Por GERARDO VIVAS PINEDA
“La gloria de haber emprendido esta hazaña
no la podrá escurecer malicia alguna”
Miguel de Cervantes, Don Quijote de la Mancha
Cuando dejábamos atrás las últimas exaltaciones de nuestra adolescencia y hojeábamos crónicas antiguas de viajes y descubrimientos, nos inquietó el trasfondo científico atribuido a esos ensayos exploratorios. Los registros rigurosos de Alejandro de Humboldt, Agustín Codazzi, Joaquín Francisco Fidalgo o Francisco Michelena nos permitieron acercarnos a la aventura de todas las aventuras: la elaboración y divulgación del saber venciendo los obstáculos de la naturaleza indómita. Las memorias de esos talentos internacionales se publicaron a ambos lados del Atlántico, pero ¡cómo costaba leerlas! La ciencia primeriza agolpaba sus ensayos experimentales con una terminología no apta para meros aficionados, mucho menos para públicos generales. Tras pocas páginas de lectura incipiente abandonábamos el intento, para volver a empezar y seguir retirándonos sin solución de continuidad. El tonelaje sapiencial nos frustraba una y otra vez por la extensión de sus capítulos, el detalle de los tecnicismos y la envergadura de sus conclusiones. Por fortuna, ya en edad provecta el repaso de esos monumentos bibliográficos lo ejecutamos con placer, gracias a la terquedad de nuestros sueños.
Muy al contrario de los sabihondos históricos, si se trata de escribir ciencia, narrar una hazaña y leer placenteramente, Julieta Salas de Carbonell ha labrado un libro pleno de levitación lectora: El misterio de las fuentes, texto-nave para trajinar un río superior y hallar su origen subterráneo. Literatos y filólogos hablan de recepción para encerrar conceptualmente la función activa del lector frente a la obra leída, posibilitando o negando su aceptación definitiva. En estos términos la pasividad ante el impreso queda aniquilada, al punto que hemos cometido el abuso harto subjetivo de imaginar a la autora —dejándonos llevar, sin duda, por un insolente atrevimiento—, contratando a un saboteador malintencionado para ofrecer anticipadamente a los expedicionarios un breve catálogo de peligros, enfermedades y muertes disponibles en el Alto Orinoco, la empresa exploratoria para descubrir las fuentes del río amazónico. Si nuestra especulación fuera cierta el proyecto descubridor habría sucumbido antes de nacer. La enumeración copiosa de esos peligros mostrados en el libro es digna de interés: ahogamiento en raudales; picadura de insectos o culebras; ataque de jaguares; atropellamiento por báquiros; infección y septicemia por picada de zancudos y jejenes; paludismo y otras fiebres calenturientas; fracturas mal curadas; forunculosis generalizada; deshidratación y sudoración constante; envenenamiento por flechazo indígena quizás untado de curare; intoxicación por hierba alucinógena; resfríos por cambios extremos de temperatura bajo lluvias casi permanentes; indigestión al comer gusanos, bachacos y otros insectos de la zona; inestabilidad mental por psicosis varias; electrocución potencialmente fatal por rayo desprendido de tormenta; fricciones y agresiones entre los exploradores, en fin, toda una colección de intimidaciones naturales, endémicas y personales esperándolos en un tablero selvático e impenetrable. Autorizada la expedición por el gobierno de Delgado Chalbaud en 1950 los dados fueron echados a la suerte o a la voluntad divina. La jugada funcionó. Todas las calamidades anotadas sucedieron y sólo hubo una mortal desgracia no por causa natural, sino por culpa típicamente humana: un guardia nacional borracho no pudo chapalear al caer en el torrente. Lo cierto es que al término de la excursión, en noviembre de 1951, se había completado una auténtica hazaña digna de efusivos recordatorios oficiales y previsibles reconocimientos institucionales, sociales y periodísticos. La señora de Carbonell, esposa del médico de la expedición, doctor Luis Carbonell, asumió la tarea de contar esa historia irrepetible con el mejor instrumento narrativo: la seducción de las palabras bien trazadas para componer esa obra irresistible, alimentando el relato con el testimonio crudo y minucioso del protagonista de quien dependía la menguada salud de las 53 personas alineadas en el róster de la gesta exploratoria. Al joven médico de 26 años le abundó el trabajo curativo, y lo heroico fue posible entre percances dolorosos, enfermedades imprevistas e indisposiciones repentinas en el reino del Orinoco inalcanzable. La señora Carbonell nos lo ha obsequiado en 400 páginas gloriosas.
Mordida la carnada textual, el repaso de la arriesgada aventura, página por página, es irrefrenable e invita a abandonar compromisos de lectura paralelos. La entrada a tierra de los guajaribos impone el riesgo de agresiones flecheras. Mucho peor es la tortura constante de zancudos y jejenes que se comen vivos a los hombres desnudos; navegan como Dios los trajo al mundo para sobrellevar el calor mientras cursan la vía fluvial. Tropiezos en raudales y torrentes casi ahogan a Carbonell y a otro de los profesionales. El encuentro con indígenas shirianas, sospechosos de antropofagia —luego se supo la verdad: los brazos esqueléticos que asaban en fogatas no eran humanos, sino pedazos de monos araguatos—, añade angustias al grupo excursionista. Sin previo aviso, el aterrizaje de mariposas amarillas en un descampado prefigura la escena en gestación que prende en la mente de un narrador colombiano todavía desconocido. Treinta años después el premio Nobel colgará de su pecho, y los lepidópteros dorados darán sosiego al lector de sus proféticos, escatológicos y cenagosos Cien años de soledad, como lo concedieron a la amenazada expedición criolla mientras planeaban por sorpresa en el campamento temporal. ¿Acaso se enteró el Gabo del episodio en la selva venezolana, cuando Mauricio Babilonia y los Buendía todavía eran una vaporosa visión en sus desvelos literarios? Casualmente las intrépidas mariposas siempre llegaban en la tarde, así en la expedición desesperada como en el baño de Meme donde unos esbirros mataron por amor al secreto pretendiente en el Macondo inverosímil. Pero los hombres cansados y hambrientos encontraron una explicación mucho más prosaica a la invasión alada: la grasa pegada a los envases abiertos del Diablito enlatado volvía locas a las mariposas, aunque el agotamiento general apenas les permitía distracciones zoológicas a los fatigados hombres. Frecuentemente permanecían en ayunas hasta la cena, como había sucedido en 1534 a los expedicionarios de Alonso de Herrera, muerto a flechazos por los indios, según el cronista Gonzalo Fernández de Oviedo: la noche los encontraba “cansados, flacos y arrepentidos”. El doctor Carbonell agregó a la extenuación física un diagnóstico inesperado: el sopor mental. El Orinocu indígena pasaba la misma factura a quienes intentaban profanar su primer caño agazapado desde hacía siglos.
Poniendo en una balanza los provechos desprendidos de este libro singular, nos encontramos frente a un caso de exitosa recepción literaria que se da por descontada. La respuesta del lector asume un protagonismo involuntario pero imperdible. No provoca soltar el tomo. La señora Carbonell ha tenido el tino de combinar la narración justa de una historia en permanente desenlace —todo hecho se desenvuelve rápidamente sin nudo previo— suspendiendo al lector frente al brillo de la página digital. No hay descanso en el recuento diario de la aventura total, cuyo único objetivo consiste en sobrevivir para poder descubrir. A mitad del libro todo el mundo anda enfermo, y algunos excursionistas deben ser evacuados estando heridos, famélicos y exhaustos. Escorpiones y culebras pican a los porteadores descuidados, pero el doctor Carbonell actúa sin retardo y no hay escenas fúnebres en el teatro de la selva.
El desarrollo del relato asume parámetros verbales positivamente efectistas. Tomando un poco al azar dos capítulos finales, el 15 y el 18, los verbos adoptan una evidente intencionalidad narrativa, agrupando a su alrededor las urgentes necesidades de los disminuidos varones, comenzando por el anglicismo parachutear (lanzar provisiones en paracaídas a los desesperados excursionistas). A continuación otros infinitivos de nuestra propia iniciativa complementan el uso verbal de la autora: dejar caer (en paracaídas), bajar (un pedido en paracaídas), estallar (botellas al caer en paracaídas), reemplazar (ropa perdida por nueva indumentaria lanzada en paracaídas), llegar (fotos aéreas y cartas en paracaídas), enviar (rollos fotográficos en paracaídas), estar (felices por los envíos en paracaídas). El descubrimiento de las fuentes en el capítulo 18 es la apoteosis de la acción constante y sin freno —“Action is character”, decía Scott Fitzgerald en su cuaderno de notas—: cambiar (la carga sobre los hombros ampollados), sudar (en exceso por extenuación), oír (gritos por picada de culebra), inyectar (suero antiofídico), discutir (violentamente cuál caño seguir), clavarse (puya en un ojo), cerrarse (la selva inaccesible), no cesar (el martirio de la plaga), arribar (a zona de las fuentes), subir (el cerro de las fuentes), sonar (el disparo con que Rísquez-Iribarren, comandante de la expedición, avisó el hallazgo final), brindar (con brandy y Ponche Crema por el descubrimiento). Los héroes llegan a la meta como al parto de un hijo sin madre, pero con 27 padres extenuados. La cuna quedó localizada en los 2 grados, 19 minutos y 05 segundos de latitud Norte, y 63 grados, 21 minutos y 42 segundos de longitud Oeste, a 1.042 metros de altitud, confiriendo al río una trayectoria total de 2.063 kilómetros hasta su desembocadura. Sísifo había coronado la cima y podía descansar para siempre, de la mano de afortunados y extraños Quijotes nacionales sobre Rocinantes a remo.
Mirando desde lo alto la selva descubierta en este libro deslumbrante, un sabor a país café con leche, complejo e incomprendido, pero prodigioso en sus extremos antropológicos, nos permea sin ambages al formular nuestra conclusión final. Más que unas fuentes reveladas del río máximo, nos abruma y sorprende el despliegue y contraste de costumbres nativas ante el visitante blanco, esbozando un espejo esmerilado donde los venezolanos nos miramos al pasar, sin comprender la densidad de nuestra entremezcla de sangres multicolores. Los baré, banivas, maquiritares, guajaribos y shirianas se aproximaban en diferentes grados de incredulidad, docilidad o impertinencia, por no decir amenaza. Animados por el intercambio de herramientas y comestibles los indios más confianzudos procedían a sobar una y otra vez los brazos, piernas, caras y pechos sudorosos de los invasores, tirando repetidamente de sus barbas mientras los abrazaban, obligándolos a echar tiros al aire para espantar a los ya abusivos aborígenes, dejando hediondos a los recién llegados por el olor característico de seres desnudos sin bañarse nunca para que el río no les atrapara sus espíritus, y andaban forrados de barro para protegerse de la plaga. En ocasiones más disipadas primero escupían la comida ofrecida por los exploradores antes de ingerirla, o venían acompañados de indias amamantando monitos bebés abandonados por sus madres. ¿Habría reformulado Charles Darwin algún inciso de su teoría evolucionista, al observar tales auxilios maternales a primates infantiles alimentados por la especie superior? Entre tanto alarde de mímica comunicacional, escuchar las leyendas de los chamanes sobre la creación del mundo atenuaba un tanto las diferencias entre unos y otros, proyectando una película imaginaria cuyo título podría sonar a un sugestivo trompetazo: Antípodas misteriosos del gentilicio venezolano. El gustoso libro de la Julieta narradora nos ha inspirado próximas lecturas de El misterio de las fuentes; ya lo pusimos en la alfombra voladora donde viaja con el mismo Quijote del epígrafe inicial. Entre Bagdad y el Orinoco sólo flota la lectura de los sueños y el obrar de la escritura.
*El misterio de las fuentes. La saga del Orinoco. Julieta Salas de Carbonell. Editorial Ithaca, Venezuela, 2021.