Era un tiempo en que los caraqueños nos reuníamos con recurrente entusiasmo a celebrar en nuestras casas los más variados acontecimientos familiares junto a amigos y allegados. No había semana en que una invitación a una fiesta tal no cortara la monotonía de los fines de semana o la plácida igualdad de los días destinados al recogimiento o al reposo. La franca hospitalidad, la conversación amable, el festejo animado y el deleitable obsequio culinario constituían los empeños de cada anfitrión y los impulsos de cada invitado que, casi siempre, se entendía catador experto o libador dionisíaco y, sobre todo, degustador privilegiado o, más aún, comensal satisfecho.
Era un tiempo en que los caraqueños nos reuníamos a disfrutar de los placeres de la mesa y en donde agasajar constituía el obsequio más apetecido de todo anfitrión y de todo organizador de festejos. Servir pasapalos, tan variados como las mismas bebidas que se ofrecían (entre tantos otros, los muy solicitados tequeños junto al jamón serrano con melón, a las ciruelas envueltas con tocineta o a las delicadas porciones del salseado sanduchón), iba a entenderse marca de calidad de toda fiesta, reunión, ágape o sarao en el que uno se encontrara. En estas materias, la abundancia y la confección del obsequio anunciaba el pase final por la mesa, en la que siempre aguardaba un almuerzo o una cena cargados de manjares muy selectos que halagarían al paladar más desprevenido. Los postres, en estas veladas de amistad y culinaria, serían protagonistas indestronables y esperada corona gastronómica de la tarde o noche en que se llevara a cabo la celebración. Es a ellos, y a uno de ellos en concreto, a los que esta narración se dedica.
Las mesas de postres repartían honores y desplegaban apetencias en una gama muy diversa y grata de opciones dulcificantes. El arroz con leche y el bienmesabe, los cascos de guayaba con queso Filadelfia y el coctel de frutas, la torta de pan y el ponqué adornado con chocolate o fresas, el brazo gitano con relleno de chocolate y leche condensada cocinada al baño de María y las tortas (de milhojas, de profiteroles o la Saint-Honoré) encargadas a las más finas pastelerías de la ciudad, la gelatina de frutas y la natilla, las polvorosas y los suspiros, el majarete y el dulce de lechosa, la jalea de mango y la torta de cambur y, entre tantos y tantos más, uno de los reyes indiscutibles de nuestros postres de mesa: el quesillo.
Sin embargo, por ese tiempo (finales de los años setenta o a comienzo de los ochenta en mi data personal) vino a aparecer ante nuestras miradas admirativas una extraña criatura junto a los postres criollos más populares. Su forma llamativa y las hipótesis sobre el proceso para su elaboración (que por demás creíamos muy complejo) hizo que el extraño dulce adquiriera un encanto que muchos de sus congéneres ya habían perdido por muy conocidos o por muy probados. Su nombre, en esta misma idea, iba a propiciar transportes de la fantasía como nunca antes habían experimentado nuestros postres en la imaginación de las personas. El inventor de la criatura la llamaría con el sugestivo, poético y misterioso apelativo de Isla Flotante. Una suerte de contrario sentido que, más que trasgresión a la lógica, se apuntaba como partícipe en los terrenos difusos y encantadores de la metáfora: una isla que flotaba como todas las islas, pero que estaba a punto de hundirse como si se tratara del naufragio de un barco, cosa que siempre ocurría en las bocas aguanosas de los curiosos degustadores. Más aún, era postre que por su forma y confección, cuya descripción estamos por adelantar, iba progresivamente hundiéndose hasta sumergirse en sus propias aguas edulcoradas, ante la mirada terrífica de los comensales que habían llegado tarde a servirse o que por comedimiento no lo habían querido hacer al primer impulso.
Su imagen era un espectáculo. Sobre un mar de crema con sabor a vainilla, denso, sereno y abundante como para que pudiera flotar sobre él cualquier tipo de superficie, se erguía orgullosa la estructura central del postre, una montaña de suspiro o un promontorio de merengue medianamente sólido y tersamente espumoso constituiría la porción firme de esta ínsula de placer singular. En algunos casos, como si de una fracción de tierra abandonada en el misterioso océano se tratara, sobre el merengue se hacían derramar hilos de caramelo derretido que, como una lava gratísima, crearía la adicional ensoñación de pensar que la exótica isla era un atronador y mortífero volcán.
Llegado el momento de saborear el suculento postre, se recomendaba picar un trozo del merengue y servirlo en el plato sobre una porción de crema, con la finalidad de reproducir en cada uno la imagen que el postre todo tenía en su presentación preliminar, dentro del amplio recipiente que como un horizonte sin fin lo contenía y limitaba. La mezcla de sabores que este plato generaba en el paladar es poco menos que imposible de narrar. Diferentes gradaciones de azúcares y texturas encontradas formaban una exquisita amalgama de sensaciones deleitables que fascinaba al apetito y que motivaba a una repetición de los placeres hasta que la geografía toda de la isla y el mar mismo que la albergaba ya dejaran de existir.
Y como si nos hubiéramos comido –sin saberlo– los últimos bocados de este delicioso manjar que tanto encanto aportó a las mesas caraqueñas de mi niñez y adolescencia, la Isla Flotante desapareció para siempre y nunca más nadie la volvió a preparar y nunca más lució exótica y paradisíaca en nuestras fiestas, como si su extinción quisiera señalar el olvido de un mundo que no volveríamos a vivir más, porque lo dejamos perder para siempre.
Esta es, pues, la historia de la misteriosa desaparición de la Isla Flotante de nuestras mesas, de nuestros paladares y de nuestros gustos. Nunca, por otra parte, su desaparición de nuestros recuerdos, en donde tendrá larga y ensoñadora vida.
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Las razones del gusto y otros textos de la literatura gastronómica, compilado por Karl Krispin, fue publicado por la Universidad Metropolitana y Cocina y Vino, en 2014.