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Miradas sobre el mundo: habla Geidy Querales Ortega

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Por NELSON RIVERA

—La pandemia, la debacle económica, la invasión de Rusia a Ucrania, además de otras noticias de repercusión negativa, han oscurecido la perspectiva planetaria. ¿Se ha sentido afectado, amenazado de algún modo?

—Es imposible no sentirse afectado por todo lo que viene aconteciendo en el mundo desde hace algunos años, es nuestra realidad y, en mayor o menor medida, todos la padecemos porque se ha colado en el espacio más íntimo de la vida cotidiana: la casa (y solo el dueño de la casa conoce las goteras que tiene o las ruinas que han quedado tras abandonarla o las memorias que ha perdido en ella; solo el dueño de la casa sabe lo que le cuesta poner la mesa, pagar la factura de la luz, leer un libro…).  La pandemia, como si de algún tipo de “fábula” se tratara, nos recordó a los de nuestro tiempo las más viejas lecciones: el valor de la humildad y de la solidaridad y, especialmente, la certeza de la fragilidad de todos los “sistemas” que somos, o bien, de los que formamos parte, porque nuestro cuerpo es un conjunto de sistemas engranados, como también lo son la Tierra, la sociedad, la economía o la democracia. La fragilidad, además, conlleva la certeza de la finitud, aunque todas nuestras ideas y pensamientos miren hacia el futuro. Pero parece que no aprendemos, que la experiencia no llega a ser conocimiento hondo, o que todos no recordamos a la vez la enseñanza. Eso, para mí, anuncia la verdadera amenaza que, como vemos, toma forma de virus controlador, de guerra, de incendio desbocado, de sequía, de plato vacío, de migrantes sorteando la altura de los Andes o las profundidades del Mediterráneo, de tweetmendaz… Aquí estamos, perplejos o rabiosos, padeciendo y siendo ¿testigos?

—Una ola de rabia se está expresando en el espacio público, de muchas maneras. Violencias, reacciones políticas, envilecimiento de los discursos. ¿Constituye un peligro la política dictada por el afán de castigo o ella pueda ser una fuerza de cambio no destructivo?

—En el diálogo De la ira Séneca dice que esta es la pasión “más sombría y desenfrenada de todas”, la que más daño ha hecho al hombre, pues la violencia física con la que se puede manifestar ha causado muertes injustas, destruido ciudades enteras, condenado a inocentes. Semejante destrucción puede causar la rabia contenida en las palabras de un discurso (y me atrevo a pensar que Séneca no imaginaría la furia de las palabras en las redes sociales); también recuerda el filósofo —aunque no comparte esa idea— que hay quienes piensan que la ira puede ser el empuje para la consecución de motivos nobles y, en este sentido, la historia de la humanidad —me parece— no se ha esforzado mucho por quitarle razón a Séneca. Solo hace falta recordar un poco la historia para ver las consecuencias de las decisiones tomadas sin verdadera reflexión. Muchos de los problemas que actualmente viven algunos pueblos cercanos, constituidos además como sociedades democráticas, son consecuencia de haber tomado decisiones desde la rabia con la intención de manifestar legítimamente, como un derecho, la indignación y la frustración que la circunstancia política y socioeconómica les causa y eso no los ha beneficiado; por el contrario, ha puesto en peligro sus derechos y sus libertades. El pueblo venezolano podría ser un ejemplo cercano y doloroso de la demagogia de la rabia y de su poder sobre las personas, como un conjuro maléfico que las atomiza y las transforma en masa y del que parece no poder liberarse, por ahora.

La cuestión es que la rabia, como el miedo u otras emociones, o bien, los sentimientos, es inherente al ser humano. Aprender a reconocerla y a controlarla favorece el desarrollo de nuestra personalidad y, ahora, de nuestra inteligencia emocional, eso afirman desde la psicología. Quizá necesitemos trabajar en ello colectivamente porque las sociedades, al igual que los individuos que la forman, también tienen personalidad y si en la vida privada reprobamos las acciones nacidas de esta emoción, ¿por qué deberíamos justificar la rabia en la vida pública como una fuerza de cambio no destructiva?

—Importantes autores que demuestran con estadísticas que las cosas en el mundo están hoy mejor que hace unas décadas. Al mismo tiempo, estamos en presencia de un extendido malestar. ¿Podría comentar estos dos hechos? ¿Contradictorios?

—Sin conocer los parámetros, los datos y los criterios que se valoraron para esas estadísticas no podría inferir ni, mucho menos, asegurar que las cosas en el “mundo” están hoy mejor que hace décadas; el mundo es muy grande y muy diverso. Creo, sin embargo, que la vida individual y la vida social, con las cosas que cada una de ellas tiene, sí ha mejorado —y mucho— en algunas partes del mundo. Son regiones en las que hay estabilidad política, económica y social; en suma: derechos, bienestar, calidad de vida, acceso a las tecnologías y oportunidades de desarrollo. Pero hay otras regiones más desfavorecidas en las que pasan los años y la vida con sus cosas nunca ha experimentado un cambio tan relevante que al cuantificarlo pueda ser valorado como una mejora; igualmente, hay otras que, teniendo cierto estado de bienestar, década tras década, lo han ido perdiendo: la vida con sus cosas empeora y la calidad de vida es una misión difícil de conseguir, de predicar. (Tal vez estas regiones son las partes del mundo en las que la rabia sigue alzando la voz en nombre de los ciudadanos). Ahora bien, si algo tienen en común todas las regiones del mundo es la insatisfacción de sus habitantes, un malestar compartido. Y en esto, no veo contradicción porque creo que la insatisfacción es propia del hombre y, además, proporcional a las necesidades de quienes la padecen: los que tienen mucho se crean necesidades (el consumismo entra en juego) y los que tienen poco o nada intentan saciar las suyas, que son primarias. Al no satisfacerlas, algunas veces, queda el malestar que puede ser egoísmo, individualismo, pesimismo, ansiedad, rabia, depresión; otras veces, surge algún tipo esperanza que se manifiesta como fe, creatividad, insistencia y saber experiencial.

—Se dice: hemos ingresado en un mundo en transición (revolución digital; cultura de las reivindicaciones; cambio climático). ¿Percibe el cambio? ¿Logra verlo o palparlo en el ámbito de su actividad?

—El mundo vive en constante transición. La vida de todo ser vivo es eso: tránsito, esfuerzo y cambio, desde el nacimiento hasta la muerte. Hay épocas o momentos de la vida de una persona o de la vida de una sociedad que son tranquilos y otros en los que los cambios irrumpen con fuerza y se hacen sentir (los neurotransmisores tienen mucho trabajo) y, por supuesto, la percepción de la realidad es diferente. Eso, creo, es lo que vivimos actualmente, pero no es algo nuevo, en épocas anteriores sus contemporáneos también experimentaron cambios en la percepción de su realidad. En la nuestra, en muy poco tiempo, hemos pasado de apoyar y de desarrollar nuestras vidas en sistemas analógicos y binarios para hacerlo en sistemas digitales y cuánticos que no entendemos del todo, pero que nos divinizan. Nunca antes la humanidad había (con)tenido el mundo en un dispositivo (tal vez no desde la creación de la imprenta, la televisión o la computadora). Elegidos por algún dios, como cualquier rey absolutista, controlamos “nuestro mundo”, esa parcelita que vemos, desde nuestro dispositivo móvil. En muy poco tiempo hemos dejado —qué peligro— de escuchar la advertencia del cambio climático para sufrir sus efectos; de escuchar todas las canciones de un disco o un casete para escuchar una sola, elegida previamente, y lo hacemos, además, en soledad. Toda espera es impaciencia. También en esta época hemos sentido el derecho a la igualdad entre hombres, mujeres, un reclamo que no pierde vigencia, al que se suma, el derecho a la inclusión de nuevos géneros y de nuevos paradigmas. Son muchas las mutaciones en el ADN cultural de nuestro tiempo.

La lengua, mi campo, es un ser vivo y, obviamente, desde siempre ha participado de estas transiciones: la palabra nace para comunicar, para dar nombre a aquello que no lo tiene o para renombrar, y en esta época hay mucho a lo que darle nombre, mucho que renombrar.

Sin embargo, no creo que la cuestión de nuestro tiempo sea solo percibir los cambios, eso no es propio, sino tener conciencia de ellos, conocer la realidad. La percepción es engañosa, como decía Platón y este mundo nuestro 2.0 (no) lo sabe.

—El reclamo de que debemos conocer nuestro pasado para caminar hacia el futuro es cada vez más persistente. ¿Es posible encontrar en la historia pistas o respuestas para un futuro que, en muchos aspectos, es inédito?

—Es un reclamo necesario. Las personas y las sociedades somos historia, intrahistoria, saber experiencial. En su libro Persona y democracia, la filósofa María Zambrano deja claro que “el hombre siempre ha sido un ser histórico” y que la característica principal del hombre de nuestro tiempo es tener “conciencia histórica”; es decir, hoy sabemos que la historia la hacemos y la padecemos entre todos, que es más que efemérides, héroes patrios e historiadores. La conciencia histórica nos da la posibilidad de descubrir historias de la Historia que son una vergüenza para la humanidad, empatizar con el dolor del pasado y pedir perdón; también, descubrir otras que nos inspiran y nos dan esperanza, porque eso también es la historia, esperanza. Pero, sobre todo, la conciencia histórica nos permite descubrir que la historia tiene capas, que el hombre se esconde en ellas por diversas razones y se va revelando poco a poco, con el paso del tiempo. Creo que, si logramos acercamos a la historia de esa manera, nuestro futuro sería más claro, incluso podríamos planificarlo porque la historia permite hacer relaciones entre el pasado y el futuro, desde el presente, pero siempre con vistas hacia el futuro.

—¿Se plantea preguntas sobre el futuro o sobre su futuro? ¿Por ejemplo?

—Es casi imposible no cuestionarse el presente e intentar saber qué depara el futuro, cómo va a ser, la vida va siempre hacia el futuro y aunque podemos planificarlo, no siempre es como esperamos. De ser así, las religiones y la astrología no tendrían éxito (tampoco los coach de Instagram). Sus respuestas a nuestras preguntas sobre el futuro son maleables, instructivas y fervorosas, dan tranquilidad y esperanza. No le quitan a nadie la responsabilidad de su futuro, pero, pase lo que pase, el amparo de una fuerza superior, divina, está ahí.

Sí, constantemente me hago preguntas sobre el futuro, especialmente sobre el del planeta, porque entiendo que mi futuro personal y el de la sociedad, dependen en gran medida de ese otro: ¿qué podemos hacer realmente la gente de a pie?, ¿qué más puedo reciclar?… El resto de mis preguntas son las propias de la vida cotidiana con su pragmatismo y sus riesgos.

—Vivimos un tiempo de exhibiciones y exhibicionistas. Todo sirve para mostrarse. ¿Le inquieta esta proliferación narcisista? ¿Constituye un peligro para el orden democrático?

—En efecto, vivimos en una sociedad que no teme exhibirse públicamente y sucede de una forma tan hiperbólica que pienso que quizá nunca ha existido tal temor, que, por el contrario, mostrarle al otro lo que uno es o quiere ser siempre ha sido un deseo; solo que antes de las redes sociales ese “privilegio” —vamos a llamarlo así— le era permitido a una minoría con poder y ahora todo el que quiere puede hacerlo y el que no quiere, observa lo exhibido y se da el derecho de juzgarlo. No obstante, para mí, lo verdaderamente curioso son las maneras de la exhibición. Hay un grupo de exhibidores enmascarados: el yo exhibido no es real, es una imagen embellecida con filtros, las nuevas máscaras; algo similar ocurre con la palabra, queda escondida tras el filtro de la demagogia (lo usan los políticos) y, aunque lo sabemos, validamos esa imagen o ese discurso con likes y corazones. Hay una necesidad extrema de ser estéticamente bello y ese esfuerzo hace a nuestra sociedad esperpéntica y grotesca: el fingimiento, el artilugio, hacen de la exhibición del yo un espectáculo más bien trágico porque no renuncia a la máscara y la máscara es propia de la tragedia. Hay otro grupo que, aparentemente, se muestra sin máscaras y sin filtros, que se empeña en enseñarnos la intimidad de la vida, su imagen y sus palabras no se maquillan y tienen estrías. A estos también los validamos con likes y corazones. El espectáculo del yo es similar.

No sé si el exhibirse pone en riesgo el orden democrático, comencemos a contar likes y corazones. Sí sé que la democracia nació en un espacio público.

—Hábleme de lo que le gustaría aprender. De lo que todavía no sabe. De sus aspiraciones espirituales o de conocimiento. 

—Me gustaría aprender o, por lo menos, acercarme con rigor a la física, especialmente la física cuántica, también a la filosofía y a la música; incluso aprender a escribir un soneto. Hace algunos años leí Breve historia del tiempo: del Big Bang a los agujeros negros, de Stephen Hawking, y descubrí lo que ningún profesor de Física me dijo en la escuela: la física estudia todo lo que nos rodea, desde la energía de un mínimo átomo hasta la que expande el universo; la física es esa ciencia que está en todo, aunque no la entendamos. Todo es energía, incluso nosotros; energía que se transforma constantemente. Para aquello que la física no puede explicar con evidencia, está la filosofía, que busca dar sosiego a nuestras inquietudes más hondas. Y para trascender están la música y la poesía, esas formas del amor. El conocimiento y la trascendencia son las aspiraciones de la persona.

—Si le digo la palabra Maestro, ¿en quién piensa? ¿Hay un Maestro al que quisiera expresar su reconocimiento? ¿Por qué?

—La palabra maestro es muy especial para mí. Yo soy maestra, es mi formación primera, y creo absolutamente en la generosidad de este oficio de enseñar. El maestro es un mediador entre el saber y la ignorancia, es un guía. Todos tenemos vocación de ser persona, estamos llamados a serlo, y esta vocación se manifiesta socialmente de distintas maneras (porque solo se es persona en sociedad). El maestro tiene la misión de advertirle al estudiante del llamado de su vocación, de mediar entre estos ofreciéndole todo el conocimiento que necesite para desarrollar una carrera, un oficio y, en consecuencia, tiene la misión de guiarlo en el proceso.

Hay muchos maestros de distintas etapas de mi vida a los que me gustaría expresar mi reconocimiento, pero este se lo dedicaré a una maestra en especial, mi madre, la maestra Susana, y con ella a todos los maestros de preescolar porque su labor es admirable. Ellos, entre juegos y canciones, son los primeros en revelarnos algunos secretos del mundo, ellos nos enseñan a codificar y descodificar el mundo por medio de la lectura y la escritura.

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