Papel Literario

Notas para una historia de la linotipia en Venezuela. 1917-1977

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Por GERARDO VIVAS PINEDA

A Alejandro Alfonzo López, periodista, testigo y tutor

Fernando González, engendrado por el obrero canario Manuel González y su esposa Carmen García, nace en la Caracas atemorizada de 1917. Ignora, como es natural en personitas recién desprendidas del vientre materno, la posibilidad de un azar predeterminado. Pero ese año todavía incierto abre la puerta a coincidencias que deciden la posteridad del género humano. La criatura recién parida recibe un guion donde la sangre y el plomo intercambian papeles a discreción. Aquel año visionario y funesto acaecen horrores estrepitosos y milagros inesperados. A 9.000 kilómetros de distancia en el Petrogrado zarista se encona la dictadura protagonizada por un nuevo actor político de nombre excéntrico: bolchevismo. A juicio de sus iracundas mentalidades ha llegado el tiempo de modificar la estructura imperial instaurada siglos atrás por un Iván sobrenombrado El Terrible. El engaño más mortífero de la historia inicia su andadura de terror para embaucar trabajadores y empobrecer mayoritarias clases medias. Un inédito Leninismo apellida la revolución en marcha, pone al día paredones invernales, reproduce campos de concentración congelados, reparte hambrunas para el pueblo llano y asesina a sus propios dirigentes inconformes.

Como si el espanto del nuevo pensamiento único no fuera suficiente —desde 1848 se disfraza de fantasma internacional y trasciende el Rin por el oeste y el Oder por el este—, una primera guerra de resonancia mundial transcurre en la Europa de vecinos mutuamente insoportables. Inesperadamente el mismo Viejo Continente donde proliferan las atrocidades presencia un hecho milagroso que obliga a creer o descreer sin términos medios. En el Portugal gobernado por un creciente republicanismo masónico tres pastorcitos pobres dicen haber visto una Señora luminosa en apariciones avisadas, reiteradas y compartidas por setenta mil espectadores deslumbrados: el sol encabritado, prueba de la revelación, no les quema los ojos al mirarlo. El astro rey danza y simula caer, pero no cumple su ultimátum. Periodistas ateos atestiguan el portento y lo muestran en las primeras planas de sus rotativos estupefactos. Es el prodigio ofrecido en Cova da Iría por la Mujer encandilante pero visible para que crean los descreídos. Junto al milagro mariano se juntan en la despiadada esfera noticiosa novedades insólitas y urgentes que transmitir. A tono con la profunda religiosidad de los lugareños, la Dama sacrosanta encomienda a los niños expectantes avisar al Papa y a todos los obispos del planeta el deber de consagrar la Rusia soviética a su corazón maternal carente de manchas y borrones; de lo contrario el comunismo propagará sus errores por el mundo, y próximas y más crueles hostilidades arrojarán brasas espantosas desde el cielo. Como ratificando la sabiduría de la historia desatendida, más de un siglo luego de las visiones repentinas consta sobradamente el horror de esa basura genocida. Muy a pesar del encargo sagrado, la timidez de los papas no obedece el designio inmaculado. Desde entonces se padece la propagación del disparate ideológico y humano, injertado en una sinuosa isla caribeña por un antiguo colegial cristiano reconvertido en pandillero que lo exporta en derredor.

Pólvora en palabras.

Si volvemos a la Caracas de 1917, mientras Carmen García arrulla al Fernando recién nacido en la parroquia San José (1), su esposo Manuel González difunde las noticias impetuosas sacudiendo la faz de la Tierra, de las que no escapa la Venezuela palúdica y sometida. La dictadura andina le impide usar sus dedos para apretar gatillos, detonar pistolas y disparar plomo en proyectiles de variado calibre. Pero a González no le hace falta recurrir a la pólvora. Sus dedos aprietan un teclado en vez de un disparador. El plomo disponible no ocupa casquillos sino lingotes con estaño y antimonio añadidos que se funden en líneas moldeadas por matrices luego del tecleo apresurado. González no porta su arma en una cartuchera pegada al cinto; no puede, pesa más de dos toneladas. Es un novedoso artefacto para disparar no balas sino ideas, imprimiéndolas en papel periódico. Se trata del linotipo. El aparato, provisto de teclado en colores, crisol y émbolos, mecaniza la composición de textos mediante la fundición a 280 grados centígrados del plomo dispuesto en su vientre de hierro. Artilugio complejo pero eficaz, agiliza la antigua manipulación de tipos móviles individuales de la tipografía tradicional inventada hace cuatro siglos y medio por un afanoso orfebre alemán de Maguncia. El libro impreso, producto de la invención genial, ha transfigurado la comunicación expandiendo bibliotecas y entendimientos. Linotipista de profesión, Manuel González hereda la misión resultante: trabaja en la Imprenta Americana donde editan El Fonógrafo, tabloide de ocho páginas que apoya la causa aliada en la guerra intercontinental. El mandamás bigotudo, simpatizante del bando alemán, no soporta la afrenta; cierra el diario y la imprenta, apresa a sus dueños y ahoga la libertad de prensa. González, cauteloso, se cubre de precaución y regresa a la añeja tipografía manual donde la lentitud de las composiciones con tipos móviles, letra por letra y dedo por dedo, no da tiempo para enfrascarse en telégrafos ni teletipos por donde aterrizan las informaciones de la matazón europea. Algún día se agotará la pólvora o se aniquilarán los combatientes, si los tipógrafos no despachan los restos de la escasa paciencia que resguardan en las prensas.

Las noticias adoptan un aroma irresistible, pero al atento González no le queda más remedio que permanecer en la caja de tipos y esperar el desarrollo de los acontecimientos. Aguarda el crecimiento de su hijo Fernando para sentarlo a tipear el teclado de la libertad linotípica cuando las circunstancias lo dispongan, sin olvidar recientes trompadas al periodismo incipiente, también ejercido en la Venezuela profunda por El Impulso de Barquisimeto y Panorama en Maracaibo, entre otros. Un Gómez absoluto y rotundo, como su cárcel preferida, clausura el diario El Pregonero, pionero en el uso de la linotipia. El gobierno destruye sus linotipos y talleres, y apresa sus directivos en esa Rotunda de rigor. No hay opción distinta al jalamecatismo oficial. Ese mismo año de 1917 González y sus colegas linotipistas, para no desaparecer entre grillos y amenazas mientras su esposa envuelve en pañales al Fernando inocente, escogen el disimulo estratégico: bajan su perfil público y abundan en frases laudatorias para el mandón. A la chita callando fundan la Asociación de Linotipistas de Venezuela, ALV, entidad precursora del movimiento sindical nacional independiente. Quince años después, en noviembre de 1932, mientras la enfermedad y la paranoia corroen al autócrata, el nuevo sindicato gráfico publica el primer número de su órgano informativo El Linotipista Venezolano, tabloide en octavo cuyo editorial expone las señas de identidad de la agrupación y dosifica alabanzas al déspota, “Bajo la égida alentadora del actual gobierno de la República que preside con todo acierto el Benemérito señor General J. V. Gómez, siempre protector decidido de la clase obrera, con la benevolencia de la prensa en cuyos talleres militamos”. La estrategia surte efecto. Sus inquietos operarios esquivan la represión y esperan la oportunidad de los atrevimientos para quitarse la máscara de la limpidez políticamente inactiva, como si no hubieran matado una sola mosca en sus talleres.

Transcurre un año más y la ley de la vida asesta un golpe inesperado al Fernando ya adolescente, por los momentos estudiante de bachillerato en el liceo Andrés Bello: el viejo Manuel muere tecleando un linotipo. Lo asfixia, junto con otros compañeros, el saturnismo, envenenamiento de la sangre provocado por el uso prolongado del plomo en el maquinón con teclas. El penoso hecho obliga al joven a abandonar los estudios y lo inserta de aprendiz en la antigua Tipografía Mercantil para contribuir al sustento familiar. Comienza el ascenso vertiginoso del muchacho en el área gráfica. En sólo dos años pasa de cajista tipográfico en la esquina de Veroes a corrector de pruebas en el El Nuevo Diario, aprendiz de linotipista en la prestigiosa Tipografía Vargas y linotipista de planta en el diario La Religión. En el plano nacional el país recibe alborozado la huida del caudillo a la ultratumba y continúa la marcha entre sobresaltos y tropiezos. Cincuenta años más tarde Fernando González continúa redactando párrafos repletos de gritos patrios y asociativos en su linotipo del diario El Nacional, cuya nómina lo acoge por dos décadas. Comparte un sindicato que forma novelistas, historiadores, ministros, intelectuales y dirigentes nacionales, sin bajar la cabeza ante todo tipo de gobiernos y tendencias, incluida una nueva dictadura uniformada a mediados de siglo y un enemigo postrero que los decapita con sólo 60 años de existencia gremial: la automatización de las imprentas es la inesperada guadaña sobre el teclado y el plomo cultural del linotipo.

De rey linotipo muerto a rey automático puesto

Una comprimida cronología resume la preponderante actuación del gremio linógrafo en la vida venezolana, cuyos operarios elevan su jerarquía a un olimpo ilustrado. El año 1938 un tribunal del trabajo, ante la solicitud de los trabajadores del ramo, declara que “el oficio del linotipista confiere al operario que lo realiza la calidad de empleado, en razón de que su labor, consistente en el manejo de la linotipia o máquina que compone y funde mecánicamente los caracteres tipográficos por líneas de texto, exige el predominio del esfuerzo intelectual sobre el físico” (2). Este triunfo de los interesados no persigue un objetivo meramente jurídico, pues con el nuevo estatus lograrán superiores salarios. Siete años más tarde, cuando los linotipistas detentan legalmente una condición laboral sembrada de erudición, fuerzas militares irredentas y parcialidades socialdemócratas inconformes derriban el gobierno de Isaías Medina Angarita. Los linotipistas, echando mano a una inusual ingenuidad —no fueron los únicos; según Ramón J. Velázquez casi todo el país pecó de candidez— (3), respaldan de inmediato a la Junta Revolucionaria (4). A continuación el sindicato y Fernando González como secretario del trabajo promulgan sus estatutos con 46 artículos, largamente retrasados en su concepción y discusión por la inestabilidad política que los rodea. El literal “b” del primer artículo adopta como objetivo fundamental “mantener un deseo común y constante de superación profesional y sindical”. Una modestia no lejana les impide estipular explícitamente la meta de progreso intelectual, a pesar de que todo linotipista, en su propia práctica y esencia, es un pensador fraguado en la incesante lectura y tecleo característicos del oficio. De hecho el mismo Fernando González, ejerciendo una diáfana adultez profesional, escribe regularmente en El Linotipista Venezolano artículos cuyos títulos y sustancia muestran su inquietud temática y conceptual mientras ocupa cuatro cargos en cinco juntas directivas diferentes entre 1942 y 1970, intercambiando la vicepresidencia y la función de mecánico linotipista. En 1974 publica Nacionalismo, huevos fritos y unidad de clase, atrevido texto para denunciar a militares retirados “que en el pasado fueron los únicos responsables de la entrega de territorio nacional… A esos, cualquiera de nuestros militares del siglo pasado —activísimos en su tiempo— [sic] le hubiera aplicado el Decreto de Guerra a Muerte”. No hay pelos en la lengua del González trabajador, incapaces de silenciar la pasión por el gentilicio nacional de otro caso excepcional que enaltece la condición intelectualmente avanzada de los asalariados linógrafos.

Como si el acopio de tanta cultura les hubiera exigido a sus agremiados el ascenso a instancias mucho más elevadas, Casto Fulgencio López, linotipista de la primera generación, muere en 1962 pocos días antes de ocupar su sillón como miembro de número de la Academia Venezolana de la Lengua. Desde 1932 había publicado en Venezuela y en España destacadas obras sobre Gutenberg, el tirano Aguirre, Juan Bautista Picornell y Gual y España, historia de su nativa La Guaira, la isla de Margarita, el Archivo de Indias, y, por supuesto, sobre el inventor del linotipo, el neo-Gutenberg alemán Ottmar Mergenthaler. Por otra parte, durante el año 1948 la ALV logra un contrato colectivo con la Editorial Tamanaco, cuya cláusula 13 especifica que si a un agremiado se le despide por causas distintas a las estipuladas en la Ley del Trabajo debe pagársele doble prestación “por todo lo que pudiere corresponderle para la fecha del despido”, o sea, todas las prestaciones por duplicado (5). El alcance adelanta varios decenios las reivindicaciones que la incipiente e inestable democracia ofrecerá a los trabajadores de todos los sectores durante la expansión del ingreso petrolero en los años 70. Lejos de significar un consentimiento permanente con sus miembros, estos logros sindicales exigen un riguroso cumplimiento de su normativa vigente: en 1950 la ALV expulsa a 11 miembros que trabajaron domingo y lunes de carnaval, contraviniendo las disposiciones establecidas por la Junta Directiva. A pesar del inapelable ejercicio de la autoridad sobre los agremiados desobedientes, la sentencia final sobre el destino del sindicato gráfico eclosiona desde adentro. Un autómata electrónico derriba con sus pantallas negras de caracteres verdes los teclados del linotipo en extinción, sustituyendo la obsolescencia venenosa del plomo por la celeridad inevitable de la computación. En adelante los trabajadores del grafismo ya no manipularán líneas acrisoladas ni se quemarán manos, brazos y pulmones con plomo derretido. La ALV se extingue en 1977 como gremio y esparce sus agremiados sobrevivientes entre otros sectores de la industria gráfica.

Comprimiendo trayectorias, auges y caídas

Si ocurriese la compilación historiográfica de la huella linotipista en la Venezuela de sustos y esperanzas el responsable se vería en la obligación de elaborar un índice de contenidos extraordinarios en esa obra inaplazable, algunos de cuyos incisos podrían anticiparse: linotipistas subsidiando huelgas de compañeros maltratados; analistas vislumbrando la intimidación de la fotocomposición contra el linotipo —“Por delante hay un pulpo de automatismo”, dice un articulista propio—; desagravios por reducción de personal en diarios de circulación masiva; presidencia de federaciones sindicales por trabajadores del gremio y membresía en delegaciones venezolanas a eventos internacionales; ministerios del poder ejecutivo ocupados por linotipistas descollantes; combate improrrogable contra los efectos del saturnismo mortal; asesinato de colegas durante golpes de Estado rechazados en bloque por la ALV; pliegos conflictivos en discusiones de contratos colectivos; lucha contra la Ley Mordaza de 1965; vehementes condenas a la violencia política —el atentado de 1960 contra Rómulo Betancourt merece este fragmento del editorial mensual: “El crimen de Los Próceres es el colmo de la desesperación de quienes ven su causa perdida”—; grados universitarios de colegas estudiosos; triple remuneración obtenida por la ALV para sus operarios que trabajan en días feriados; en fin, una acumulación de contiendas y conquistas dignas de un colectivo destinado al liderazgo laboral y cultural.

El colofón de ese reconocimiento nacional obtenido por la ALV lo escenifica la Avenencia Obrero Patronal acordada en abril de 1958, a sólo tres meses de fenecida la dictadura perezjimenista. La foto del evento en la página editorial de El Linotipista Venezolano y en la prensa nacional reproduce el momento en que el linotipista Gustavo Lares Ruiz, al frente de la representación laboral, firma el acta correspondiente rodeado por el contralmirante Wolfgang Larrazábal, los empresarios Eugenio Mendoza Goiticoa y Blas Lamberti, miembros de la Junta de Gobierno, además de Ángel Cervini, presidente de la Federación de Cámaras. Parece posible, y lo es, el concierto nacional. El mismo número del tabloide publica el Credo del Linotipista, con el cual finalizamos este apretujado recuento; constituye un colorido mural ideológico del linotipista criollo: “Creo en mi arte, vehículo de las grandes ideas, en su poderosa fuerza moral, que a los cerebros conduce la savia de la razón, de la justicia y del derecho. Creo en su beneficio de abreviar distancias, transmitiendo en su forma gráfica el pensamiento humano. Creo en la unión de mis compañeros, porque ella es el eslabón de acero que nos estrecha en una sagrada comunión; porque es el clarín de nuestras libertades y la base de nuestras aspiraciones. Creo en sus hechos guerreros, porque tienen como arma la palabra y como escudo la razón, y creo en sus prodigios, que conducen a la escuela, a la oficina y a los lares de la educación. Creo en mi arte porque en mi creencia está la hostia de la civilización y el progreso”. La desusada e irreverente ironía del Credo católico asoma la médula identitaria de la corporación, ahora en pleno disfrute de la renovada libertad política y del periodismo que enfrenta balazos en la calle con reportajes y redacciones de muy alto rango. No en balde rememorará un anciano Gabriel García Márquez, que aquel año asiste personalmente a la caída de Pérez Jiménez como reportero de la revista Momento, cómo y por qué los directores de los grandes diarios siempre se acompañaban en su oficina por un linotipista que extraían de los talleres para descifrar ortografías jeroglíficas y pulir estilos enmarañados (6).

Entre guerras mundiales repetidas y por repetir, ideologías amarradas impuestas a naciones descuidadas y apariciones premonitorias a pastorcitos lusitanos, los linotipistas nunca dejaron de teclear noticias y tipear el alma de libros múltiples antes de su desaparición, a pesar de haber satisfecho sobradamente sus propósitos sindicales. El currículum total es de colgar en la pared: entre los años 1936 y 1977 la ALV renueva constantemente su dirigencia al elegir 37 juntas directivas en 41 años, promedio inusitado en el escenario obrero, en las que participan 114 linotipistas diferentes. Durante el mismo período El Linotipista Venezolano publica y comprime 154 artículos sobre variadísimos temas en un tabloide que no excede 4, 8 ó 12 páginas. De veintitrés contratos colectivos firmados por la Asociación entre 1942 y 1976, diez duran sólo un año, obligando a las empresas al incremento constante de las reivindicaciones logradas. Leyendo y escribiendo a diario durante sesenta años de sindicalización, la entrecortada y aguda historia de los linotipistas salpicados de plomo sigue siendo irrepetible y necesaria.

A 105 años de su fundación y 45 de su desaparición, la ALV recuerda las virtudes del esfuerzo laboral donde el colectivo no devoraba a sus propios hijos. Hace más de un siglo comenzaron a tomar el pulso al país, transcribieron sus armonías y paradojas, y notificaron un anuncio celestial desoído por papas, masones y cultores de la progresía. Hoy el error advertido extiende sus tentáculos y enciende la mecha de la guerra final, incorporando el horno nuclear incandescente que pueden echar desde las nubes. El respectivo cargo de consciencia ideológico pertenece a un sujeto alemán; no al inventor de la imprenta, sino al otro, el que carnetizó de rojo el odio en un manifiesto irónicamente impreso y exportado desde el Londres capitalista: tanto ejerce la libertad su propio albedrío que concibe su propia impugnación, sobre todo desde el año 1917, cuando se anunció el estruendo de coincidencias agoreras y nació un corajudo linotipista junto a un sindicato de pensadores que tecleaban.


Referencias

1 Todas las referencias acerca de la linotipia, los linotipistas y el sector gráfico han sido tomadas del periódico El Linotipista Venezolano, Asociación de Linotipistas de Venezuela, Caracas, años 1932, 1939, 1945, 1961, 1965, 1958, 1960, 1972, 1973 y 1974, excepto si se indica otra fuente.

2 Expediente de la Asociación Venezolana de Linotipistas, Ministerio del Trabajo, 1° de febrero de 1939.

3 Ramón J. Velázquez, “Aspectos de la evolución política de Venezuela en el último medio siglo”, en Venezuela Moderna: medio siglo de historia, 1926-1976, Fundación Eugenio Mendoza, Caracas, 1976, pp. 72-73.

4 Diarios El Nacional y El Universal, lunes 22 de octubre de 1945.

5 John Simmons, “Tendencias Actuales de la Contratación Colectiva en Venezuela”, Ministerio del Trabajo, Departamento de Economía Laboral, Caracas, septiembre-octubre de 1977, pág. 37.

6 Gabriel García Márquez, “El mejor oficio del mundo”, Chasqui: Revista latinoamericana de Comunicación, N° 98, junio 2007, pp. 26-31, pág. 28.