Su novela ofrece una prosa educada y madura, inusual en una primera novela. ¿Podría contarnos el proceso de formación de su escritura?
Esta novela lleva años escribiéndose dentro de mí. Hubo dos intentos previos, que ahora veo como ejercicios desbocados, uno de ellos dedicado a Enrique Bernardo Núñez, el cosmopolita más incomprendido de nuestra historia. Creo que la distancia geográfica y anímica me dio lucidez para, al fin, asomarme al profundo malestar que suponía mi relación con lo propio. Todo ese magma desembocó en La hija de la española. Fue como escribir al pie de un volcán, con permiso de Alma Guillermoprieto. En España conseguí pistas biográficas y culturales. Fui a buscar a mis muertos, porque ya no me dejaban dormir. Tenía a mi favor, entonces sí, años y años de escritura –novela, poesía, crónica, dietario, periodismo– y de lectura. Después de pasar por Thomas Mann, Sófocles, Joyce, Proust, Miguel de Cervantes (sus entremeses me reventaron la cabeza), Lope, Quevedo, el XIX español, ruso y francés, y los clásicos centroeuropeos, me sentí fuerte para cruzar el mar de regreso, y lo hice nadando. Al fin dominaba por lo menos a tres de los cuatro caballos que echaban a correr cada vez que me sentaba a escribir. Esta vez fui capaz de tirar de las riendas y usar a mi favor ese pánico que empuja a las palabras a galopar como bestias aterradas. Por una vez, aunque fuese en la ficción, pude ser valiente.
Usted salió de Venezuela hace aproximadamente una década. Ese tiempo y esa distancia no se sienten en su novela. Al contrario, los lugares, las calles, los frutos, la lengua y las costumbres venezolanas aparecen con vibrante actualidad. ¿Cómo ha sido su vínculo con Venezuela a lo largo de estos años y, de forma especial, mientras escribió la novela?
Yo nunca me fui. Llevo ya doce años en España, pero cada olor, color y la evocación de palabras (guayaba, incendio, merequetén, Ocumare, Tapipa, Cumaná, muerto, pepazo, balazo) me llevaban hasta allá. Me atornillaban al lugar del que quise alejarme, acaso porque la frustración de no entenderlo me enloquecía. Cada página de nuestra literatura (Ida Gramcko, Miyó Vestrini, Yolanda Pantin o Elisa Lerner, en mi caso) hacían lo que el hachazo aquel del que habló Kafka: rompían el mar helado que rodeaba el tema venezolano. Tuve que pasar por Coetzee, Doris Lessing, Natalia Ginzburg, Zweig, Philippe Roth o Thomas Bernhard para regresar al punto de partida. Volví a leer a los míos preparada para entenderlos. Después de eso, tenía el corazón listo para rajarlo con un buen bisturí. Al fin parecía capaz de hacer algo con el duelo y la ira. La náusea de la patria salió en forma de texto. Fue un proceso intenso, de encierro y escritura, en el que pegué el oído a Soledad Bravo y su versión de los cantos del pilón o al San Juan Bautista que aparece en esta historia. Hasta que me senté a escribir La hija de la española, era incapaz de hablar del país sin estallar de ira. Ahora, al menos, puedo verme la herida sin rasguñarla.
En la novela asistimos a una especie de doble demolición: la que sufren los personajes y la que afecta al país. ¿Qué clase de experiencia emocional ha supuesto para usted escribir La hija de la española?
Ha sido una purga. El dolor suele ser paralizante, se encona, supura e infecta. Atraviesa fases de ira y produce esa frustración de los melancólicos, eso que te hace pensar que la historia o tu país te deben algo. Y no: la que le debía algo al país era yo. En este libro quise volver a vivir en mis recuerdos, al lenguaje, a aquello que ha sido al mismo tiempo terrible y hermoso. Intenté entender a un país que aspiraba al progreso y que se distrajo en su bello reflejo, una sociedad que pensó que su juventud y su pujanza durarían para siempre y que no vio que la muerte le pisaba los talones. Siempre pensé en el suicidio de Miyó Vestrini (un año antes de los dos intentos de golpe de Estado) como una advertencia. Dice Nabokov, obsesionado con la memoria a lo largo de toda su obra, que basta el espacio de una lápida para contener, encuadernada en musgo, la versión abreviada de la vida de un hombre, pero agrega, solo como él podía hacerlo: los detalles importan. Y eso fui a buscar: lo pequeño, lo fugaz, lo propio. Borré a los monstruos, porque ellos ya han contado su historia, nos la han tatuado a todos en la piel y en la memoria. Nos marcaron y nos numeraron. Por eso quise regresar a lugares que ya no existen, reconstruirlos, resucitarlos. Prácticamente me hice compañía exhumando todo aquello. Eso es lo más parecido a picar una roca dura con el pico de las palabras. Cuando las conseguí, me dediqué a sacar brillo a las pepitas de oro de mis obcecaciones con el trapo del lenguaje. Solo podía hacerlo de una única forma: con alegorías, imágenes que aspiraran a lo universal, aunque ocurrieran en Ocumare de la Costa, Cagua, Turmero o Caracas. Lo que nos ocurrió fue una tragedia, eso que une a hombres y mujeres desde el inicio de la literatura. Es la cólera de Aquiles, taladrándonos el cerebro, aún sin saberlo.
La hija de la española es una novela empática: con las mujeres, con el vínculo madre e hija, con las madres que luchan por mantener la dignidad en medio del derrumbe. Lo masculino se expresa como ausencia, desaparición o espasmo. Más que de Venezuela, la voz que narra se refiere al país. ¿Es el resultado de un diseño? ¿Hay en su visión del mundo distinciones sustantivas entre masculino y femenino?
En La hija de la española la madre es lo propio, la patria: aquello que fue ultrajado y arrasado. Un verso de El hueso pélvico, de Yolanda Pantin, abre el libro. Alude al enfrentamiento y a una mujer como testigo de todo aquello: María Lionza. Esa diosa sincrética que sostiene el hueso de una cadera siempre me ha parecido un signo iluminador y turbio, una especie de Virgilio con el que Yolanda nos enseñó a atravesar el infierno. Crecí en un entorno de mujeres imponentes y siento que a ellas debo buena parte de mi visión del mundo, porque las mujeres de mi familia eran poetas, incluso sin saberlo. Eran profundas y evocadoras, como todo lo que me ha marcado. La novela habla de La joven madre, de Michelena, porque (pienso ahora) crecí con la idea de que solo lo femenino resistía y permanecía, como las redes de Gego que Luis Enrique Pérez-Oramas nos enseñó a leer en la clave de Las hilanderas de Velázquez en su prodigioso libro La cocina de Jurassic Park. Basta leer a Teresa de la Parra, Ida Gramcko o a Elisa Lerner para constatarlo. El hueso pélvico de Yolanda Pantin nos advierte todo eso. Esa fuerza tenía su relato en la vida real: madres que entierran hijos (quien ha escuchado llorar a gritos a una madre en la urgencia de un hospital lo sabe), mujeres imponentes (bellas y macizas, extrañas, dulces y bravas), seres totales. Y no es una intención telúrica, porque yo las vi. Las que envolvían en plástico los puros recién prensados con una plancha, en Cumaná. Las que fumaban con la candela para adentro en los budares de Barlovento y Cagua, pero también las que insistían en exprimir belleza de la rama seca del país. La masculinidad, en cambio, siempre me pareció una fantasmagoría, una estatua ecuestre o un civil empujado a culatazos del progreso.
Su novela escenifica los múltiples niveles y formatos en que se expresa la violencia en Venezuela. ¿Le atemoriza Venezuela? ¿Qué sentimiento tiene hacia el país de este tiempo?
Venezuela me succiona, me aspira y me atrae hacia el centro de su violencia y su belleza. La demolición de los últimos veinte años me enseñó que, aún imperfecto, el país demolido aspiraba a algo mejor. Pero sus contradicciones y fisuras lo empujaron hacia el precipicio, un acantilado del que nos despeñamos una y otra vez. La noche de Gerbasi, pues: venimos de ella y vamos hacia ella, aunque deseo que, al menos por una vez, la luz (y las luces) corrijan esa profecía. Siento que nací en un país en el que hasta las flores depredan, un país retratado en el XIX con caballos desbocados que corren sin jinete en un paisaje arrasado o doscientos años después en la escena perpetua de motorizados que dan caza a los civiles. Una especie de Queseras del medio en bucle. En Venezuela, la tierra no nos espera, nos engulle. Es un país hambriento, carnívoro y hermoso que no me puedo sacar de la memoria y que aún me persigue o, quién sabe, quizá sea yo la que persigue su recuerdo. Ya lo dice La hija de la española (citando a Juan Gabriel Vásquez): uno es del lugar donde están enterrados sus muertos.
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La hija de la española
Karina Sáinz Borgo
Penguin Random House Mondadori
España, 2019
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