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Naturaleza: la fiesta de las metáforas

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Por NELSON RIVERA

Pierre Hadot fue un maestro del arte del recorrido. En cada ocasión, al menos en los tres libros suyos que he leído, ha establecido un modo específico de ir y venir por su tema. Plotino o la simplicidad de la mirada, logrado esfuerzo por inventar una prosa que nos mostrara el núcleo del pensar estético y espiritual del griego Plotino, es en su fondo un estudio de lo paralelo: Hadot sube y baja por los dos rieles principales, pero cruza las traviesas en los dos sentidos con tesón incansable, hasta conducirnos al umbral donde son evidentes las hondas conexiones entre mística y estética: quiero decir, el lugar donde ya no cabe distinguirlas.

Quien ha leído las Meditaciones entenderá lo que voy a señalar de La ciudadela interior, el estudio de Hadot en el que examina las “hypomnématas”, las notas personales y privadas que Marco Aurelio escribía a diario. Hadot las manipula como quien desgrana judías y les hace lugar en una bandeja. Las saca de su envoltura y no las amontona. Las dispone de tal modo que cada una pueda verse, pensarse en aquello que irradia. Evita ponerlas en un cuenco, para que no se tapen unas a otras. Las dispersa. Le crea un espacio a cada una, para que no pierdan esa propiedad de presente-inmediato que les es característica (la sensación al leer las Meditaciones es que Marco Aurelio las escribió hace unos minutos).

El velo de Isis. Ensayo sobre la historia de la idea de Naturaleza es como una inmensa tela sobre la que se han ido dibujando recorridos de distinto grosor y dirección. Un delta sobre el que confluyen aguas de ríos numerosos. Líneas de una mano surcada por el tiempo. Otra diferencia que debo señalar bajo esta óptica de los modos de recorrer: El velo de Isis realiza una travesía de veinticinco siglos, que parte desde el aforismo de Heráclito de Efeso que dice “la naturaleza ama esconderse”, hasta alcanzar nuestro tiempo, en el pensamiento de Maurice Marleau-Ponty.

Y hay una cuestión que luce prudente zanjar de una vez: que empresa tal, no se explica como el resultado exclusivo de una gran erudición (aun cuando Hadot fue un erudito). El quid de este libro exuberante está en la previsión de cómo recorrerlo. A una visualización de cómo realizar los distintos recorridos, bajo la exigencia de que cada trazado conserve su nitidez: muestre su propia ruta y su interconexión con otras líneas-sentidos.

Hadot lo señala: la suya es una historia de metáforas. A partir del aforismo ya señalado, “la naturaleza ama esconderse”, teje una larga trenza que recorre la idea de naturaleza; luego, la cuestión capitular de la naturaleza como portadora de secretos; y, como secuela programática de lo anterior, el análisis de la representación de la Naturaleza en Artemisa/Isis. La fórmula de Heráclito, en sí misma enigmática, ha sido leída e interpretada a lo largo de las épocas. Hadot recuerda una cuestión esencial: que la palabra philei (ama) no significa un sentimiento sino una tendencia o un proceso. Philei remite a dos posibilidades: o constitución, naturaleza de algo; o proceso de crecimiento de algo. Así las cosas, “esconderse” remite a la dificultad de conocer o descubrir lo que la Naturaleza contiene. Entre varias traducciones —varios sentidos posibles— Hadot se decanta hacia dos: lo que hace aparecer tiende a hacer desaparecer; y la forma tiende a desaparecer.Y ello porque ambas guardan proximidad al método antitético del pensar de Heráclito, que en un enunciado une a los contrarios: nacimiento y muerte, aparición y desaparición, como veremos en lo que sigue.

La interrogante de la metamorfosis

Hasta Filón de Alejandría no hay rastros de interpretaciones del aforismo de Heráclito. Cinco siglos más tarde la idea de secreto de la naturaleza se ha establecido, y es desde esa perspectiva que se interpreta “la naturaleza ama esconderse”. Physis (naturaleza) es entonces proceso, surgimiento espontáneo. En Homero, physis es el resultado del crecimiento. En Platón y Aristóteles, esencia. Physis va adquiriendo el carácter de proceso de formación o de resultado de ese proceso. Es en ese jardín conceptual cuando aparece una idea —otra vez Platón— que se mantiene invicta hasta nuestro tiempo: la de la naturaleza como obra de arte, y otra de Aristóteles, quien la definiría como el principio inmanente de los seres vivos. Epicarmo señalaría: “Todo lo que está vivo es inteligente”. Estas ideas están inscritas en una especie de principio general según el cual, Dios y la naturaleza no hacen nada en vano. La naturaleza es sabia, no derrocha, compensa los defectos, procede de forma racional, sabe utilizar un órgano para distintos fines, etcétera. Es decir, tiene un método. Entre las diversas percepciones que Hadot anota de los estoicos, creo insorteable señalar esta: la naturaleza como diosa asociada a Zeus. Existen himnos que la cantaban y que datan del siglo II. Esta “diosa” tendrá vigencia a lo largo del medioevo y se proyectará hasta el siglo XIX.

En Homero queda establecida la distinción: los dioses saben-pueden, los hombres conjeturan. Platón ratifica: los secretos de la naturaleza son inaccesibles para los hombres. Hesíodo cuenta que Prometeo ha arrancado un secreto a los dioses. Séneca: solo los dioses poseen la ciencia de lo verdadero. La idea de secreto de naturaleza y secreto al que los dioses acceden de forma exclusiva, a menudo conviven. La naturaleza se personifica: es celosa y protege sus secretos. Entre los autores latinos, en el siglo I antes de nuestra era, la idea de secreto de la naturaleza queda formulada: están escondidos, son pequeños o invisibles. Lucrecio afirma que la naturaleza nos ha ocultado el espectáculo de los átomos. Lo invisible determina lo visible, aunque no lo veamos. No se trata de caprichos, sino de causas que no conocemos. Hay un vínculo entre lo oculto y lo visible. Lo esencial se esconde tras la apariencia. La metáfora de la naturaleza como secreto se mantendrá por casi dos milenios, hasta los primeros tiempos del mundo moderno. De hecho, la naturaleza como fuente de maravillas y sorprendentes realidades está presente en el auge de la ciencia en el XVII y XVIII. Categórico, Francis Bacon, pensador fundamental del método científico, sostendrá que a la naturaleza hay que arrancarle los secretos.

Asociación con la Verdad

Uno de los cursos trazados por Hadot se refiere a la relación de naturaleza y discurso de los dioses: la teología. Mitos y creencias guardaban enseñanzas ocultas sobre la naturaleza. De ese complejo intercambio proviene la idea de que la naturaleza es el único Dios (o un Dios en expansión). El carácter dinámico de la naturaleza es registrado por los estoicos: la semilla es su verificación. Eso que la naturaleza oculta es divino o lo divino mismo. Es el judío Filón de Alejandría (25 a.C-50 d.C) quien establece lazos fundadores entre Naturaleza y Verdad. Para este, la naturaleza es trascendente. Porfirio (232-304)  le opone: si escapa a nuestro conocimiento, es porque la naturaleza es débil. Se oculta tras lo sensible por su debilidad. Por ello la naturaleza necesita representarse en estatuas. Hadot lo explica: “Por ser una potencia de rango inferior, está condenada a envolverse en formas corporales”. Isis/Artemisa constituyen esa representación. El velo de Isis invita a la develación. Que Isis esté desnuda ratifica el desafío. La lengua del paganismo contribuyó a dibujar relaciones entre naturaleza, mito y poesía. El Renacimiento puede leerse como una reaparición de cierto paganismo: dioses que son metáforas o nombres incorpóreos, que reclaman ser interpretados. Los dioses se personifican. Pero la era de la mecanización avanza. En su poema de 1788, “Los dioses de Gracia”, Schiller acusa al cristianismo de haber permitido el avance de la ciencia, causante de la liquidación de los dioses.

Prometeo y Orfeo

Con Bacon se articula la idea del poder discrecional de los hombres sobre la naturaleza. La experimentación, la mecánica, la magia, la contemplación son parte de las herramientas. Su enunciado del método científico es prometeico. Pero hay otra posibilidad: el camino de Orfeo. La escucha sensible de las músicas de la naturaleza, sus ritmos y melodías. Estas dos actitudes no son necesariamente excluyentes. Bacon constituye la antesala de una potente representación: la naturaleza como mecanismo (Galileo, Descartes, Kepler, Newton). En todo ello está presente una visión religiosa. En Bacon, Pascal y Descartes, la mecánica del mundo constata la acción divina. Pero como el lector puede imaginar, esta armonía tendría corta vida: la ciencia no tardaría en hacer patente contradicciones fundamentales.

De vuelta a Filón de Alejandría es posible dar inicio a otro recorrido: la naturaleza como límite del saber. Más atrás aún, primero en Sócrates  y luego en Cicerón, aparecen dudas de orden moral: uno se preguntaba si se investigaba la naturaleza de forma desinteresada; el otro, sobre las modalidades de intervención en los cuerpos. Celso denunciaba la vivisección. Séneca, que denunció la minería, temía que el progreso técnico, motivado por el deseo de placer, fuese un peligro moral. Plinio el Viejo sostenía que temblores y terremotos eran protestas de la naturaleza, respuestas a la codicia de quienes penetran en las entrañas de la tierra. Muchos de estos temores alcanzarán al mundo moderno. En 1530, Agripa de Nettesheim denunciaba el encierro de los animales para los fines de la agricultura. Rousseau puso en circulación la idea de que no hemos aprendido a escuchar las advertencias de la naturaleza. Goethe vendría a contradecir a Bacon: el método científico enturbia la posibilidad de observar la naturaleza (“la Naturaleza enmudece en la cámara de torturas”).

Escuchar a Orfeo

Otro punto de partida: el que se inaugura en el “Timeo” de Platón, y que puede seguirse a través de Séneca, Leonardo da Vinci, Alberto Durero o Roger Callois, que se sintetiza en esto: puesto que la naturaleza está constituida por secretos (secretos divinos), el único medio de acceso a ella es el movimiento, los recursos del discurso, lo que incluye a la obra de arte como conocimiento (o, en el caso de Claudel, co-nacimiento). Poéticas, conjeturas, la posibilidad de múltiples explicaciones a un mismo fenómeno: tales las variantes de la actitud órfica. Eudoxo, un astrónomo de la Antigüedad, sería el autor del principio “salvar los fenómenos”, que obligaría a “proponer explicaciones que permitan dar cuenta de lo que se nos aparece”.

Este principio se proyecta hasta el siglo XVII, cuando Galileo y Kepler relacionan los fenómenos celestes con los terrestres. La ciencia ya no se conforma con salvar la percepción sino que aspira a la exactitud. En la promesa de que la verdad será hallada, tarde o temprano, se incorpora la noción del tiempo. Esperar por la investigación es posible, porque ella es hija de la paciencia. El tiempo traerá progreso. Y ese progreso, he aquí otra de las ideas capitulares del tema, será producto de sucesivas revelaciones (Séneca sostenía que sabemos pocas cosas del universo, pero que ellas nos serán reveladas de forma paulatina). La sucesión de generaciones hará la tarea de ir extrayendo los secretos de la naturaleza. Cuando Bacon llama a liberarse del peso de los antiguos, presume los beneficios de esperar el futuro: La Verdad, a fin de cuentas, es hija del Tiempo. Pascal asociaba la naturaleza a la progresión.

Metáforas del placer

Si la naturaleza es enigma, revelarla sugiere placer. Contemplarla enriquece, gratifica el alma. Se la puede disfrutar de forma desinteresada o para ponerla al servicio de los hombres. Quien la observe constará distintas facetas: que funciona bajo estrictas facetas; que juega; que está regida por el principio de la prodigalidad; que tiene fines y que no admite lo inacabado, lo infinito, lo indeterminado (Aristóteles). También de Aristóteles proviene esta idea fascinante: que la naturaleza compensa. Por lo tanto, opera como un modelo, como un posible orden del mundo. Séneca agrega esta maravilla de la sensibilidad estoica: la naturaleza pone todo su orgullo en producir diversidad.

El capítulo de la naturaleza pródiga tiene una referencia en Nietzsche: esa prodigalidad produce felicidad y terror en los hombres. En la línea de Plinio y Séneca, Bergson sostiene que la naturaleza crea, como los artistas. No solo porta una poética, sino un lenguaje o unos símbolos a través de los que ella se revela (Goethe). Novalis hablaba de escritura cifrada. En Homero, Ovidio, Virgilio, Lucrecio y hasta en Poe, con variantes, la naturaleza sintetiza —metaforiza— el universo. Ella adquiere formas que pueden simplemente percibirse, estudiarse como fuente de información científica, disfrutarse como experiencia estética (Husserl y Merleau-Ponty escribieron que Copérnico no cambió nuestra percepción del planeta, al que seguimos experimentando como inamovible). Si Callois afirmaba que solo la naturaleza producía belleza, Picasso decía: hay que trabajar a partir de ella.

Isis, Artemisa, Diana

Esa naturaleza que esconde sus secretos ha sido identificada con Isis, con Artemisa y con Diana de Efeso, en la cultura latina. También esta última ha sido representada con un torso de numerosos pechos. Sobre estas diosas se han puesto velos, que incitan a los hombres a develarlo. Quitar el velo significa actuar para ver. Goethe escribía: “¿Qué es lo más difícil? Aquello que parece lo más fácil: ver con los ojos lo que ante los ojos se encuentra”. A esto se refería con aquello del misterio a la luz del día. Desde finales del siglo XVIII, la figura de Isis-Naturaleza se hace recurrente en la literatura y la filosofía. El vínculo estético entre el hombre y lo natural se hace presente en Rousseau, Kant, Schiller, Goethe, Schelling y los románticos. Se mira a la naturaleza desde lo sentimental e irracional. El arrobo ante el espectáculo natural se proyecta hacia lo sagrado. Burke sugiere un parámetro: lo sublime aterroriza cuando sugiere infinitud, pero se vuelve placer cuando nos sentimos seguros. También en Schopenhauer encontraremos la doble condición de lo sublime: la contemplación de lo vasto nos abruma, nos recuerda que no somos más que una gota en el universo; pero, cuando somos conscientes de que el mundo ante nuestros ojos no es más que representación, sentimos que somos uno con el universo, lo que nos eleva hacia el sentimiento de lo sublime. Abría Schopenhauer las puertas a la reacción de Nietzsche, que sostenía que el deseo de querer la verdad al precio que fuera implicaba el riesgo de renunciar a ilusiones que son vitales para la humanidad. “Voluntad de verdad y adoración de la apariencia son a la vez radicalmente opuestas y profundamente solidarias”. Si un lector demanda alguna conclusión a tantos recorridos, Hadot ofrece esta: que la verdad científica es insuficiente y que es indispensable una verdad estética para procurarnos una aproximación a la naturaleza —un conocimiento—.


*El velo de Isis. Ensayo sobre la historia de la idea de Naturaleza. Pierre Hadot. Traducción: María Cucurella Miquel. Ediciones Alpha Decay. España, 2015.

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