Por FAITHA NAHMENS LARRAZÁBAL
El oficio más antiguo del mundo es ese que permite satisfacer carencias y necesidades humanas: el comercio. Y tan antiguo como el oficio, el poder de cambio y la forma de pago: la moneda. Varios siglos antes de Cristo importantes excavaciones dieron con abundante escoria de hierro fundido en la África de los orígenes, lo que evidencia que los individuos y los pueblos ya intercambiaban con una herramienta de consenso lo que en este punto había y en aquel faltaba, no ya como trueque de bienes por asombros, de cabras por cuentas de vidrios, de ánforas de piedra por lanzas sino como precisa operación financiera realizada con esa pieza no siempre redonda como botones que, según su peso, ostentaría determinado valor y, desde tal medida, capacidad de cambio. También serían las monedas, en sus inicios, objetos de variadísimo tamaño y diseño; y de nuevo de acuerdo con su valía, reflejo de poder.
Acuñadas con el exacto sentido de hoy —aunque ahora mismo en el país perdieron su sentido y ellas mismas desaparecieron de la calle, de los bancos y de los faltriqueras—, tendrían los compradores un variado catálogo de piezas modeladas para hacerse de lo que se ofertaba: lingotes, varillas, barras. Simplificaría el comercio, por supuesto, disponer de esos instrumentos que fueron poco a poco haciéndose más pequeños: incómodo por decir lo menos sería cargar por caminos de arena o tierra o mar con pesados rollos de textiles, que en Nigeria, por lo vistosos que eran, servían como irresistible señuelo de negociación. O las alfombras, el objeto de pago más disuasivo ¡para adquirir esposa! (hecho degradante ¿asociarían a la mujer con la acción de pisar o ser pisada, o acaso con que tiene vuelo?).
Las formas de pago que preceden a la moneda universal, la que al día de hoy permite al que quiere adquirir productos —una casa por ejemplo— salvarse de andar de pueblo en pueblo con una numerosa recua de ganado, entonces era, en esto sí como ahora, una medida de cuantificar y catalogar, solo que habrían sido mucho más diversos su valor y al diseño: casi que cada una tenía su propio código de barra. Su esencia también sería particular. Una moneda podría ser de oro, de bronce, cobre o hierro; asombrosamente la más valorada sería la realizada con este metal. De hecho, se consideraba al herrero una suerte de mago en algunas regiones de África. Era el único con derecho a tener el privilegio de producir —cual banco central— aquello con que se movía la economía hace miles de años: las paleomonedas, esa herramienta que activaba el comprar y el atesorar. Era el herrero, además, el único en quien se confiaba el trabajo de restañar las que se malograban. Podía fundirlas, de lo más ecológico, y volver a diseñarlas de acuerdo con el modelo original.
En aquellos tiempos, estas piezas de cambio metálicas convertidas en joyas o en objetos de utilidad en la labranza o en la cocina ostentaban diseños increíbles: alargadas como lanzas, picudas como pájaros o torcidas como un rizo, eran más pequeñas que un buey pero aun tan grandes que resultaba imposible guardarlas en huchas o en bolsillos. Efectivo con el cual traer a casa decenas de panes —qué tiempos aquellos— también se da por cierto que no pocos visionarios pensaron en acumularlas y atesorar riquezas; hoy esas monedas detentan un valor histórico tal que supera el que entrañaron.
Hallazgos que dan cuenta de su evolución hasta convertirse en el menudo actual han permitido determinar además, según sus modelos y uso corriente, qué costumbres y qué usanzas eran las que identificaban las diferentes culturas: sí era agrícola la comunidad que las acuñó, o si sus gentes se dedicaban a la caza o a la pesca. Es decir, las monedas pueden ser leídas: dan información. No olvidar que también se usaron piedras semipreciosas como monedas: ibas de compras con cortes de ágata, cuarzo y cuarcita. La estética sería un valor de cambio en estas piezas que además eran consideradas milagrosas: llevarlas consigo daba buena energía. Tenían poderes terapéuticos. Aún siguen considerándose así. El cuarzo rosa atrae el amor.
Habrían sido los europeos los que dieron con innumerables monedas de cambio hechas con piedras preciosas y, tras curiosas investigaciones, fueron quienes dedujeron que tales tesoros servían como moneda corriente, igual que las conchas marinas y los caracoles. Centenares de estas piezas añosas que han sido identificadas por país de origen y por tiempo en circulación, algunas con más de tres mil años, están ahora en el Museo de Arte Afroamericano, instituto cultural a cuya cabeza está Nelson Sánchez Chapellín, un devoto de la Historia, de los orígenes. Un economista que siempre se ha preguntado de dónde venimos. Con la tenacidad con que ha levantado el referencial museo ha ido haciéndose de una colección envidiable que exhibe —“Deberíamos tener un museo del oro, otro de nuestras etnias indígenas y sus culturas, otro del petróleo, otro de la hallaca, otro del queso”— la realidad originaria y cómo hemos avanzado o no como civilización.
Hace bajar las quijadas de los observadores y críticos esta colección tan completa, tan históricamente parlanchina, tan fuera de lo común. Asombraban ya al visitante del Museo sus más de tres mil piezas de arte del continente africano, repleto de máscaras, tapices y collares; imaginar el impacto de estas piezas como abrevadero de sabiduría y como contribución fundamental a la hora de hilar la narrativa del proceso que somos desde la hibridez: ¿sabías que el guiso —no el que alude a corrupción: el gastronómico real— tal y como lo conocemos acá es africano?
Catálogo de piezas que desconocen la sal —salario— pero no la esclavitud del asalariado, triste será conocer lo que podía adquirirse con estas monedas: con ellas se pagó por los nativos que fueron vendidos como mercancía; los de la dentadura más completa y los músculos más reventones que serían convertidos en esclavos. Esta pena imborrable de la historia no es una consecuencia del interés en el comercio sino un lunar colosal en la conducta desdeñosa e inhumana de algunos que creyeron que podía la esclavitud dar prosperidad: la indignidad nunca es propicia. En cuanto a las monedas, queda claro que ahora mismo son parte de la vida como el aceite con que se untan los cuerpos que querían hacer brillar.
En el Museo de Arte Afroamericano, la colección de piezas identificadas como formas de pago según sus formas, valores y región constituyen un colosal paisaje ferroso de la creatividad humana que permite al observador hacer un viaje a las huchas magras o boyantes de quienes desde siempre han querido satisfacer sus necesidades usando las formas convenidas para comprar: los que requerían poco o los codiciosos que las atesoraron para ostentar y llevárselo todo. La exposición nos aproxima a todas las monedas, sin excepción —aunque falta la retornable de Don Gato— que instauraron el comercio y no olvida las formas de pago previas, como los animales, transacción con que se construye el vocablo pecuniario que deriva de la palabra latina pecunia, es decir, dinero, y de la palabra pecus, que se traduce como ganado. Como las armas, ay, las cabras serían especialmente cotizadas como una manera reconocida para saldar deudas. Por eso, cuando se inaugure la exposición, en la puerta del Museo —museo que es monedita de oro caraqueña— un par de cabras podrían estar recibiendo en la puerta. Cuidado con los verdes, tan escasos y quién sabe si les da por quererlos masticar.