
Judith N. Shklar (1928-1992) nació en Riga, Letonia, en el seno de una familia judía. Tras huir con sus padres en 1939, se establece en Canadá y, desde 1950, en Estados Unidos, donde desarrolla su excepcional carrera como teórica de la política en la Universidad de Harvard. Rebecca West (1892-1983), inglesa, fue periodista y escritora. De su relación con H.G. Wells nació su único hijo, Anthony West. El significado de la traición es uno de sus libros primordiales
Por NELSON RIVERA
I.
Como la maleza, la traición acecha o crece en todas partes: en el ajetreado devenir de las relaciones humanas y en las turbulencias de la política. Manifiesta o latente, siempre está. Nada ni nadie escapa a ella. Traicionamos o nos traicionan.
**
Escribe Judith N. Shklar: “Si tuviésemos que pensar solo en las infidelidades en el matrimonio y en la política, nos sentiríamos abrumados por su número y variedad, y sin embargo, son solo una parte de la gama completa de las posibles traiciones”.
**
El que la traición sea previsible —escenario que merodea a las personas y a las agrupaciones, especialmente aquellas unidas por lazos simbólicos—, no alivia sus efectos: las víctimas la padecen de forma aguda. Se afligen, se cargan de rabia e impotencia. Al desconcierto le sigue, a menudo, un período de aflicción. Al dolor agudo que experimentamos como irremediable en nuestros corazones, se corresponde el amargo malestar que circula cuando un colectivo político o social, o los ciudadanos de un país se sienten traicionados.
**
El sentimiento de traición es ágil, invasivo, contagioso: no deja aire ni a la indiferencia ni a la tolerancia. Ante el traidor, las víctimas se compactan y estrechan sus lealtades. Quien sugiera comprensión o alguna forma de benevolencia hacia el pérfido se desliza, a pesar de la posible legitimidad de su argumento, hacia el campo de la sospecha: ¿acaso la duda sobre su culpabilidad no esconderá alguna simpatía por el traidor o por el contenido de la traición?
**
Sin embargo, estos que he anotado hasta aquí guardan una dificultad: son enunciados generales y simples. Bajo la categoría de traición son innumerables las formas en que se manifiesta. Si le aplicaran las siete categorías taxonómicas (reino, filo, clase, orden, familia, género y especie) que rige la comprensión de la naturaleza, es muy probable que también resulte insuficiente, por su intrínseca complejidad o por lo que Shklar llama su ambigüedad. Así, condenar u otorgar el perdón a la traición no puede ser ni obvio ni inmediato.
**
Shklar añade: los actos de traición alcanzan formas menores: “Esto, creo yo, debería incluir el faltar a una cita que significa mucho para la otra persona, desatender a aquellos que dependen de nuestros cuidados y hablar maliciosamente de nuestros amigos. De lo contrario, podríamos olvidar cuán común es este vicio y cuánto dolor causa a diario”.
**
La deserción: he aquí una de las más hirientes modalidades de la traición. La huida, la desafección, la desbandada, nos enfrenta a la más honda angustia de la infancia: el terror al abandono. “Este primer terror es sumamente profundo, duradero y significativo para toda nuestra vida. Cada vez que nuestros amigos nos abandonan, esa inquietud insaciable brota en nosotros y, aunque solo sea momentáneamente, volvemos a ser niños. El abandono representa para cada antiguo niño lo mismo que los lazos de parentesco representan para las sociedades, tanto en el culto a los antepasados de la antigua Roma como en los modernos estados Nación”.
**
De su decisiva importancia, habla el estatuto que la traición tiene en las legislaciones. Solo dos ejemplos: en la de Estados Unidos es el único delito mencionado en su Constitución. En la Ley de Orden Público de Gran Bretaña se le califica como el delito más grave que se puede cometer contra el Estado.
**
No solo ofende al Estado, también a Dios cuando ha sido precedida de un juramento: “Hay en la traición un elemento de impiedad que, por tradición, la hace particularmente odiosa. En la ceremonia del matrimonio o de aceptación de un cargo público, suele realizarse un juramento; se contrae el compromiso de obedecer a Dios. Por lo tanto, también se traiciona a Dios cuando se abandona a los amigos y a los compatriotas”.
**
Pero hasta la mirada más superficial al fenómeno de la traición no puede evadir la existencia de factores o fuerzas psicológicas, sociales, políticas, históricas, económicas o ideológicas que la alimentan, la estimulan y justifican. La coacción excesiva, por ejemplo, puede incitar a las víctimas a la traición, como mecanismo para evadir el yugo. La competencia extrema también resulta un factor incitador. La traición es práctica corriente en ciertas corporaciones u organizaciones políticas.
**
Están los que traicionan por cobardía o debilidad, y que no tardan en odiarse a sí mismos: Shklar nos recuerda, en su revisión, a Lord Jim, la novela que Joseph Conrad le dedicó a esta cuestión.
**
Cayo Mario Coroliano, el protagonista de la tragedia de Shakespeare, es distinto al Jim de Conrad: traiciona a los romanos, su pueblo, por fidelidad a sí mismo. Actúa bajo el dictado de su ideología. Y es sincero. “El traidor público es una amenaza para la existencia misma de su sociedad, y lo es no solo porque la abandona para unirse al enemigo, sino también porque niega su realidad, su definición misma como lugar del que es originario. Sea cual sea su carácter personal, lo cierto es que Coroliano, en público, es un monstruo aterrador, dada su disociación. Pero genera en nosotros respuestas contradictorias, porque dista de ser vil, deshonesto o cobarde. No es un hombre traicionero”.
**
El miedo político —engranaje esencial de las sociedades totalitarias— se constituye en el más extendido impulsor de la traición. El estalinismo, el nazismo y el comunismo chino establecieron regímenes que hicieron de la traición —en forma de delación o de falsificación de supuestos delitos— la única manera de salvar la vida. La Rumania de Ceaucescu y la Alemania Oriental de la STASI impusieron, por encima del tejido social, omnipotentes redes de delación que alcanzaban cada resquicio, al punto de constituirse en sociedades minadas por el miedo, atrapadas por el silencio y la desconfianza que penetraba y resquebrajaba la convivencia hasta en los hogares.
**
“De todas las circunstancias atenuantes, la presión de la fuerza militar es la más irresistible. El miedo a la persecución nos vuelve a todos potencialmente traicioneros. ¿Quién puede condenar al ciudadano soviético que cierra su puerta y su corazón a un disidente que alguna vez fue su amigo? Son los fariseos, mucho más que los cobardes, los que resultan injustos”.
**
Sin embargo, entre las muchas otras variantes que cabría listar, hay una que no puede dejar de mencionarse: el traidor puro, que define a quien traiciona para ejercer el poder en contra de quienes ha traicionado. El que da la espalda a su colectivo para, una vez conquistado el poder, someterlos, aplastarlos.

REBECA WEST (1892-1983), IBIZA EDITIONS
II.
La mañana del 17 de septiembre de 1945, Rebecca West —periodista, narradora y ensayista inglesa— está en una sala de Old Bailey (llamado así por la calle londinense en la que se encuentra, es la sede del Tribunal Central Penal de Inglaterra y Gales). Está allí para contar lo que suceda a los lectores de The New Yorker. Su compromiso consistía en escribir sobre los juicios a dos traidores: William Joyce y John Amery. Concluidos estos, continuó asistiendo a los siguientes procesos, hasta 1963. El significado de la traición reúne los extensos y reveladores reportajes escritos durante aquellos años de postguerra.
**
Casi todos los que se agolpan en la sala conocen la voz de Joyce. Cuando entra en la sala, rodeado de custodios, el hombre adquiere corporeidad. Es un hombre menudo, los brazos cortos y anchos, el cuello largo. Una cicatriz muy marcada, desde la oreja hasta la comisura de los labios, la cruza el lado derecho de su rostro. Viste como un dandi (“era como una versión fea de Scott Fitzgerald, solo que más nervioso”). Se detiene, hace una reverencia ante el juez y se dirige a su asiento.
**
Su caso constituye una novedad técnica: traición radiofónica. Desde Alemania, con voz potente, quejumbrosa, persuasiva y firme, en plena guerra, se dirigía al pueblo inglés en lengua inglesa, como una dicción inequívocamente inglesa. “Nunca ha existido voz más perfecta para un demagogo”.
**
Les habla para convencerles de que la guerra con los nazis es inútil, que lo razonable es el sometimiento de Inglaterra a Alemania, que de continuar en la guerra los sufrimientos de las familias inglesas serían indecibles.
**
Llegado el momento, el secretario del tribunal se levanta, le habla a Joyce y lee los tres cargos en su contra por delitos de traición. Los tres cargos se describen del mismo modo, “se adhirió traidoramente a la causa de los enemigos (…) por el procedimiento de difundir propaganda”. Lo que varía en los tres cargos, son las fechas en que Joyce habría cometido sus actos de traición. En el ambiente se sentía el dictado: se le declararía culpable y condenado a muerte.
**
Con su prosa elegante, cargada de reveladores matices —hay que destacar la armoniosa sonoridad de la traducción firmada por Pantaleimón Zarín—, West reconstruye la vida de Joyce, que había iniciado su militancia en el fascismo en 1923: no duda de su culpabilidad, pero quiere responder a los enigmas del posible trasfondo biográfico, ideológico, emocional del acusado: qué hay en el alma de un hombre que, al estallar la guerra, huye de Inglaterra con un pasaporte inglés, y a los días reaparece en el espectro radioeléctrico con sus proclamas anti inglesas.
**
No describiré aquí las posiciones legales por las que Joyce fue exonerado de dos de las acusaciones. Ni por qué uno de los tres cargos avanzó y, luego de apelaciones y subsiguientes decisiones tribunalicias, el que había recibido el apodo de Lord Haw-Haw, preso en la cárcel de Wandsworth, fue conducido a la horca el 3 de enero de 1946.
**
Desde la perspectiva estrictamente legal, Joyce era un ciudadano estadounidense. Pero había vivido y actuado como un inglés, solicitó un pasaporte de esa nación, con lo que adquirió unas responsabilidades que, más adelante, le valdrían la pena de muerte.
**
“No existe duda alguna de que William Joyce debía esa clase de lealtad —se refiere West, a la lealtad causada por el beneficio de haber sido protegido por el Estado inglés—. Había gozado de la protección de las leyes de Inglaterra durante 30 años, antes de marcharse a Alemania. Los abogados defensores, al demostrar que no debía la clase de lealtad natural que emana del hecho de ser británico de nacimiento, se encontraron con la necesidad de demostrar más allá de toda duda que tampoco debía esa otra lealtad adquirida. Sin embargo, ahí estaban las dos frases condenatorias de su declaración: “Por lo general se nos consideraba súbditos británicos durante nuestra estancia en Irlanda y en Inglaterra. Siempre se nos trató como británicos durante el tiempo de mi estancia en Inglaterra, tanto si lo éramos como si no”. Así pues, aun siendo extranjero, William Joyce le debía lealtad a la Corona y era susceptible de cometer traición contra ella”.
**
West lo examina con su sensibilidad de escritora: Joyce disfrutaba de las complicaciones de su caso y de los argumentos expuestos, incluso de aquellos que lo acercaban a la horca. En él estaba viva la personalidad mesiánica, un sentido del humor que era un potente imán para sus seguidores, un coraje ante la muerte inminente que, por encima de su tosca fisonomía, lo envolvía en la dignidad del hombre que muere por su fe.
**
Su muerte previsible tenía la condición de lo innecesario: era víctima de un brutalismo ideológico, de una cultura militarista, y de una vida de dificultades y fracasos, pero también de una crónica impostura, una especie de marca familiar, que consistía en mentir sobre su nacionalidad.
**
Joyce era un estadounidense que había pasado su vida de adulto fingiendo que era un ciudadano británico. Había ejercido en la política inglesa: había participado en ataques callejeros a comunistas y había sido candidato fascista a una concejalía por Shoreditch —barrio del municipio londinense de Hackney— en las elecciones de 1937, donde obtuvo 2.564 votos. Su verdadera nacionalidad no era sino un trámite coyuntural que había quedado enterrado en el pasado. No había en su vida una realidad estadounidense.
**
Y así llegó un día en que el juez leyó: “William Joyce, la sentencia que dicta este tribunal lo condena a ser conducido desde aquí a la cárcel de Su Majestad, y de ésta al lugar de ejecución, y a ser colgado allí por el cuello hasta morir, y que su cuerpo sea después enterrado dentro del recinto de la cárcel en la que haya estado confinado antes de su ejecución. Y que el Señor se apiade de su alma”.
*Los vicios ordinarios. Judith N. Shklar. Traducción: Roberto Ramos Fontecoba. Editorial Página Indómita, España, 2022.
*El significado de la traición. Rebeca West. Epílogo: Juan Benet. Traducción: Pantaleimón Zarín. Editorial Reino de la Redonda, España, 2011.
Noticias Relacionadas
El periodismo independiente necesita del apoyo de sus lectores para continuar y garantizar que las noticias incómodas que no quieren que leas, sigan estando a tu alcance. ¡Hoy, con tu apoyo, seguiremos trabajando arduamente por un periodismo libre de censuras!
Apoya a El Nacional