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Niños de Las Brisas: “el asombro social”

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Por CAMILA PULGAR MACHADO

Los niños de Las Brisas (2022), película dirigida por Marianela Maldonado y producida por Luisa De La Ville, documenta la relación de Venezuela con la música clásica de orquesta, que como algunos no saben es una de las grandezas culturales del país. El país cuenta con una historia musical en la que la orquesta, como modelo de realización artística, ha gozado de una brillante existencia. Antes de José Antonio Abreu, la batuta era ejecutada por el maestro Vicente Emilio Sojo y esta alcanzaba una labor pedagógica de muchos que fue entrañable en la conformación de los campos musicales de Venezuela a través de sus excelentes conservatorios públicos.

En fin, esta película documenta la vida de tres niños que pertenecen a El Sistema de Orquestas Infantiles, pero no desde Caracas. La película se mueve a un barrio de escasos recursos en las adyacencias de Valencia (estado Carabobo), llamado Las Brisas. Por lo tanto, este punto de información con el que comienzan mis palabras en torno a la historia de la orquesta de música clásica que enseña a niños y jóvenes, no tendría por qué ser relevante.

Pero a mí me resulta inquietante la razón del éxito de El Sistema, más acá, quizás, del presupuesto económico con que ha contado. Me quedó turbada al ver a tres niños humildes que comienzan sus vidas tocando el violín y la viola, y en Las Brisas, gracias a esta estructura educativa. Y descubren verdades que solo la música les iba a dar. Para acentuar mi “asombro social” (Armando Silva, 2013), esto se prolonga en medio de los años de la violenta crisis del país (2016-2018) –del terrorismo de Estado que sufre el venezolano en su peor momento. Entonces, al ver los terribles golpes de un empobrecimiento abisal que nos succionó como el extraterrestre metastásico de la película de horror, y nos reventó a todos en la cara, y a ellos, Dissandra, Wuilly y Edixon, en los oídos, en los sueños de volar hacia un futuro artístico y devoto de la audiencia receptora, al ver eso, me estremece la existencia de estas orquestas, la tenacidad con que fueron establecidas en el país.

Los niños de Las Brisas es una película cuya realidad desciende a los cimientos de la historia patria, para narrar el drama de tres almas que evolucionan hacia la tragedia. Y es una evolución en el sentido de una película que aborda el asunto de la formación educativa del púber al joven adulto. La primera historia, la más interesante para mí, desde el punto de vista del crecimiento intelectual, es la del famoso violinista de las protestas: Wuilly. Este músico de las barricadas proviene de una familia evangélica que se confinó en una iglesia rural. Pasó años allí.

No obstante, en ese recinto, que el mismo violinista considera represivo, del que logra escapar a través de su ingreso en la escuela de música, allí mismo, aprende a valorar su voz, practica el diálogo consigo mismo. Sí, esta película se construye en los motivos de más de una contradicción de esas que un famoso teórico llamó ironías del destino. Así que Wuilly a pesar de estar en una celda evangélica, pero por eso mismo, logra hablar desde la primera persona sin intermediarios que lo coarten. Su voluntad, su yo, forma parte del credo. Aunque él ha roto las amarras teológicas, y se ha desplazado hacia la necesidad de estar solo para sentirse ser. De los tres jóvenes músico es quien tiene un discurso intelectual autónomo que confiesa su búsqueda incluso independiente de las orquestas, y ya liberado de la iglesia y la familia. “¡Dejas a Dios siempre de último!”, le reclama su madre. Mientras Wuilly se confiesa con un familiar cuando ambos pintan un muro de madera: “Yo no me voy a casar… Quiero estar solo”.

Sin embargo, a pesar de ser el que llega más lejos de estos tres miembros de El Sistema, e ingresa en la Orquesta Juvenil de Caracas, es quien confronta de manera protagónica los 100 y tantos días de protesta en el año 2017 y sufre en carne viva el asesinato de Armando Cañizales. Wuilly se convierte en la imagen viral que con un violín sin cuerdas articula su música frente a tanques que constriñen a una sociedad desesperada. El violinista grita a los militares serviles del régimen: “¡Venezuela!”. Un grito que quiebra a la película y logra salirse de esta hacia una audiencia que no ha estado en el país, una audiencia extranjera, que atónita rompe en llanto. Milagros del cine. Finalmente, es un niño que no alcanza los 20 años. Wuilly será torturado, no solo por el hambre, se ha hecho un músico de las barricadas que toca en las calles de Caracas. Es apresado y expulsado del país. Y da alivio verlo irse, se va con inteligencia.

También Dissandra emigra desalentada por las dificultades de haber perdido todo poder adquisitivo. No puede comprar una tableta de acetaminofén, pero porque no hay en las farmacias. Su madre trabaja vendiendo lotería en un espacio diminuto sin ventanas. Piensa que la música será para su hija el futuro que ella no obtuvo. Y aunque la crueldad de la historia tire a Dissandra al desbarrancadero de emigrar para no hallar sino un deterioro de sus condiciones existenciales en el Perú, de todas formas, es con la música que esta joven se bandea pasando raqueta en calles xenófobas de un éxodo que parece derrame de crudo entre las aguas de varios territorios vecinos.

 

En cambio, Edixon ingresa en el ejército. Cosa que no cuesta entender. Los niños de Las Brisas es un lente que comprende compasivamente la situación de los tres protagonistas y algo básico de la realidad del país que no maquilla, ni distorsiona. Los hechos se suceden uno a otro como los hemos visto, y algunos vivido. Pero no se cierran las puertas del país. Aunque la inocencia de esta juventud queda comprometida y mancillada, se transforma en una energía de posibilidad, de re-nacer que se percibe en la misma trayectoria de Wuilly, y también al ver a Edixon regresar a Las Brisas para abrir una panadería con la que alimentará o sigue abrigando a sus dos madres.

El maestro Abreu fallece, y si bien su muerte acontece el mismo día que Dissandra emigra al Perú montada por fin en un autobús, no se escamotea el hecho. Una voz en off da cuentas: “… el maestro ha muerto”. Se le llora. El filme evita echar al albañal a El Sistema. A pesar de que sí palpamos fehacientemente sus limitaciones. El Sistema no pudo salvaguardar a sus integrantes y en gran medida se hunde en la catástrofe de un Estado elefantiásico que pulverizó sus proyectos de “puntos de vistas ciudadanos” (Silva).

Si hay algo que Los niños de Las Brisas logra captar y construir con maestría son los “imaginarios sociales” en tornos a estas orquestas vitales ancladas en barrios como Las Brisas y ciudades como Valencia. Y esto a pesar de que Edixon visita su escuela de música que parece vacía, deshabitada, profundamente golpeada por el régimen ensordecedor entre artillería militar y correctivos atroces contra la cultura del país. Pero la melancolía de Edixon tiene música, tiene vida anímica, y palabras si no de aliento, sí de un joven que, entre otros, entre las orquestas, y su ética inherente o armonía social, adquirió un instrumento y una experiencia de auténtica formación ciudadana y estética al unísono. Armando Silva nos da la pauta de este evento en su libro Imaginarios, el asombro social: “Hay entonces producción de imaginarios allí donde una función estética se hace dominante, pero no como arte sino dentro del proceso de las interacciones sociales, que como hecho afectivo se desarrolla de modo comunitario y, entonces, a manera de red de afectos”.

Por lo mismo creo que esta película perdurará en la memoria histórica del país. Es un testimonio que archiva y documenta la condición humana de nuestras orquestas. Aun cuando el siniestro haya partido en pedazos a sus protagonistas, y también a El Sistema, cómo no percibir que la música es el elemento que, en momentos súbitos tal vez, de tránsito fugaz, les reconcilia con la vida. A ellos, además, que tuvieron la inestimable oportunidad de asirse en las orquestas: experiencia comunitaria, intensamente estética y, además, académica.