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Modo Shepard

A la prolífica obra de Sam Shepard (1943-2017) como dramaturgo —más de cincuenta obras publicadas, numerosos reconocimientos, un Premio Pulitzer y la Medalla de Oro de la Academia de las Artes y las Letras entre ellos— hay que añadir otras trayectorias: actor, guionista de cine, músico, cronista y excepcional narrador. Las notas que siguen se refieren solo a cinco de sus libros de narrativa, a propósito de El cómputo de los días, traducido por Javier Calvo, recién publicado por Hojas de Hierba Editorial (España, 2024)
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Por NELSON RIVERA

Crónicas de motel (1985)

No tengo respuesta a la pregunta de dónde comienzan y dónde finalizan los libros de Sam Shepard. De los cinco que hablo aquí —Crónicas de motel, El gran sueño del paraíso, Yo por dentro, Espía de la primera persona y El cómputo de los días—, quiero decir: parecen provenir de algún lugar incierto, pasan frente a nosotros fugaces y continúan su andar improbable. Continúan. Momentáneas apariciones rodeadas de silencio.

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Cuando Crónicas de motel fue traducido al español en 1985, resultó evidente: era distinto. Aquella secuencia de narraciones breves, poemas y miniaturas apenas esbozadas; aquel paso por carreteras y moteles en los límites; aquel mundo rural o semirrural disperso en la inmensidad estadounidense; aquel mundo de vehículos, sonidos lejanos y frágiles recuerdos a punto de extinguirse; aquellas escenas casi impronunciables y de pocas palabras constituían una estética, un modo Shepard. 

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“Me duché con agua fría en el Best Western Motel de Arcadia, justo enfrente de la pista de carreras de coches. Anduve desnudo por la habitación, dejando gotear el agua en la alfombra anaranjada, dudando si conectar o no la TV, mirando, sin descorrer del todo las cortinas, los coches aparcados delante de las habitaciones, cada uno aparcado en el número correspondiente a su habitación. Abrí mi mapa de carreteras Rand McNally, lo extendí sobre la cama y me quedé mirando el estado de Wyoming. Pasé el dedo por la serranía Big Horn”.

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El modo Shepard es fragmentario, móvil, casi inaprensible. Recopilación de hechos o circunstancias inconclusas. De seres separados del mundo. Una voz recuerda, en cuatro cortos párrafos, un viaje de infancia en el asiento trasero de un Plymouth. En una especie de lejana pradera (seguramente un parque) hay unos grandes dinosaurios de yeso, iluminados desde abajo. Junto a su madre, que tararea en voz baja, camina entre las patas de los animales. Las dos últimas frases: “No había nadie. Sólo nosotros y los dinosaurios”.

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Sin embargo, Crónicas de motel desborda el marco de lo autobiográfico, como si los recuerdos se abandonaran a las sirenas de la imaginación. En el modo Shepard autobiografía y ficción se atraen. Comparten una melancolía esencial. Habitan una zona fronteriza desdibujada. Pasan de un lado a otro, hasta este extremo: se pierde el sentido de qué es memoria y qué imaginación. Se desplazan por un campo sin señales. No les importa la posible perplejidad del lector. Importan las obsesiones del narrador (como la recapitulación, no siempre satisfactoria, de su trabajo como actor). 

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El imaginario del padre militar. El cuerpo como sismógrafo del mundo. Gajos de memoria que parecen caer del techo como cae un insecto en la sopa. La imposibilidad de regresar, una vez que se ha emprendido el camino. Los agobios y movimientos incontrolados de la psique (“de repente, empiezo a tener vivas premoniciones”). La sensación, como el ir y regresar de las mareas, de que todo ha quedado atrás, pero que el viaje, porque está dirigido a ninguna parte, debe continuar. El sorpresivo punto y aparte en algunas narraciones, donde el flujo simplemente se detiene, quizá porque saber más podría conducirnos hasta los demonios. 

El gran sueño del paraíso (2004)

Proximidades de Oakdale, California. Un hombre llega a una finca. ¿Acaso un veterinario? Viene a reeducar a un caballo indomesticable, que su dueño ha comprado en una feria. Reeducar significa tenderle una trampa al animal y someterlo a un shock, que se ejecuta con explosiva violencia. El visitante celebra el resultado de su intervención. El dueño cree que el caballo ha muerto. Insulta al especialista. Pero el caballo se levanta. No opone resistencia cuando, cogido por la crin, lo conducen a su corral. Dice el domesticador, casi al final de El hombre que curaba a los caballos:  “Los caballos son como los seres humanos. Tienen que conocer sus límites. Una vez los descubren son felices sencillamente pastando el campo”. 

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Está en los dieciocho relatos reunidos en El gran sueño del paraíso: formas de irritabilidad explícita o a punto de estallar. Diálogos imposibles (no sé si en el Shepard dramaturgo reaparece con tanta insistencia la idea de que en toda conversación subyace algo absurdo: o colapso o desvanecimiento). Vastos campos, coches, camiones, caballos, olores de intensidad animal, deseos que no encuentran una ocasión para posarse, obcecados solitarios, algún personaje que no se rinde y habla solo en el transcurrir de una carretera sin fin, hasta que un halcón se estrella contra el parabrisas. Lugares que no es posible asociar a nada que no sea una pérdida. 

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En La puerta hacia las mujeres. la secuela de la devastación: un hombre abandona su hogar. Al partir, deja sus bienes en el sótano: ropas, mantas de caballo, aperos, fotografías, papeles de una vida, objetos que hablan de sus aficiones. Al marcharse, llueve durante cinco días. El sótano queda sumergido bajo las aguas y el barro. A los meses, del lugar se levanta el hedor de la podredumbre. Con la ayuda de una amiga y una botella de vodka, la esposa embala toda esa carga, cajas y cajas de materia descompuesta (cabe decir, compostaje de una vida, residuos del paso de los años), y se lo envía con una empresa de transporte. Existencia convertida en maloliente descomposición.

Yo por dentro (2018)

Yo por dentro —titulada originalmente The one inside— es el libro de un hombre que no termina de caer rendido al sueño. Transcurren las horas de la madrugada y está en su cama. Se sumerge en el pasado. Se desplaza de la vigilia a la somnolencia. De la nitidez a la escena onírica. Algunos hechos parecen comprensibles, narrables. Otros se agolpan en imágenes fulminantes: frases, pequeños episodios que no tardan en disolverse. El narrador es como un hombre con las piezas de un rompecabezas incompleto y roto.

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El que narra no es otro que Shepard: piezas cortas de melancólico desgranar, preguntas que no tienen respuesta, el tumulto interior de los perdedores. La sensación de que la esperanza ha quedado atrás. Y que, en la ruta que sigue, todo es incierto. Como si nos dijera: a fin de cuentas, el humano es el capricho de la indefensión.

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Yo por dentro son desplazamientos del modo Shepard: recapitulaciones del dolor, la perplejidad, las figuras fantasmales, los aplazamientos. Son paisajes Shepard: el Estados Unidos periférico, carreteras que se diluyen en la lejanía, geografía inabarcable por la que transitan hombres solitarios. Y están las obsesiones Shepard: el padre, engranaje capitular de estos ejercicios de la memoria; las piezas casi irreconocibles de sus recuerdos como actor; las mujeres, cuyas marcas no desaparecen nunca. Y está la inquietante historia de Felicity, que emerge y desaparece como un espectro en el transcurrir del libro, una jovenzuela amante del padre, que también lo sería del narrador.

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Escribe la compositora y artista Patti Smith, en el irremplazable prólogo de Yo por dentro: “Toda su vida le han cautivado, confundido y divertido las mujeres, le han atraído y obligado a evitarlas. Pero al final no se trata tanto de las mujeres como del alma cambiante del narrador. Recorremos las espirales de su mente prismática, su corazón cansado, no a través de la confesión, sino de una sinceridad poderosa, una fascinación por la indiferencia. Lo cierto es que quizá esté cambiando pero sigue siendo el mismo, el chico que corre, el adolescente emancipado, el hombre colérico al que traicionan los músculos” (la última frase se refiere a la enfermedad neuromuscular degenerativa que le causaría la muerte a Shepard).

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Aunque la memoria siempre tambalea, Shepard me hace pensar que hay cosas que no pueden olvidarse. Y aunque vivir es también cargarse de desechos, algo de la masa de lo perdido, de lo superado, de lo que pertenece a otro tiempo, sobrevive y reaparece. Y no sabemos por qué. 

Espía de la primera persona (2023)

Un hombre transcurre los días sentado en una mecedora. Bajo su vieja gorra de béisbol, se mece. Desde el otro lado de la calle, alguien le observa (“Alguien quiere saber algo de mí que ni siquiera yo mismo sé”). Al salón donde permanece a lo largo de los días, entran y salen los que atienden al hombre de la mecedora (es Shepard o su proyección, tomado por la Esclerosis lateral amiotrófica: “Tiene algún problema en las manos y los brazos. Me he fijado en eso. Manos y brazos no le funcionan bien”). 

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Sin embargo, quien le observa no es otro. Es la misma voz narrativa, que observa y se observa. Por esta variante del doble camina esta brevísima y heroica narración final de Shepard, que escribió cuando ya ni siquiera podía sostener un lápiz, en días en los que se aproximaba a su muerte.

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Aquí está el Shepard de siempre —el narrador que mira el mundo con el lente salvado tras sucesivas tormentas—, pero sutilmente distinto: como si unas ráfagas de viento se hubiesen llevado consigo la niebla que desciende sobre la memoria como si hubiesen arrastrado algo del polvo —áspero polvo— que envuelve los hechos del pasado.

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En algún texto, casi en la mitad de su corto recorrido, anota su fe literaria: “Hay momentos en que no puedo evitar pensar en el pasado. Sé que es en el presente donde hay que estar (…) pero a veces el pasado se presenta sin previo aviso. El pasado no aparece por completo. Siempre reaparece por partes. De hecho se desmenuza. Se presenta como si hubiera vivido de forma fragmentaria”.

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Y dos párrafos más adelante, toma esta inusitada posición: “La experiencia del presente es de anonimato. De absoluto anonimato. El modo en que el sol toca el pavimento. El modo en que te toca los pies desnudos. El modo en que una cagada de perro se aplasta entre los dedos de tus pies”. 

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En Espía de la primera persona (publicado en inglés en 2017, año de la muerte de Shepard), las escenas están más iluminadas, recortadas con precisión. En los mínimos relatos se cuela, a veces, el hombre que repasa la vida con instrumentos de largo alcance: “Qué es lo que te desmoraliza, lo que te hace pensar que nunca lo conseguirás, que nunca conseguirás nada. No sé qué es. La monotonía. La rutina”. Hablan del tratamiento y el narrador pregunta: “¿Hay algún modo de sanar el presente?”.

El cómputo de los días (2024)

Si tuviese que encerrar El cómputo de los días (Hojas de Hierba Editorial, España, 2024), en una palabra, escribiría ‘muestrario’. Muestrario Shepard: de hilos sueltos dejados en las carreteras. De las escenas de soledad sobrecogedora donde el narrador se aproxima a sí mismo. De los raptos de melancolía que vibran en el aire a punto de desaparecer en la fragilidad de los recuerdos. Del paso por decenas de carreteras y hospedajes. De simulaciones inútiles, escenificadas en un mundo en declive. De personajes sumergidos en sus insondables misterios o en sus ficciones o próximos a ser doblegados por todo cuanto bulle en sus pensamientos. “Alguien me contó una vez que los griegos habían inventado un elixir mágico para expulsar el recuerdo de todos los sufrimientos y dolores”. 

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Como en otras de sus obras narrativas, se suceden relatos (por ejemplo, la historia de la cabeza de un decapitado, que reaparece cada tanto), poemas, esbozos de recuerdos, misceláneas y breves diálogos de seres que habitan en los lindes. Shepard no rehúye a la cotidianidad, a la que faculta connotaciones líricas.

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“Aquí tumbado escuchando a mi hija cazar mosquitos en la habitación de al lado; dándose palmadas en el muslo. Esta noche las olas son más suaves: casi lamen la arena. Se ha apagado el viento. Hay alguien poniendo música euro-disco repetitiva de ninguna parte en la puerta de al lado. Lo único que puedo distinguir es la línea amortiguada de los bajos. Las palmadas de mi hija se vuelven más fuertes y violentas. Su tortura es palpable. Su madre da vueltas en la cama a mi lado y grita: “¡A los mosquitos no te puedes poner a darle porrazos! ¡Hay que tener precisión!”. Su voz transmite la autoridad de las Minnesota Boundary Waters. Los golpes procedentes de la habitación de mi hija se detienen. Su vela se apaga”.

—Los cinco libros comentados:

*Crónicas de motel. Sam Shepard. Traducción: Enrique Murillo. Editorial Anagrama, España, 1985.

*El gran sueño del paraíso. Sam Shepard. Traducción: Eugenia Broggi. Editorial Anagrama, España, 2004.

*Yo por dentro. Sam Shepard. Prólogo: Patti Smith. Traducción: Jaime Zulaika. Editorial Anagrama, España, 2018.

*Espía de la primera persona. Sam Shepard. Traducción: Mauricio Bach. Editorial Anagrama, España, 2023.

*El cómputo de los días. Sam Shepard. Traducción: Javier Calvo. Hojas de Hierba Editorial, España, 2024.

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