Por LUIS CASTRO LEIVA
Edipo: ¿Qué es eso? ¿Sábeslo y te callas, y maquinas una traición y la ruina de la ciudad? /Tiresias: Yo no quiero afligir a nadie, ni a ti ni a mí. ¿Por qué me acosas con vanas preguntas? De mí no has de saberlo…/Edipo: No, no puedo decir que lo sé; dilo otra vez. Tiresias: Digo, pues, que tú eres el asesino que andas buscando. Edipo: A fe que no has de gloriarte de pronunciar dos veces tal insulto. Tiresias: ¿Quieres que siga diciendo, para que tú sigas rabiando? Edipo: Lo que te venga en talante, todo será vana palabrería. Tiresias: Digo que aunque no lo creas, vives en vergonzoso consorcio con los tuyos y que nos ves los males en que vives. /Edipo: Pero piensas tú poder seguir hablando así, sin pagarlo? Tiresias: Sí, si es cierto que la verdad tiene algún poder. /Edipo: Sí que lo tiene, pero no para ti; para ti no cegatón, tan tapiado de ojos como de oídos y de entendimiento /Tiresias: ¡Qué desdichado eres! Profiriendo estos insultos que muy pronto han de acumular sobre ti todos los presentes, sin faltar uno /Edipo: Vives envuelto en negra noche; no atinará tu golpe ni conmigo ni con nadie que tenga ojos./Tiresias: No soy el llamado a darte el golpe; recursos tiene Apolo, a quien está confiado todo esto. (Edipo Rey)
Se hace tarde, vence la fatiga. Coge su camino la tragedia. Cada quien toma asiento en el destino. Unos lo conocen, otros no. La fatalidad avara. Nadie conoce la fortuna. Nos dividimos. Nuestras mentes dispuestas para guerrear, reina la discordia. Unos creen todo perdido, otros creemos en lo que no se puede ni debe perder, aunque no se crea ya en ello del mismo modo. Todo se revoluciona. Mi mente en guerra consigo misma. Defendí lealtad estoica; no se lo debo a quienes pretenden representarla, menos a quienes intentan asaltarla. Debo obediencia tan severa sólo al deber de la libertad, al combate por la razón en la historia.
Una mosca en la reflexión
Llaman a la reflexión. Me lo impide una mosca. La mosca molesta, la imagino afanosa. Recorre la tibieza a través de una frialdad que avanza en la mañana. Chupa restos de humedad, los del azúcar de un cuerpo. Loca, la mosca camina por encima de las comisuras de una boca; está entreabierta. Es la del soldado-niño muerto. La leyenda de la última página de este Diario (martes 4-2-92) dice que ese cadáver fue cuerpo leal. Lo creo. ¿Acaso lo sé? Nada se sabe bien, salvo dos cosas: la fuerza no debe pasar, hay que pensar.
Debo diferenciar. Se me conmina a discernir entre el valor de la idea de forma de gobierno y el significado de su historia, entre derecho y hecho. Clara opción: todo bolivarianismo, incluyendo el del Libertador, conduce a la negación de la libertad moderna. Pero, me digo, cuidado con confundir el plano de los principios con el de las cosas. Debo atender al mismo tiempo la conducta de los hombres que encarnan a las ideas y el comportamiento de las ideas que encarnan a los hombres. Sobre todo ahora. Es sobre esta base que cifro esperanzas de volver a votar. Algo anda mal en el llamado a la reflexión. Invita a la desencarnación moral: que las ideas y los hombres pueden vivir separadamente. Detengo mi cavilar. Obsesionado vuelvo mi mirada hacia el ícono del muchacho muerto. Ahí está. Tendido yace sobre la mesa de mi desayuno, al lado derecho de la taza de mi café. Siento ganas de vomitar. No puedo comer, no lo debo hacer. ¿Cómo partir pan mientras velo su cadáver? Penitencia breve. Su cabeza reposa al aire del precipicio de una acera. Desafía el vacío sobre la almohada de su casco. Se durmió el carajito, me digo; un tiro le mató la cara. No puedo ver su rostro. Pienso en Luís, en Juan, en hijos, alumnos, amigos. Pienso mal, carajo; ninguno de ellos hace servicio militar. Ese servicio lo prestan los de otra clase. La vergüenza y el dolor se amarran a la garganta. Una arrechera me entra por dentro. Quiero saber quién y cuáles ideas mataron a ese soldadito. Quiero saberlo con toda la minucia de sus sutilezas. Detengo la ira, necesito ver bien la foto. Un hilo de sangre obscurece su sien; la foto no dice todo. Es abstracta en su elocuencia. No dice su nombre, su lugar de nacimiento, su hogar, su paga, menos el de su familia. Un miembro de la clase “D” del rating. Debajo de su cara dormida un charco de sangre: irregular, un mapa breve, rojo. Parece el Golfo de Venezuela. La sombra de su sueño duerme. La mano izquierda no pide nada; está casi abierta, descansa. El joven oficial llegó cansado a mi casa. Patrullaba la vigilia de la lealtad. Entró trajeado de combate. Le di café. Hablamos. Lo veo como hijo. También veo en la historia a su padre guasinero, a mi padre el Comandante, a Delgado, a los jóvenes turcos que acompañaron a Betancourt. La conversación es entrecortada. La pica en pedazos la urgencia, la fatiga, el desvelo. He aprendido a comprender la lealtad de sus convicciones. Me gusta su mente, la prefiero a la de muchos generales. Admiro su inteligencia vivaz. Narra los términos de una conversación: “Chávez, dame el brazalete”, le preguntó el oficial a su prisionero, me cuenta. Esos dos tenían de por medio el afecto de una ironía histórica, comenta. Sus abuelos se habían opuesto; ahora es Chávez el de la familia prisionera. La historia de Polibio observa a la república dar vueltas en su eterna revolución moral. “Te lo entregaré cuando me cierres la llave del calabozo en el San Carlos”, dicen que contestó el oficial rebelde. Entonces se hizo silencio. Cuenta mi narrador. No se dijeron más nada. Guardo respeto grave ante lo que escucho. Es compleja la historia de la lealtad. Reparte papeles sin consultar actores. Mi visitante se prepara para irse. Nos vemos a los ojos, hablamos sin hablar. Lo veo salir, Busca el sentido de su deber con la lealtad que defiende, le costará el estoicismo de De Vigny para sobrellevarlo. La libertad descansa sobre ese oficial y su general, no sobre Chávez…
El espejo roto
Los espejos son importantes. Reflejan todo, cosas, imágenes, ilusión de certeza. No es buen agüero romper espejo, tampoco cristales. La filosofía política moderna prefirió el espejo al candil medieval o renacentista para hacer metáfora de la idea de conciencia. Pero pienso en El Ensayo sobre la Ley Natural de Locke; allí la vela ilumina la conciencia; no, la vela es la conciencia y ésa es la ley natural. El espejo crea la ilusión de que conocer la realidad es reflejar la mente. Qué raro es pensar con la certeza de Descartes; es más natural hacerlo como Locke: empezar por la experiencia. La certeza del espejo embruja. Pero conocer, la actividad preferida de la reflexión, no es cosa de espejos. Es falso creer que uno conoce de modo cierto el conocimiento, menos en política. Los hombres que tienen más certeza en sus cabezas son los que menos ven. Todo cambia en una “ciudad”. Sólo lo probable se puede conocer más o menos en el dominio de las acciones y pasiones humanas. En política siempre ha sido así desde Aristóteles. Speculum mentis, repito en silencio. ¿Tendrá el Presidente un espejo en la conciencia? No, el Presidente tiene una bala en su espejo de Miraflores. Todos vimos el hueco. Beata la cámara fue atraída por ese espejo roto. Un imán para el ojo inconsciente que todo lo ve. Atracción fatal del símbolo del poder herido. Imagen desgarrada. La majestad del poder civil sangra o está en otra parte…
Hay que decirlo; sólo se puede ser libre si se piensa. Lo repito pausado: la majestad del poder del primer magistrado de la república deja de ser ante nuestros ojos, en TV. Ese es el asesinato, el que se cometió, el peor. Retomo la arrechera que siento al recordar al niño muerto. Contéstenme los que desfilaron por Venevisión: ¿qué valor tiene para un espejo moral una idea de majestad del poder que se piensa asesinable en una república? ¿A qué estado ha llegado la república para que eso sea concebible y practicable, más aún, para muchos aceptable? ¿Pueden quienes han conducido esta república a esto exigir que debemos pensar en una lealtad que aplace las sutilezas para después? Sí y no. Si comienzo a reflexionar es deber seguir. La libertad de pensamiento no se construye desde la TV…
Sr. Presidente, no deseo ni he deseado su muerte. Me satisface que Ud. y su familia estén bien, a salvo. Pero escuché decir, al menos con respecto a Ud., todo lo contrario. No doy salves a la muerte. Defendí desde donde pude mi sentido de la lealtad a mi modo de comprender la libertad. Pero estoy obligado a hacer saber cómo un proceso de anomia y otro de anarquía, iniciados y prolongados desde su primera presidencia, nos han conducido a esto: a que mis hijos, quienes nunca soñaron con la posibilidad dictatorial, tengan ahora que confrontar el peligro de ese recurso “republicano” bajo la conducción política de su segundo mandato. ¿Acaso ve el valor que tiene esa majestad a la luz del espejo roto de su Palacio?
Se acabó el sortilegio. La legalidad y la legitimidad del actual sistema político y la filosofía de las costumbres que lo sustentan languidecen. La primera existe como forma inconclusa, acaso no existe; la segunda se refracta en pedazos; la tercera llega hasta justificar a Chávez y el magnicidio. Las conciencias divididas alcanzan el estado de discordia civil. Toda voluntad constituyente se respeta hasta el límite de su credibilidad moral colectiva. Su renovación depende de la fidelidad del sistema a la calidad moral de esa primera voluntad, también a la fuerza de los intereses que la afirmen o la contraríen. Llegar otra vez a votar en condición apenas necesaria no es suficiente para existir en democracia. El voto, que ha llegado a ser mercancía, gracias a la TV y su oligarquía, no es sólo hábito de motivación causal. Es sobre todo o era un modo de expresar libremente una esperanza moral en nuestra adhesión a una república; un acto soñado como autónomo libre y deliberado. No soy ni quiero ser hobbesiano, no creo en la fuerza. Pero su idea de mercado, ciudadano Pérez, ha llamado a su Pinochet y Ud. no es Betancourt. Doy mi lealtad sin poder confiar en la renovación de la representación de la libertad que bajo su conducción se ha prostituido. Esta es la tragedia de mi ironía: la lealtad o la adhesión a la libertad no es solo un acto de fe, implica otro de conocimiento. Amar a la república, como pensamos algunos, presupone la posibilidad de alguna relación con la práctica de la virtud pública. Quizás la virtud y lo público sean ya en el mundo imposibles en democracia; pero si al vicio añade Ud. la injusticia y la desigualdad no hay lugar para obedecer, ni a Ud. ni a nadie.
Interludio
La tragedia está escrita, se adapta. La TV volverá a inundar con la alegría de sus merengues cívicos su soez programación normal. Indecisa reinará la paz. La tragedia sigue. Prepara la utilería. Cada actor asume la división. Nos opondremos los amigos a los amigos, nada parece impedir este desenlace. Una cosa tengo clara. Esa sí que es la hora de las sutilezas, no la de endosos dictados por el miedo. Nadie puede obligar a nadie a solicitar lealtades para lo que no entiende, para lo que no sabe cómo justificar. Hay que pensar, mucho y bien. El único por condenar a Chávez condena también a la libertad de pensar. Ambas posturas, el bolivarianismo lacónico o no, así como el miedo a pensar por obra del miedo, hacen coro a los mismos oficiantes de la muerte. Se hace tarde.
Edipo Rey y sus adeptos no ven; no escuchan la voz de los ciegos. Oigan para que puedan ver; en la asamblea un orador…
*Nota publicada por la revista SIC: “Este artículo del Prof. Luís Castro Leiva fue vetado por la censura en El Diario de Caracas. El espacio correspondiente apareció en blanco con sólo el título y el nombre del autor, el día 20 de febrero. N de la R”.