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Nazi-socialismo. Primavera de 1933

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Por FRIEDICH A. HAYEK

Por muy incomprensibles que los últimos acontecimientos de Alemania puedan parecerle a todo aquel que haya conocido el país principalmente en los años democráticos de la posguerra, todo intento de comprender plenamente estos hechos los considerará la culminación de tendencias que se remontan a un período muy anterior a la Gran Guerra. Nada es más superficial que considerar que las fuerzas que dominan la Alemania de hoy son reaccionarias —en el sentido de que desean una vuelta al orden social y económico de 1914—. La persecución contra los marxistas, y contra los demócratas en general, tiende a oscurecer el hecho fundamental de que el nacionalsocialismo es un movimiento socialista genuino, cuyas ideas básicas son el fruto final de las tendencias antiliberales que iban ganando terreno rápidamente en Alemania desde la última parte del período bismarckiano, y que llevó a la mayor parte de la intelligentsia alemana primero al «socialismo de cátedra» y más tarde al marxismo en sus formas social-democrática o comunista.

Una de las principales razones de que no se haya aceptado de manera casi general el carácter socialista del nacionalsocialismo es, sin duda, su alianza con grupos nacionalistas que representan a las grandes industrias y a los grandes terratenientes. Pero esto prueba meramente que también estos grupos —como han ido aprendiendo desde entonces para su frustración— se han equivocado, al menos en parte, respecto a la naturaleza del movimiento. Pero sólo parcialmente, porque —y éste es el rasgo más característico de la moderna Alemania— muchos capitalistas han sido influidos ellos mismos fuertemente por las ideas socialistas, y no tienen suficiente fe en el capitalismo como para defenderlo con una conciencia clara. Pero, pese a ello, la clase empresarial alemana ha manifestado una casi increíble cortedad de miras al aliarse con un movimiento de cuyas fuertes tendencias anticapitalistas nunca ha habido la menor duda.

Un observador cuidadoso ha debido ser siempre consciente de que la oposición de los nazis a los partidos políticos socialistas existentes, que se habían ganado la simpatía de los empresarios, se dirigía sólo en pequeña medida contra su política económica. Lo que los nazis objetaban principalmente era su internacionalismo y todos los aspectos de su programa cultural que todavía tenía influencias de las ideas liberales. Pero las acusaciones contra los socialdemócratas y comunistas, que eran las más eficaces en su propaganda, estaban dirigidas no tanto contra sus programas como contra sus supuestas prácticas —su corrupción y nepotismo, e incluso su presunta alianza con «el capitalismo judío internacional del oro»—.

Y habría sido poco probable que los nacionalistas avanzasen objeciones fundamentales contra la política económica de otros partidos socialistas cuando su propio programa oficial difería de éstos sólo en que su socialismo era mucho más basto y menos racional. Los famosos 25 puntos elaborados por Herr Feder, uno de los primeros aliados de Hitler, aceptados repetidamente por éste y reconocidos por los estatutos del Partido nacionalsocialista como base inmutable de todas sus acciones, junto con un extenso comentario, que circularon por toda Alemania en centenares de miles de ejemplares, están llenos de ideas que se parecen a las de los primeros socialistas. Pero la característica dominante es un fiero odio a todo lo capitalista —búsqueda del beneficio individual, empresa a gran escala, bancos, sociedades anónimas, grandes almacenes, «finanzas internacionales y capital para préstamos», el sistema de «esclavitud del interés» en general; la abolición de todo esto se describe como «lo [indescifrable] del programa, alrededor del cual gira todo lo demás»—. Fue a este programa al que las masas del pueblo alemán, que ya estaban completamente bajo la influencia de las ideas colectivistas, respondieron tan entusiásticamente.

Y que este violento ataque contra el capitalismo es genuino —y no un mero elemento de propaganda— se hace evidente tanto por la historia personal de los dirigentes intelectuales del movimiento como por el milieu general del que surge. Y no se puede negar que muchos de los jóvenes fueron de los primeros consejeros económicos de Hitler. Elemento fundamental de sus enseñanzas económicas era el concepto de «esclavitud del interés» y su recomendación de que el interés debe ser abolido. Una vez en el poder, Hitler abandonó el programa de Feder con el fin de atraerse mejor el apoyo de los industriales alemanes. Hoy juegan un papel importante en él que fueron anteriormente comunistas o socialistas. Y para cualquier observador de las tendencias literarias que hicieron que la intelligentsia alemana estuviese dispuesta a unirse a las filas del nuevo partido, debe ser evidente que la característica común de los escritores políticamente influyentes —en muchos casos libres de cualquier afiliación clara a un partido— fue su tendencia antiliberal y anticapitalista. Grupos como los formados alrededor de la revista Die Tat han hecho de la frase «fin del capitalismo» un dogma aceptado por la mayoría de los jóvenes alemanes.

Que el movimiento es más antiliberal que cualquier otra cosa está estrechamente relacionado con otro importante aspecto de aquel —el sentimiento antirracional, místico y romántico, que iba aumentando desde hacía años entre la juventud alemana—. La protesta contra el «intelectualismo liberal» que recientemente han expresado con tanta energía los estudiantes de la Universidad de Berlín no fue una aberración aislada sino una expresión real del sentimiento de las grandes masas populares. Sería una historia demasiado larga buscar todas las diferentes fuentes intelectuales de estas tendencias antirracionales en el arte y la literatura que han convergido —con frecuencia con el asombro y consternación de quienes las originaron— en el movimiento nazi. Pero hay que decir que, de nuevo, la principal influencia que destruyó la creencia en la universalidad y unidad de la razón humana fueron las enseñanzas de Marx respecto al condicionamiento de clase de la naturaleza de nuestro pensamiento, respecto a la diferencia entre la lógica burguesa y lo lógica proletaria, que sólo necesitaba ser aplicada a otros grupos sociales tales como las naciones y las razas, para proporcionar las armas que se usan ahora contra el racionalismo como tal. En qué gran medida esta idea marxiana ha permeado el pensamiento alemán puede verse en el hecho de que, en los últimos años, ha sido promovida, como «sociología del conocimiento», al rango de una nueva rama del saber. Es obvio que, a partir de este relativismo intelectual que niega la existencia de verdades que pueden ser reconocidas independientemente de la raza, nación, o clase, hay sólo un paso hacia la postura que coloca al sentimiento por encima del pensamiento racional.

Que el antiliberalismo y el antirracionalismo están íntimamente ligados entre sí, es algo que se comprende fácilmente, y de hecho es inevitable. Si se justifica el imperio de la fuerza por parte de algún grupo privilegiado, su superioridad ha de ser aceptada, pues no puede demostrarse. Pero lo que no se entiende tan fácilmente —si bien es de inmensa importancia— es el hecho, ilustrado por las realidades de Alemania y Rusia, de que el antiliberalismo, que si se limita al campo económico tiene hoy las simpatías de casi todo el resto del mundo, lleva inevitablemente a un reinado de la coerción, a la intolerancia y a la supresión de la libertad intelectual. La lógica inherente al colectivismo hace imposible encerrarlo en una esfera limitada. Más allá de ciertos límites, la acción colectiva en interés de todos sólo se hace posible si todos pueden ser obligados a aceptar como su interés común lo que quienes están en el poder dicen lo que se debe aceptar. En ese momento, la coerción debe extenderse a las metas e ideas últimas de los individuos y debe intentar situar la Weltanschauung de cada uno en la misma línea de ideas de sus gobernantes.

El carácter colectivista y anti-individualista del Nacionalsocialismo alemán no cambia mucho por el hecho de que no se trate de un socialismo proletario sino de clases medias, y que se inclina, por lo tanto, a favorecer a los pequeños artesanos y tenderos y a establecer un límite algo más alto en cuanto al reconocimiento de la propiedad privada que el del comunismo. En el primer ejemplo, reconocerá probablemente, de forma nominal, la propiedad privada en general. Pero la iniciativa privada puede verse rodeada de restricciones a la competencia de modo que queda poca libertad. Los artesanos, los tenderos y los profesionales, con toda probabilidad, serán organizados en gremios, como los de los oficios medievales, que regularían sus actividades. En el caso de los capitalistas más ricos el control del estado y las restricciones a los ingresos dejarían poco más que el nombre de propiedad, incluso cuando la intención de corregir la acumulación indebida de riqueza en manos de los individuos todavía no se ha llevado a cabo. Incluso en el momento presente los comisarios del Estado han sido contratados por muchas importantes industrias y, si el ala más radical del partido es consecuente, lo mismo ocurrirá probablemente en otros muchos casos. En la actualidad, cuando el partido Nacionalsocialista ha crecido enormemente, y por tanto abarca elementos con puntos de vista muy divergentes, es, pues, difícil decir qué punto de vista predominará. Pero si, como parece cada vez más probable, van a controlar el terreno los puntos de vista sobre economía política más radicales, significará que el pánico ante el comunismo ruso ha empujado al pueblo alemán inconscientemente a algo que difiere del comunismo en poco, salvo en el nombre. Es más que probable que el significado real de la revolución alemana sea que la largamente temida expansión del comunismo en el corazón de Europa ya ha tenido lugar, pero no se reconoce porque las semejanzas fundamentales en métodos e ideas quedan ocultas por las diferencias en fraseología y en los grupos privilegiados. Por el momento, el pueblo alemán ha reaccionado contra el trato recibido de la comunidad de países democráticos y capitalistas abandonando esa comunidad.

De todos modos, nada sería menos justificable que las naciones de Europa occidental mirasen por encima del hombro al pueblo alemán porque ha acabado siendo víctima de lo que, en este país, parece un tipo de barbarie. De lo que hay que darse cuenta es de que esto es sólo el resultado último y necesario de un proceso de desarrollo en el que las demás naciones han estado siguiendo constantemente a Alemania, aunque a considerable distancia. La gradual extensión del campo de actividad del Estado, el aumento de las restricciones del movimiento internacional de hombres y bienes, la simpatía por la planificación económica central y el generalizado jugar con las ideas de dictadura, todo ello va en esa dirección. En Alemania, donde estas cosas habían ido más lejos, estaba en curso una reacción intelectual, que ahora difícilmente podrá sobrevivir. El hecho de que el carácter del presente movimiento sea tan mal interpretado generalmente hace probable que la reacción en otros países acelere, en vez de debilitar, la actuación de estas tendencias que conducen en la dirección en que ahora está yendo Alemania. Hasta ahora, hay pocas perspectivas de que el reverso de estas tendencias intelectuales en otra parte llegue a tiempo para prevenir que otros países sigan también a Alemania en este último paso.


*Tomado de Camino de servidumbre. Textos y documentos. Friedrich A. Hayek. Obras Completas, volumen II. Unión Editorial. España, 2008.

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