primeras décadas del siglo XX algunos poetas tuvieron difusión masiva y se convirtieron —como fue el caso de Neruda— en auténticas celebridades. No deja de ser curioso que, en nuestros días, cuando la narrativa se ha impuesto como la forma de escritura literaria predominante, la poesía y los poetas han servido como un filón de gran riqueza para la creación de ficciones.
Y sin embargo, en este siglo XXI aún no nos queda muy claro qué es la poesía, para qué sirve y por qué siguen apareciendo esas aves raras del cuerpo social a las que llamamos poetas. Tal vez al narrar esas vidas (como lo hace Zambra en Poeta chileno), entenderemos un poco mejor a quienes han dedicado la suya al vano intento de decirnos, mediante su lenguaje único, aquello que no se puede expresar.
*Poeta chileno. Alejandro Zambra. Editorial Anagrama. España, 2020.