Papel Literario

Mirarse el ombligo. O sobre cómo bajar la cabeza con Quignard y Benjamin para pensar(nos) mejor

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Por ROSBELIS RODRÍGUEZ

Una madrugada, mientras tomaba notas sobre un librito de Pascal Quignard titulado El nombre en la punta de la lengua, me preguntaba cuál era el gesto inaugural de la escritura de este autor que me ha tenido tan ocupada los últimos años, cómo llamar a ese afán suyo por hablar de una y mil maneras sobre el origen. Es como si enterrara la cabeza todo el tiempo, pensé. Entonces dejé caer la mía y lo vi. Vi el gesto que considero inicial. Cuando se está sentado en el lugar de estudio y se agacha lo suficiente la cabeza, los ojos apuntan al ombligo, una cicatriz originaria que nos recuerda aquello que Quignard denomina Primer Reino: nuestra existencia amniótica en el vientre materno. Satisfecha por mi Eureka, anoté al vuelo: ¡Quignard se mira el ombligo!

Casi contemporáneamente a mi lectura de El nombre… había encontrado en un par de medios respetables unas interpretaciones algo pobres de la historia y el método en la filosofía de Walter Benjamin. En verdad, no eran novedades; perspectivas como esas gozan de popularidad. En un texto, se heroizaba al ángel de la historia. En el otro, para elogiar la acumulación de retazos escritos por una emigrante venezolana se los emparentaba con ‘la maleta de Benjamin’ perdida en Portbou, aquella que contenía su opera magna, el monstruoso montaje de citas y reflexiones del Libro de los Pasajes en una versión que —definitiva o no— desconocemos. Pero ni el ángel de la historia es un héroe ni la acumulación un método. Pensemos, por ejemplo, en aquellos acumuladores compulsivos que vemos fracasar en los realities o, para poner un caso literario, en “Funes el memorioso” de Jorge Luis Borges. Su problema es precisamente de método: son incapaces de abreviar, han llegado a un punto en el que ya no pueden escoger objetos ni recuerdos puntuales, por lo que acaban conservando todas las cosas apiladas en su casa… o en su mente, en el caso de Funes, que emplea una jornada entera para recordar un día del pasado. En términos benjaminianos, son incapaces de hacer un montaje con los materiales que tienen a disposición.

Lo que me propongo en las líneas que vienen es aproximar brevemente a Quignard y a Benjamin, en quienes mirar-atrás y obrar se suceden. Demostrar que mirarse el ombligo es empezar a mirar-atrás, que lo que desencadena el gesto inaugural quignardiano no dista demasiado del obrar benjaminiano. Y por último, usar estos dos gestos para pensar mi pobre país pobre, Venezuela.

Llamo ‘mirarse el ombligo’ al primer movimiento de la manera “profundamente regrediente” de pensar de Quignard (2020: 35), a su ir hacia atrás constante: al nacimiento, al vientre materno, a la escena sexual que nos engendró, al siglo XVII, a la antigua Roma, al Neolítico, al Paleolítico, a la Panthalassa, al Big Bang. Cuando la mirada quignardiana se fija en una ruina única, cuando la mirada benjaminiana logra reconocer un instante-imagen del pasado que le reclama algo al presente, las escrituras de ambos se tornan intensamente obrantes, es decir, crean algo hasta entonces inédito, ya sea narración, idea, imagen o concepto, con los cuales buscan, entre otras cosas, reconfigurar parte de la historia humana a partir de fragmentos, de desechos. Era la nueva historia que Benjamin componía en su inconcluso Libro de los Pasajes. Es lo que Quignard persigue al dar voz y protagonismo a escritores, artistas, músicos y filósofos solitarios, olvidados o inventados en su obra en general, y especialmente en ese vasto proyecto enciclopédico de catorce tomos que él ha titulado Último Reino, hasta ahora también inconcluso. El método de ambos pensadores es ese movimiento regrediente que de pronto desacelera para construir una obra a partir de unas ruinas específicas: las de los arrinconados en una esquina del mundo, el angulo cum libro tan caro a Quignard; las de los marginados del “Progreso”, en el caso de Benjamin. Ambos autores no sólo rememoran a su manera sino que pretenden algo más: actualizar el pasado, resucitar a los muertos, vivificar las ruinas.

Es claro que tanto la postura de Benjamin respecto al pasado como la de Quignard respecto al pasado y lo Anterior son posturas activas: sus escrituras piensan y obran con cada ruina en la que fijan la mirada. Tal esfuerzo de ida hacia atrás y de detención en el pasado no son sino el rechazo a la linealidad mesiánica que se ha secularizado en la ideología del Progreso, según la cual todo tiempo futuro será mejor porque entonces ocurrirá la salvación del hombre por el hombre, ya sea mediante la sofisticación de la tecno-ciencia, ya por la ansiada llegada del comunismo; en ambos casos se trata de una cierta idea de vida eterna o de felicidad siempre por-venir, siempre mesiánica, siempre justificadora de todo aquello que en el pasado se sacrificó para que el progreso fuera posible. No es casual que a esta creencia en una continuidad histórica salvífica, a esta posición del mañana absoluto, a esta obediencia al futuro que son inherentes tanto al cristianismo como al marxismo y al capitalismo, Benjamin y Quignard respondan con “una fragmentación casi política” (Quignard, 2015: 193) en sus escritos más importantes. Es así como en sus textos logran “hacer saltar por los aires la continuidad histórica” (Benjamin, 2018: 316) y, al mismo tiempo, las convenciones acerca de la argumentación filosófica y de los géneros literarios.

En cambio, el papel del ángel de la historia ante este mesianismo contemporáneono es en verdad creativo. Recordemos la famosa tesis IX:

Hay un cuadro de Klee que se titula Angelus Novus. En él se representa a un ángel que parece como si estuviese a punto de alejarse de algo en lo que fija su mirada. Los ojos como platos, la boca, muy abierta, las alas, totalmente extendidas. Este debe de ser el aspecto del ángel de la historia. Ha vuelto el rostro hacia el pasado. Allí donde nosotros vemos un encadenamiento de hechos, él ve una única catástrofe que acumula incesantemente una ruina tras otra, arrojándolas a sus pies. Bien quisiera él detenerse, despertar a los muertos y recomponer tanta destrucción. Pero, desde el Paraíso, sopla una tempestad que se ha enredado en sus alas y que es tan fuerte que el ángel ya no puede cerrarlas. Esta tempestad lo empuja hacia el futuro, al que él da la espalda, mientras que los montones de ruinas van creciendo ante él hasta llegar al cielo. Esta tempestad es lo que nosotros llamamos «progreso». (2018: 311-312)

En definitiva, el ángel está en una situación en la que no puede maniobrar. Que no aletee quiere decir que está cruzado de brazos. Defino al ángel como aquel que ve la ruina y es incapaz de hacer algo con ella. Lo del ángel es un asombro estéril ante el horror como estériles son su mirada atónita, su facies hipocratica (su cara de muerto), su boca desencajada que no emite palabra, sus alas tan tiesas que le impiden zafarse y salvarse del continuum del progreso histórico-técnico.

A lo largo de sus Tesis sobre el concepto de historia, Benjamin sostiene que la teología (el ángel, el enano ajedrecista) y el materialismo histórico (el marxismo, el autómata), aislados cada uno por su cuenta, son apenas unas cáscaras vacías, no pueden hacer que la historia redima y haga justicia a las víctimas de todo tiempo pasado porque su meta es el futuro. En cambio, para Benjamin, siguiendo a Karl Kraus, la meta es el origen. De ahí que proponga una dialéctica de teología judía y filosofía que articule nociones como las de redención mesiánica y Jetztzeit o tiempo-ahora —un tiempo colmado de presente que escapa del continuo de la historia— con la desconfianza y la distancia crítica respecto a la izquierda, al marxismo y al curso general del mundo. La inteligencia de Benjamin fue ver la historia topográficamente y entender que el filósofo no sólo no debe adherir a la épica y la continuidad histórica propias de la religión del Progreso para luego mirar espantado sus resultados, como le sucedió al ángel, sino que debe hacer algo más: bajar como un topógrafo al terreno, pues es ahí donde se encuentran las ruinas materiales de la historia, donde sí es posible moverse, abrir caminos, tomar medidas —en su sentido común y figurado—, sacar a la luz, hacer montajes… construir.

Más arriba definí al ángel de la historia como aquel que ve la ruina y es incapaz de hacer algo con ella. Pienso que los venezolanos, insiliados, emigrados, atomizados geográfica y culturalmente, desconcertados todos esperando quién sabe qué, nos parecemos un poco a ese ángel. Nos arrastran tanto la continuidad sin fin de nuestras actividades de subsistencia —lo que Hannah Arendt en La condición humana denominó la labor— como la continuidad sin fin de los timelines de las redes sociales en los que leemos las noticias nacionales; estamos tan extenuados de puro asombrarnos que parece que adoptamos la misma postura y la misma facies hipocratica del ángel, se nos petrificaron los miembros y se nos secaron las palabras en la boca. Pero esto, ¿a quién le sorprende? Es sabido desde los años veinte del siglo pasado que la política en el país se asemeja, al igual que el mapa territorial, a un cuero seco. Lo cierto, en todo caso, es que el asombro ante nuestro retroceso histórico no nos sirve de nada. Ya lo decía Benjamin en la tesis VIII: “Nada hay menos filosófico que el asombro por que las cosas que estamos viviendo sean ‘todavía’ posibles”. El asombro, continúa Benjamin, “no está al comienzo de ningún conocimiento, a no ser de este: que la concepción de la historia de la que procede no se sostiene”(2018: 311). En lo que atañe a nosotros, ninguna de las concepciones que tenemos sobre la política se sostiene hoy. Son, para seguir con Benjamin, “experiencias tan desmentidas como las de la estrategia con la guerra de trincheras, o las de la economía con la inflación, o las del cuerpo con el hambre, o las de la moral con la tiranía” (2018: 96).

Permítanme pensar nuestra realidad parafraseando la tesis IX: bien quisiéramos detenernos, despertar a los muertos y recomponer tanta destrucción. Pero una tempestad nos empuja hacia el pasado, mientras le damos la espalda al futuro y los montones de escombros van creciendo a nuestro alrededor hasta llegar al cielo, al subsuelo, a las aguas fluvialesy oceánicas convertidas en mercúricas y oleosas. Sucede que, además de estas ruinas, un espejismo bodegónico nos fascina. Esta tempestad enferma es lo que llaman «socialismo del siglo XXI».

Como sugerí antes con el símil del topógrafo, la gran maniobra de Benjamin fue hacer que los deseos del ángel aterrizaran para convertirlos en tarea de la filosofía y de la política. En otras palabras, las mayores esperanzas de Benjamin estaban realmente puestas en el hacer humano. Esa es la terrenalidad del mesianismo y el materialismo histórico benjaminianos. Esa es, a grandes rasgos, la teoría de las Tesis; la praxis sería el Libro de los Pasajes. No obstante, esa praxis benjaminiana es más intelectual que otra cosa, y teológica, si se quiere, pero en todo caso imposible de volcar en la realidad concreta, pues como escribe Quignard en Abismos, “nada reparará lo que fue” (2015: 200). Ahora bien, ¿qué praxis le espera a una sociedad como la nuestra que tiene miedo de pensar una política nueva —no digamos siquiera una filosofía—, que no ha establecido un consenso sobre si vive en democracia fallida, dictadura, tiranía, totalitarismo o narcoestado, en suma, que no ha podido nombrar lo que le sucede políticamente? La palabra para definir nuestra crisis es, como diría Quignard, una palabra que nos falta.

Se ha dicho que no podemos construir nada intelectualmente significativo en Venezuela hasta que la catástrofe acabe y las ruinas paren de amontonarse, pero también que es vano enumerar las ruinas y que mejor reflexionemos sobre lo que queda intacto y sobre un país posible. Quignard sabe que no puede abarcar cada ruina; elige las suyas cuidadosamente. Benjamin no dio tiempo a que se asentaran los escombros de la guerra atómica—culmen del progreso técnico militar— para escribir una historia del Capitalismo usando las ruinas del París decimonónico de Baudelaire. Si nos atenemos al pie de la letra a las Tesis de Benjamin, entonces nuestro momento es ahora. Quiero decir el momento de comprender que estamos en un instante de peligro desde que nos prestamos nosotros mismos, o nuestros padres, o nuestros abuelos, “a ser instrumento de la clase dominante” que exacerba la destrucción. Por eso“en cada época debe intentarse recuperar la tradición del conformismo que se dispone a someterla”, como apunta Benjamin (2018: 310). Es un recordatorio que nos concierne también a nosotros.

En Las sombras errantes, Quignard dedica unas líneas a cómo la política se cuida de la tradición:

La cuestión política siempre es única. La cuestión política es: prever el pasado que acecha. La cuestión nunca es ¿qué futuro tendrán nuestros hijos? […] La pregunta de todos los tiempos siempre es: ¿qué está a punto de volver? […] Todos los días [tousjours] hay que ganarle de mano a la muerte que fascina (1) lo social. (2014: 78).

Donde Benjamin dice asombro, Quignard dice fascinatio. El fascinado, de manera similar al ángel de la historia, está como embrujado, no puede apartar la mirada. En cambio, la mirada de estos dos pensadores hacia el pasado y la tradición es contraria a la que esperan los políticos cuya misión es fascinar a las masas, crear fanáticos. En una palabra: está desfascinada. El asombro pasma. Necesitamos romper nuestra fascinación con la destrucción, con el nuevo espejismo capitalista, con el redentor siempre por-venir si queremos construir algo con las ruinas antes de que no quede piedra sobre piedra, antes de que se borre la memoria física. Nuevamente: si nos atenemos al pie de la letra a las Tesis de Benjamin, entonces nuestro momento es ahora. Sin embargo, es innegable que las circunstancias de ese ahora deberían ser mínimamente favorables a los intelectuales. El ahora será propicio cuando las instituciones privadas de la cultura venezolana, presididas por la burguesía rancia capitalina, cesen de mal pagar a sus “colaboradores” como en tiempos coloniales. Cuando nuestra pequeña, amiguista y complaciente esfera intelectual comprenda que superar el impresionismo equivale a superar la parcela segura de la anécdota, del gueto cultural en el exterior, de la autolegitimación por medio de la publicación feliz pero huérfana de crítica. Cuando deje de temérsele al ejercicio y a la recepción de la crítica seria y teórica y al debate que ésta suscite. Cuando los intelectuales puedan aprehender su presente necesitado (Benjamin) con el más atrás (Quignard) que lo antecede. Cuando nos atrevamos a interrogarnos mirándonos verdadera, sesudamente el ombligo y a hacer obra a partir de ahí.

Mirarse el ombligo (el origen más cercano, la vivencia) es apenas el primer gesto en la ida hacia atrás (experiencia).

Mérida, septiembre de 2021; abril de 2022


Notas

1 El subrayado es mío.


Bibliografía

Benjamin, W. (1933, ed. 2018). Experiencia y pobreza. En Iluminaciones. Madrid: Taurus. pp. 95-100.

Benjamin, W. (1940, ed. 2018). Tesis sobre el concepto de historia. En Iluminaciones. Madrid: Taurus. pp. 307-318.

Quignard, P. (1993, ed. 2016). El nombre en la punta de la lengua. Madrid: Arena Libros.

Quignard, P. (2002, ed. 2014). Las sombras errantes (Último Reino I). Buenos Aires: El cuenco de plata.

Quignard, P. (2002, ed. 2015). Abismos (Último Reino III). Buenos Aires: El cuenco de plata.

Quignard, P. (2018, ed. 2020). La vida no es una biografía. Barcelona: Shangrila.