Por LORENA VELÁSQUEZ
Caracas celebró su aniversario 452 en julio. Una Caracas que parece sufrir, más que por los embates de los años, por la violencia y las nuevas dinámicas sociales que se han impuesto en el territorio nacional durante las últimas décadas. Diariamente la sultana del Ávila, nuestra sucursal del cielo, se parece más a las ciudades distópicas que plagaron la narrativa de países como Colombia en las primeras décadas del 2000 al buscar dar voz a lo vivido en las capitales suramericanas: pobreza, anarquía y un Estado ineficaz. Nuestra narrativa ya ha registrado anteriormente en la trama de algunas novelas cómo la violencia da cuenta del efecto que produce dentro de la vida nacional más aún si esta proviene del aparato estadal y su accionar.
Dentro de este panorama, la novela criminal en Venezuela dentro del período entre siglos es uno de los registros que surge con el afán de representar ese nuevo imaginario que nos rodea. Si bien no es la única modalidad narrativa (no todos se acogen a lo realista, algunas se pasean por lo fantástico o lo gótico, por ejemplo) este tipo de novela es el medio idóneo para dar cuenta no solo del problema sino de la aspiración del autor de mostrar el delito y además revelar los entuertos políticos del Estado, así como el deterioro de las instituciones que facilitaron que dichos crímenes sucedieran. Una de las obras que visiblemente entreteje esta nueva dialéctica “roja”, a la que investigadores como Argenis Monroy (USB) se refiere es El complot (2002) de Israel Centeno. Sin embargo, esta puede parecer una obra demasiado ceñida a una necesidad de diseccionar las entrañas del aparato estadal: los personajes y el ambiente resultan vistos de una forma descriptiva que se concentra solo en las dinámicas internas del Estado y no refleja una problemática acorde las inquietudes del ciudadano “de a pie”. Sin embargo, esta obra de Centeno es el referente más cercano a Muerte en el Guaire (2016), de Raquel Rivas Rojas.
La mirada particular de Rivas Rojas plantea un giro a lo criminal que radica en la posibilidad de establecer diálogos que ponen en tela de juicio categorías como la identidad y en consecuencia, lo nacional y su reconocimiento a través de la necesidad de Sere (narradora del relato) de contar a su amiga Olga su cotidianidad bajo el cielo caraqueño.
El eje de las cartas de Sere son los pormenores de la investigación de una serie de cuerpos anónimos encontrados en el Guaire, lo que se convierte en el detonante que marca el pulso de su percepción de la realidad y la añoranza del tiempo pasado. Lo que parecía una serie de hechos desafortunados y sin posibilidades de respuesta se convierte en una investigación sólida cuando el sexto cadáver encontrado, a diferencia de los demás, sí puede ser identificado: responde al nombre de Toñito Peralta, estudiante de Educación en la Universidad Central de Venezuela presuntamente vinculado a los llamados colectivos. Así, el asesinato de Peralta abre las puertas a la otra cara de la política nacional, ya que Mariela (su novia) es sobrina de una alta funcionaria del gobierno cuyo actuar devela los entretelones de un aparato gubernamental corrupto. De este modo, la investigación va dando cuenta de la búsqueda de la resolución del crimen y de la realidad caótica generada por la política estadal del chavismo. Al final, la novela, como todo relato detectivesco, cumple y presenta la resolución del crimen de la forma menos pensada. Pero, además, examina el aparataje ideológico que da sostén al proyecto político gubernamental: Sere cuestiona el vivir bajo los tentáculos de un gobierno revolucionario que se autoproclama un gobierno del pueblo.
En general, el relato presenta un ritmo ágil y un lenguaje espontáneo que solo puede darse en la intimidad del género epistolar al que recurre Sere para dejar ver la realidad que la rodea y construirla para su amiga. De esta forma, la hibridez de la obra (novela policial/ novela epistolar) se conjuga con la ficcionalización de la realidad venezolana enclavada en el chavismo y deja claro la urgencia en hallar respuestas ante lo que Sere llama “el limbo de la supervivencia” en la que estamos atrapados. Bien puede leerse esta obra desde la óptica de Josefina Ludmer cuando señala que hay obras que transgreden la literatura y la ficción al reformular la categoría de lo real.
Muerte en el Guaire no es realidad pero tampoco es ficción “pura”, lo que nos recrea es la existencia dentro de un espacio que se ha hecho ajeno y en consecuencia, la identidad, como narración -como dice Gina Saraceni- se ha fracturado, se ha manchado por esa ciudadanía del miedo que todos los caraqueños ostentamos: habitar la ciudad pasa por la sospecha de no saber a qué nos enfrentamos o en qué estamos inmersos más allá de existir bajo una maquinaria de poder que ha fragmentado lo normal para legalizar un continuo estado de excepción. Por eso, leer hoy este texto obliga a juntar los pedazos perdidos de los que pertenecemos a este polvorín y marcar el itinerario de una tendencia literaria ávida en cuestionarnos y cartografiar nuestro presente.