Por VALENTINA MORENO
Uno de los primeros documentales interactivos que vi fue One Millionth Tower de la serie Highrise, una apuesta futurista construida en el año 2008 por una apasionada del cine comunitario de la que comentamos en la pasada entrega, Kat Cizek, y un genio del entorno creativo, Mike Robbins. En ese momento, corría el año 2011, ya había conocido en clases una propuesta fantástica llamada Journey to the end of coal (Bollendort y Segretin), un recorrido hiper inmersivo en el que eras testigo de las deplorables condiciones de las minas de carbón en China, y podías elegir tu destino en un fantástico tren post comunista.
Imaginaba, ya en la distancia, cómo sería hacer algo así en el Metro de Caracas o, mejor aún, con las rutas de carritos por puesto y descubrir cualquiera de los miles de secretos de la ciudad en primera persona. Una cámara subjetiva en la que vieras el tubo de la entrada del autobús como único soporte y tus pies y medio cuerpo al aire en pleno tráfico. Podías pasar por la av. Andrés Bello, luego elegir si conocer Sabana Grande o ir a un bar de inmigrantes de toda la vida, o incluso a un chino en el que podías descubrir a un grupo jugando GO en la trastienda con sus puros.
El poder evocador de la vida misma, esa es la gran cruz y la gran bendición del documental. Si a eso le sumamos la posibilidad de explorar y elegir, creo que por fin podemos lograr la verdadera inmersión, no digamos ya con las gafas de realidad virtual. Con estas perspectivas llegó a mí One Millionth Tower, una historia hiperlocal e intimista que me permitía humanizar a una comunidad multicultural excluida y muchas veces calificada como distinta.
El arte sin duda tiene el poder de pintar nuevas realidades y posibilidades. Las bellas animaciones que hacían florecer espacios absolutamente maltratados son sencillamente mágicas. La posibilidad de pintar el resultado de talleres con urbanistas, sociólogos y artistas es una maravilla, porque es verdad que muchas veces no basta con decir a la gente que la vida puede ser distinta, a veces hay que verlo plasmado para darse cuenta de que pequeños cambios son los que crean comunidad, son los que dan calor y son los que transforman las cosas. Que no necesitamos algo nuevo y que todo no se tira; que, con una base poco mantenida, si se le da cariño, se pueden hacer grandes cosas.
Este proyecto en particular, One Millionth Tower, me pareció la versión 3.0 de La calle es libre, ese librito de Ekaré que alguna vez me ha hecho llorar. ¿Qué tal si involucramos más el arte en los proyectos de transformación ciudadana? No necesitamos grandes animaciones, con las cámaras de los móviles y los filtros de aplicaciones comunes podemos intervenir imágenes y videos, podemos crear un discurso, podemos indagar en la esencia de los lugares y en cómo no son tan aterradores como los de “afuera” creemos. Si podemos usar la imagen para construir discursos que generen conciencia del poder de cambio, ¿por qué nos empeñamos en el video clip del qué chévere somos como motor?
Como en el libro, este tipo de procesos suelen tener un final feliz, la consciencia de los vecinos que nada ganan con esperar promesas y que, si todo el mundo trae un martillo, una cuerda, unos clavos, quizá pueden darle vida a un espacio deplorable, y que lo público no es solo lo que resuelve el cacique, lo público es libre para todos, pero también es responsabilidad de todos. Esperemos que esta consciencia se extienda para que podamos pasar todos muy felices.