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No importa donde se nace, el compromiso es con la patria donde se vive

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Por WILLIAM RODRÍGUEZ CAMPOS

Tal expresión, especie de amarga sentencia, brotó, en un momento álgido del país venezolano, de labios de Alejandro Moreno Olmedo. Triste, hastiado y contrariado por el asedio al que eran sometidos los inmigrantes en el país, muchos de los cuales –entre ellos él– llegaron a estas tierras a construir material y espiritualmente a Venezuela. Los españoles, en específico, llegaron pioneros a estos lares en tiempos del Imperio Español a propulsar el registro cultural, el desarrollo científico y el crecimiento espiritual, y no dejaron de hacerlo no obstante las sucesivas expulsiones del Territorio venezolano y americano que inauguró Carlos III en 1767. De inmediato se mezclaron sangre, costumbres y fe. En efecto, el mestizaje producido entre nosotros, más allá de cualquier leyenda, exigió contacto, práctica vital y ajustes. El nunca bien estudiado americanismo es una realidad fundada sobre la base del aprecio positivo de la gente y de su tierra; del descubrimiento del sentido de sus vidas y de la conversión humana (y amorosa) del inmigrante de todo tiempo a unas tierras nuevas y una patria por producir. Ni América, ni Venezuela, ni Patria eran realidades, pero comenzó a construirse con traslados de las instituciones civiles, políticas y religiosas hispanas, y adaptación de éstas a las formas de gobierno nónama o sedentario halladas entre nosotros. Ni fácil ni rápido resultó el camino, pero la persistencia paterna del español logró frutos espléndidos.

Con eso en su cultura y práctica vital, aún sin saberlo al inicio, se sembró Alejandro Moreno entre nosotros, en esta tierra y en este pueblo. Y así –como él mismo lo narra en El Aro y la Trama (1993)– comenzó su despedazamiento y su conversión a Venezuela. Su Venezuela era amplia –el país– y “hogareña”: el pueblo y su barrio petareño. Con ellos se comprometió y donó su vida, su sangre, su infinita inteligencia productiva. La clave de su vida como científico social y de su trabajo sacerdotal fue su compromiso indestructible e irrevocable con el pueblo venezolano. Ese compromiso cambió su humanidad racional y lo hizo popularmente humano. Luego de luchar con fiereza por defender su origen, se rindió, dejando la armadura española para nutrirse de sangre materna. Fue –la metáfora es suya– iniciado en nuestro mundo y bautizado en nuestras aguas vitales. Quemó las barcas sin añorar sus turbios vapores. ¿Y qué encontró en nuestra vida popular Alejandro Moreno? Muchas prácticas, pero sobre todo familia. Y como familia fue ingresado a nuestro mundo. Alejandro no perdió su mundo originario; lo puso de lado y optó radicalmente por el nuestro. Así inició un iter tronante de producción y propuesta. Como maestro brillante, profesor universitario sin par y psicólogo sabio, produjo país, pensamiento e investigación. Creó el Centro Salesiano de Psicología y el Centro de Investigaciones populares (CIP) con investigadores de las Ciencias sociales diseminados por todo el país. Mantuvo presencia directa, o por vía de sus discípulos, en las más importantes universidades del país; cooperó de manera intensa y extensa en el mantenimiento y renovación de la vida religiosa en Venezuela; asesoró a las instituciones de Estado en diversos programas y ministerios, así como a instituciones privadas de investigación y acción social; luchó con todas sus fuerzas por la vida de la gente de su barrio produciendo espacios de encuentro (el centro juvenil, la capilla, el dispensario, la escuela) y crecimiento. En ese barrio nunca resultó –asunto sorprendente– un elemento externo, sino un conviviente. Allí pasó las dulces y las amargas sin relajar su decisión.  La fuerza de su compromiso, la generosidad de su actuar y su inconmensurable energía existencial, lo condujo a superar a su maestro (José Luis Vethencourt) y a nutrir intensamente a sus discípulos. “Colegas” nos llamó a quienes, en el fondo, fuimos sus hijos. Todo compromiso, todo entrega, su máximo acto final de donación, ha sido dejar serenamente su obra y su legado a quienes asoció a su labor, formó y amó hasta la sangre. Espero –como Alexander Campos– que no perdamos su legado por la sencilla razón de que en él está la clave para rehacer el país desde dentro. Venezuela ha perdido a un gran venezolano; pero ha ganado –como lo expresó Ramón J. Velázquez– una íntegra comprensión del país; un modelo de investigación y una ruta para salir de la oscuridad nacional.

Él ha sido un maestro que ha enseñado de todo, pero, sobre todo, humanidad, compromiso y lucha por el país. Nos ha enseñado que no se puede nacer en un país sin comprometerse con él, sin luchar por él, sin desarrollarlo. Quienes actúan así no son venezolanos de verdad. Esos falsos venezolanos pululan hoy y lo contaminan todo. Pero no es la enfermedad el patrón de medida,  sino la salud. Alejandro se marchó roto por la enfermedad física y por ese mal social que tanto lo atormentó, pero nos confirmó en la esperanza humana y cristiana de un renacer nacional. Contamos con las reservas de bondad inmensas del pueblo venezolano.

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