Apóyanos

Mito y hermetismo en la obra de Juan Sánchez Peláez

    • X
    • Facebook
    • Whatsapp
    • Telegram
    • Linkedin
    • Email
  • X
  • Facebook
  • Whatsapp
  • Telegram
  • Linkedin
  • Email

Por MIGUEL GOMES

Rara vez se ha constatado la dimensión social de una poesía tan hermética como la de Juan Sánchez Peláez. Creo, no obstante, que desde Elena y los elementos (1951) hasta los textos inéditos de la Obra poética de Lumen, de publicación póstuma (2004), podemos dar con huellas de estructuras afectivas que responden a la realidad venezolana. Me refiero al registro de actitudes y vivencias predoctrinarias pero sin duda comunitarias.

Esas respuestas, en particular, surgen ante el progresismo avasallador y triunfalista imperante en un país que de la miseria decimonónica había llegado en 1950 a tener el cuarto producto interno más alto del mundo, y del predominio agrario absoluto se había convertido en una potencia petrolera donde la modernización avanzaba con una celeridad inédita en el contexto latinoamericano, liquidando brusca y acríticamente modos de vida tradicionales y buena parte de su entendimiento de la posición del ser humano en el universo. De los años cincuenta a los ochenta ese «sueño venezolano» se mantuvo, y aun durante los noventa, si bien maltrecho, perseveró. La labor de Sánchez Peláez es coetánea de ese proceso. Y coincide en el tiempo —lo más importante a mi ver— desplegando un solapado disenso en su índole y preferencias. En tal crítica se incorpora lo atemporal, lo no gobernado por la trayectoria racionalista que va del pasado al futuro; asimismo, se añade un sentimiento ucrónico del entorno material y, sobre todo, una religiosidad exenta de dispositivos institucionales. Desde esa perspectiva, aunque parezca paradójico, una poesía en apariencia tan oscura como la suya estuvo cerca de la muy «transparente» del Eugenio Montejo ortónimo: la entrega al cosmos y a lo mítico, aquello que escapa a las regulaciones de la civilización o la conciencia, en ambos compensó los excesos del culto hegemónico a la modernidad de los que fueron testigos en Venezuela.

Ateniéndonos a Sánchez Peláez, también su recuperación en plenos años cincuenta del lenguaje para entonces histórico de las vanguardias es un gesto paralelo de descreencia en la incesante búsqueda de lo novedoso o una refutación de que haya en las artes un desarrollo análogo al del Estado. La prolongación hasta los albores del nuevo milenio de esa estética voluntariamente extemporánea radicaliza el proyecto. Lo anterior puede plantearse desde otro mirador: estamos ante un surrealismo despojado de vanguardia, sin las urgencias antagónicas, activistas, agonistas y nihilistas que, según Renato Poggioli, comparten los movimientos de entre guerras (1). Octavio Paz, que vivió el paso del surrealismo a una fase posvanguardista, ofrecía en los años sesenta, con ocasión de una semblanza de Breton, reflexiones que juzgo oportuno recuperar:

Ignoro cuál será el porvenir del grupo […]; estoy seguro de que la corriente que va del Romanticismo alemán y de Blake al surrealismo no desaparecerá. Vivirá al margen, será la otra voz. El surrealismo, dicen los críticos, ya no es la vanguardia. Aparte de que tengo antipatía por ese término militar, no creo que la novedad, el estar en la punta del acontecimiento, sea la característica esencial del surrealismo (2).

Un elemento del legado vanguardista que trascendió el gusto por la innovación fue el ávido examen de los mitos. El acceso a ese manantial de temas y formas lo impulsa, en un primer momento, la fascinación de muchos artistas durante las cuatro primeras décadas del siglo XX por una ciencia social que compensaba las rigideces del biologismo al cual se habían adherido los naturalistas: aproximándose a la antropología cultural, el arte continuaba vinculado con las ciencias exento de las reducciones monstruosas que en ciertas cosmovisiones la obsesión positivista ocasionaba. Lo prueba T. S. Eliot, quien, después de confesar el efecto inspirador que en The Waste Land tuvieron los libros de Jessie Weston y de James Frazer, reseña el Ulysses de Joyce alegando que «La sicología […], la etnología y La rama dorada han concurrido para hacer posible lo que hace unos años era imposible. En vez de un método narrativo, empleamos uno mítico. Estoy convencido de que favorecerá la interacción del arte y el mundo actual» (3). No solo a los escritores europeos los atrae la modulación o interpretación desfamiliarizadora de leyendas y mitos, sino que tales iniciativas dejan huellas indelebles en la literatura hispanoamericana. Para nombrar casos insoslayables, ténganse en cuenta que uno de los poemas cumbres de la vanguardia continental, Altazor (1931), se vertebra gracias a la doble alusión a la caída de Ícaro y a la de Satán, y que, poco después, Defensa del ídolo (1934) de Omar Cáceres —volumen, por cierto, con prefacio de Huidobro— se sirve del mitema estructurador del viaje al inframundo, reino donde la voz lírica, abandonando el espacio-tiempo de la realidad, se reunirá con el anhelado dios interior y dará por culminado su libro: «Pizarra del silencio, soy un punto caminante; / eslabones herméticos, hablándose al oído» (4).

La crítica sobre Juan Sánchez Peláez suele concordar en que su experiencia chilena fue crucial para la formación de su poesía. Justamente, una de las conexiones menos destacadas, pero para mí vital, es la que se produjo no con el surrealismo un tanto adocenado y burocrático de La Mandrágora —«surreachilismo» lo llamaba burlonamente Enrique Lihn—, sino con el creacionismo en la línea de Cáceres. Pedro Lastra, editor de este último, ofrece un testimonio interesante de cómo el venezolano sentía devoción por aquel protegido de Huidobro que cayó en el olvido hasta su redescubrimiento en 1996. Tras relatar cómo lo sorprendió que Gonzalo Rojas recordara de memoria versos enteros de un libro que no tenía en sus manos desde hacía medio siglo, Lastra explica que, en una cena en Nueva York a principios de la década de los noventa, «Cáceres revivió de manera parecida en un diálogo con el poeta venezolano Juan Sánchez Peláez. Él sabía de Defensa del ídolo desde [su] residencia en Chile, entre 1939 y 1941. No había conocido al autor ni había visto nunca el libro, pero sí la Antología de poesía chilena nueva. Y desde ahí regresaron otra vez, en una reconstrucción concertada a dos voces, algunos poemas de Omar Cáceres» (5).

Quien haya leído Defensa del ídolo no dejará de notar la afinidad de tono y léxico con pasajes de Sánchez Peláez, como este que tomo de «Antes de dar forma», composición perteneciente a Rasgos comunes (1975):

Alguna vez [el niño que fuiste] avanza nada casual

hacia el centro de tu morada hermética,

y no hay evasivas para ti

y ya no empujas inmensos bloques de hielo

entre las rosas y el miedo

y hay fragancia para tu pecho

cuando bajo la hierba o el cielo

brilla el carruaje firme de fuego (p. 159) (6).

 

Los ecos no se confinan al viaje hacia el centro profundo o el lugar sagrado, y a que este se asocie explícitamente a lo «hermético», sino que incluyen la imaginería igualmente mítica del carruaje de Hermes que figura en Defensa del ídolo en uno de los poemas más recordados por Rojas y Volodia Teiltelbaum —coautor con Eduardo Anguita de la Antología de poesía chilena nueva (1935)—. Me refiero a «Insomnio junto al Alba»:

En vano imploro al sueño el frescor de sus aguas.

¡Auriga de la noche…! (¿Quién llora a los perdidos?)

vuelca la luna sobre su piel el viento, mientras

que de la sombra emerge la claridad de un trino.

 

Tambalean las sombras como un carro mortuorio

que desgaja la ruta, el collar de sus piedras […] (7).

 

La proximidad elocutiva al libro de Cáceres queda patente cuando otro poema de Sánchez Peláez, el inmediatamente anterior a «Antes de dar forma» en Rasgos comunes, describe el mundo subterráneo:

Profundamente los muertos tienen sueño, pero ¿qué hacer? Luego se halla con ellos el ídolo del vaho y el humus, el lento y fortuito reptar en medio del follaje trémulo o el miedo que los consume como mariposas blancas o rojas detrás de una lámpara. Si quieren pronunciar nuestros nombres, la noche cerrada les impone muros altísimos de ardorosa ley. A veces agitan sin embargo una máscara que ruega y aúlla en la penumbra sobre nuestro perfil y tallan por el pozo de la roca, brechas en línea recta con ases de oros, rumbo a atribulados, fríos arcanos (p. 158).

No reduciré a la afinidad entre Sánchez Peláez y Cáceres la presencia en aquel del mitema de la travesía al más allá, que para la época de las vanguardias se convertía en una inevitable incursión en el inconsciente: recuérdese la vinculación que hacía Eliot de sicología y etnología, y tampoco soslayemos las palabras de Huidobro en 1935: «¿Qué persona culta no deseará poseer en su biblioteca las obras completas de Freud y Jung?» (8). El descensus ad inferos —y su variante la nekyia, donde para estar en contacto con los espíritus no hay un desplazamiento— se reitera tenaz en el arte de los albores del siglo XX y no se restringe a la poesía —recuérdese la secuencia de la caída en el espejo de Le Sang d’un poète (1930) de Jean Cocteau— ni se restringe, naturalmente, a la vanguardia —el caso de La vorágine (1924) de José Eustasio Rivera es elocuente—. En la obra de Sánchez Peláez resulta no menos frecuente, desde sus primeros libros hasta los últimos: un periplo narrado fragmentariamente, con vislumbres fugaces aquí y allá, discontinuidades que se atenúan cuando hacemos lecturas conjuntas de sus siete libros y los poemas póstumos.

La peregrinación al centro localizable en el alma humana acude una y otra vez a un vocabulario geográfico o cultural. En Elena y los elementos se nos habla ya de la partida:

Yo atravesaba las negras colinas de un desconocido país.

He aquí el espectáculo:

Yo era lúcido en la derrota. Mis antepasados me

entregaban las armas del combate.

Yo rehuí el universo por una gran injusticia.

Tú que me escoltas hacia una distante eternidad:

Oh ruego en el alba, cimas de luto, puertas que

franquean tajamares de niebla.

Salva mis huestes heridas, verifica un acto de

gracia en mis declives […] (p. 13).

Lo femenino, uno de los tesoros que persigue el viajero en ciertas variantes del mito —la de Orfeo o la de Teseo y Pirítoo—, se oculta en el mundo subterráneo: «Ella, la heroína de los infiernos / Desenvuelve en el hombre / Virajes de la cabeza / Como los reyes en una postal» (p. 18). Y un primer vislumbre optimista del desenlace se definía hacia la conclusión de Elena y los elementos, en el poema «Diálogo y recuerdo»: «Este apasionante encuentro con la doncella subterránea / No fue ovacionado con trompetas de corales», solo que la estructura narrativa quizá se evidenciaba tanto con esos dos primeros versos —presentes hasta su Poesía (Monte Ávila, 1993, p. 42)— que Sánchez Peláez los eliminó en la versión final de su Obra poética. El descensus, pese a ello, persiste en su quehacer y bastan los ejemplos citados de Rasgos comunes para probarlo.

Otros mitemas, cabe apuntar, pueblan el universo que diseña esta escritura. Tal vez el más destacado sea el de la pérdida del paraíso que, como implica su búsqueda subsiguiente, a veces se superpone al viaje al orbe de lo sagrado. Uno de los poemas emblemáticos de Elena y los elementos nos instala de lleno en ese ámbito, confabulando el mito y relatos matrices del sicoanálisis:

Al arrancarme de raíz a la nada

Mi madre vio, ¿qué?, no me acuerdo.

Yo salía del frío, de lo incomunicable.

 

Una mañana descubrí mi sexo, mis costados quemantes,

mis ráfagas de imposible primavera.

 

A la sombra del árbol

de mi gran nostalgia ya comenzarían a devorarme,

ya comenzarían […] (p. 10).

 

Esa añoranza del escenario primordial con el tiempo se hará más explícita, así como el afán de recuperar lo que se ha extraviado:

Las cartas de amor que escribí en mi infancia eran memorias

de un futuro paraíso perdido. El rumbo incierto de mi

esperanza estaba signado en las colinas musicales de mi

país natal. Lo que yo perseguía era la corza frágil, el lebrel

efímero, la belleza de la piedra que se convierte en ángel (p. 20).

 

La peregrinación, como he anticipado, esporádicamente se confunde con el descensus, tal como se aprecia en «Un día sea»: «Si solamente reposaran tus quejas a la orilla de mi país, / ¿Hasta dónde podría llegar yo, hasta dónde podría? / […] / Me veo en constante fuga. / Me escapo a mí mismo / Y desciendo a mis oquedades de pavor» (p. 34). Pero en libros posteriores como Lo huidizo y lo permanente (1969) se hará inminente el regreso, la reunión de lo escindido: «Si vuelvo a la mujer, y comienzo por el pezón que me trae / desde su valle profundo, y recupero así mi hogar en el / blanco desierto y en la fuente mágica. // […] // Si vuelvo a ti, si muero, si renazco en ti» (pp. 124-125). Lo mismo podría sostenerse de porciones de Rasgos comunes, donde lo que antes era país, paraíso u hogar ahora es ciudad: «Cuando pongo la mejilla en esa melodía, recupero un instante la ciudad perdida. // Vivo sin leño ni lumbre, señuelo en pos de ti» (p. 133).

El deseo de reintegración genesíaca del sujeto con quien al principio era madre o Edén y luego una presencia femenina no identificada perdura en esta poesía con variantes numerosas: «No fue la diosa de los bosques más hondos, ni ella cuando bajaba el último peldaño, ni él envuelto con mi fuero íntimo, ni las dos fablas de pie, hombre y mujer, ni esta arcilla o aristas bien duras, oh mañana» (p. 148). Con todo, hacia su última fase, cuando el hablante ya casi no rememora su infancia y encarna el personaje contrario —«Y este que soy yo: blanco y anciano en mi libro», leemos en Por cuál causa o nostalgia (1981) (p. 189)—, el reencuentro con la pareja original escindida se produce de modo más claro, lo que equivale, por otra parte, a un epílogo a la peregrinación. Aire sobre el aire (1989) nos depara algunos de los poemas más exaltados desde ese punto de vista. En aras de la brevedad, escojo «Yo no soy hombre ni mujer», donde la androginia sugiere un entendimiento platónico del restablecimiento de la unidad:

Yo no soy hombre ni mujer

yo solo tengo resplandor propio

cuando no pierdo el curso de río

cuando no pierdo su verdadero sol

y puedo alejarme libre, girar, bogar,

navegar dentro de lo absoluto y el

mar blanco

 

entonces sí soy

el hombre rojo lleno de sangre

 

y sí soy la mujer: una flor límpida, un

lirio grande

 

y también soy el alma

 

y clarean los valles hondos

en nuestro mudo abrazo eterno,

amor frío

 

—y qué más

qué más por ahora

piragua azul

piragüita (p. 226).

 

Mircea Eliade aseveró que las creencias religiosas o filosóficas que implican la coincidentia oppositorum «revelan la nostalgia de un paraíso perdido, la nostalgia de un estado paradójico en el cual los contrarios coexisten y donde la multiplicidad compone los aspectos de una misteriosa unidad» (9). En el caso de este poema tenemos la disolución de la nostalgia en una atmósfera numinosa —las imágenes de «luz mística» también estudiadas por Eliade, señales de un universo inmaterial (10)—y en lo indecible, el «qué más» que antecede a la deriva total del amor tras la cual sobreviene el silencio. Más importante aún, ha de repararse en que dicha disolución se produce simultánea a la multiplicación de lo uno con dobletes insistentes —anáforas: yo/yo, cuando/cuando, y/y/y/y; o geminaciones: piragua-piragüita—, con emparejamientos léxicos, algunos inesperados —hombre-mujer, río-sol, lo absoluto-el mar blanco, flor límpida-lirio grande—, pero principalmente con la tensión que da cuerpo al poema entre la negatividad inicial y la acumulación vigorosa de afirmaciones que llenan el vacío del no ser.

El ansia metafísica de una restauración que tanta coherencia y continuidad aporta durante cinco décadas a la escritura de Sánchez Peláez expone los fundamentos de su poética: origen y expresión son inseparables ―por algo, su primer libro evoca un alumbramiento, el del sujeto lírico “arrancado de raíz a la nada”―. El discurso mítico insinúa, podría deducirse, el reclamo de una realidad diferente: sea cual sea nuestra auténtica identidad, esta se elabora con signos en los que resuena el deseo de comunión, trascendencia y eternidad que la concepción lineal del tiempo o el consumo compulsivo de lo nuevo, propios de lo moderno, jamás logran asimilar.

Notas

1 Renato Poggioli, Teoria dell’arte d’avanguardia, Bolonia: Il Mulino, 1962, pp.41-44.

2 Octavio Paz, Corriente alterna, México: Siglo XXI, 1967, pp.60-61.

3 T. S. Eliot, Selected Prose, Frank Kermode, ed., New York: Harcourt, 1975, p.178.

4 Omar Cáceres, Defensa del ídolo, Pedro Lastra, ed., Santiago de Chile: Lom, 1996, p.23. [Esta reedición, con sus notas, se publicó el mismo año en México (El Tucán de Virginia) y en 1997 en Venezuela (Pequeña Venecia).]

5 Cáceres, op.cit., pp.63-64.

6 Juan Sánchez Peláez, Obra poética, Barcelona: Lumen, 2004 [con una excepción que señalaré, mis citas de JSP provienen de esta edición, corregida por una amiga del autor, la poeta Ana Nuño, según lo acredita una nota final].

7 Cáceres, op.cit., p

8 Vicente Huidobro, «Los días y las noches II», Todo el mundo en síntesis, Santiago de Chile, 7/11/1935, p.8.

9 Agradezco a Guillermo Para que me haya permitido cotejar ediciones de Elena y los elementos previas a las de 1993 y 2004. Convendría hacer un análisis minucioso de las diversas correcciones introducidas por Sánchez Peláez a lo largo de los años en este y otros libros, lo que lo inscribiría mucho más en un surrealismo de posvanguardia como el de Paz, gran corrector de su propia obra contra los mandatos bretonianos de espontaneidad absoluta. El ejemplar de su Poesía (1993) que Sánchez Peláez me dedicó tiene, en rotulador negro, entre otras anotaciones, las siguientes, en la página de créditos: «1ª edición, 1984» y, al lado, de su puño y letra: «la retiré de circulación»; «2ª edición, 1993» y, al lado, «corregida». Las modificaciones de la edición de Lumen de 2004 son también llamativas, e incluyen, como he apuntado, versos y poemas suprimidos.

10 Mircea Eliade, Mefistófeles y el andrógino, Fabián García Prieto, tr., Madrid: Guadarrama, 1969, pp.155-156.

11 Op.cit., p.96.

El periodismo independiente necesita del apoyo de sus lectores para continuar y garantizar que las noticias incómodas que no quieren que leas, sigan estando a tu alcance. ¡Hoy, con tu apoyo, seguiremos trabajando arduamente por un periodismo libre de censuras!

Apoya a El Nacional