Por ÁLVARO MATA
El nombre de Miguel von Dangel representa un capítulo ineludible del arte venezolano y una piedra de toque contra la obra plástica vistosa carente de profundidad. El trabajo que desarrolló durante 60 años de trayectoria artística replanteó los cánones estéticos entre nosotros y catapultó al espectador hacia el encuentro con una terrible belleza. Poseedor de un carácter endemoniado y de un verbo privilegiado, las discusiones y polémicas que propició en nuestro medio cultural lo convirtieron en una rara avis que hizo temblar al mejor plantado.
Pero en la esfera íntima, Miguel von Dangel no sólo era un gran artista y un maestro, sino también un hombre que supo apreciar y cultivar la amistad, un empecinado creyente que se lo jugó todo por su fe (“Mi obra es una vuelta a Dios, es una consecuencia de una vuelta a Dios”), un amante de los animales y un hombre atormentado por el país.
Ese Miguel íntimo, el amigo, el hombre, es el que quieren evocar estas líneas, curioso asiduo como fui de su casa.
La casa-taller: un aleph petareño
En la anárquica barriada de Petare, Miguel construyó su casa-mundo, un insólito refugio del que rara vez salía, encerrado como estaba en una especie de autoexilio en el que analizaba obsesivamente las causas de nuestra actual deriva política.
La casa-taller de Von Dangel es un solaz en medio del caos citadino: muchos árboles que bañan de verde el alargado espacio y refrescan del calor y el smog, animales exóticos, un guarapo presto a recibir al que llega, necesario para digerir las barroquísimas creaciones del artista que brotan de las paredes, cónsonas con la naturaleza atávica del lugar.
Diseminados por toda la casa, encontramos animales taxidermizados, osamentas, infinidad de telas con pinturas escarchadas, plumas multicolores y sobre todo mucha artesanía indígena, que evidencia la cercanía de Von Dangel con las culturas originarias. De hecho, al comienzo de su carrera realizó numerosos viajes al sur del país en los que estableció contacto cercano con los indígenas panares, piaroas y makiritares, con quienes profundizó en su pasión por los animales, el paisaje, la mitología autóctona y la artesanía. A partir de este encuentro fundamental para su trabajo, comenzó a integrar elementos indígenas en su propia obra, encontrando en ellos un vínculo con la manera de entender el mundo de las culturas ancestrales.
En el techo del lugar se ubica el taller donde se hicieron las obras de gran formato. Las más representativas: El regreso de la cuarta nave, conjunto escultórico (10×5 metros) que representó a Venezuela en la Bienal de Sao Paulo de 1983; y una muy personal versión de La batalla de San Romano, original de Paolo Uccello, vastísimo friso (40 x 3,5 metros) donde el artista expone la riqueza y la violencia desmesuradas del continente americano, y con el que participó en la Bienal de Venecia de 1993.
El trabajo más reciente son dibujos en pequeño formato, casi miniaturas, acordes con la energía física disponible para la labor creadora. Pero a pesar de las mínimas dimensiones de los soportes, o justamente a causa de ellas, estas estampas que representan crucifixiones y vírgenes tienen la misma densa carga de las obras monumentales de los años del apogeo creativo.
Completado el recorrido por esta particular galería repleta de obras de todos los periodos artísticos de Von Dangel, se puede apreciar la continuidad de una propuesta rompedora e iconoclasta que ganó detractores y adeptos por igual, y cuya dimensión y complejidad se constituyeron con el tiempo en una puerta de entrada para conocer el abigarrado espíritu del continente americano.
Pasan las horas
En la casa de Miguel von Dangel confluían con naturalidad los directores de museos, galeristas, críticos, profesores, periodistas e investigadores, así como la jacarandosa amiga de las andanzas de mocedad, el vecino que busca un plato de comida y una palabra de aliento, el joven sediento de consejos, o el anciano que cuenta su desamparo y la mengua de su salud.
Los concurrentes eran recibidos con los enormes collages discursivos propios de Von Dangel, en los que tejía ideas, conceptos, imágenes, claves, que hacían de la suya una conversación erudita, tajante y sensible, en el que todos conseguían alguna arista que da en el clavo de sus cuitas.
Invariablemente, Miguel insistía en los temas que lo apasionaban: las aventuras de Federico de Prusia o Martín Lutero; la insólita pintura de Grünewald, Van Gogh o Bárbaro Rivas; el papel del arte para transformar la realidad; cómo lograr un verdadero acercamiento entre las tres grandes religiones monoteístas; los misteriosos vericuetos de la Biblia, su libro de cabecera; entre otros asuntos del más variado tenor. Sin embargo, su conversación siempre desembocaba en el país y en la manera cómo está perdiendo vertiginosamente su memoria histórica y cultural. Por ello seguía trabajando hasta el final en el proyecto que acometió con la llegada del milenio, aterrado por el nuevo panorama político. Se trata de la que consideró su obra magna, el Desesperanto, serie de 100 libros que contienen iconos de la historia universal imbricados con textos en un lenguaje inventado (desesperanto) para sortear la censura, que denuncia las autocracias, las tiranías y las dictaduras que en el mundo han sido, y siguen siendo.
Es un trabajo en proceso que requiere de una segunda fase para poder completarse. Y recordemos una vez más el encargo en palabras de Von Dangel: “La idea es que la mitad de esos libros se entreguen a instituciones serias con el objeto de crear un fondo para contrarrestar la censura y el acoso en contra de los artistas e intelectuales, porque hasta ahora no existe un sitio de acopio o de denuncia para estos casos. Y el hecho de publicar estos libros en la red permitirá que cualquiera incluya una página suya y denuncie en desesperanto estados de arbitrariedad cuando los esté sufriendo, y que esa ventana sea asequible universalmente. Entonces el proceso estará cumplido, esto es lo que me he planteado”.
Pesan las horas
“De tanto hablar de la Edad Media, caímos de bruces en ella”, repetía Von Dangel últimamente, mientras disminuía vertiginosamente en sus condiciones físicas. El suyo era un caso clínico muy serio, un libro abierto de medicina interna, un reto para cualquier médico de prestigio. Fue necesaria una cirugía de corazón, y a ella se sometió con temple, aunque no sin miedo. Al día siguiente de la intervención, mostraba enérgico su preocupación por el país y su voluntad de enfilar sus energías renovadas a seguir trabajando por él, mientras emplazaba a los presentes a hacer lo propio desde cada uno de nuestros ámbitos.
Sin embargo, el desánimo ganaba terreno y complotaba contra una muy compleja recuperación. En una de las últimas visitas que le hice, me espetó con lágrimas en los ojos: “¿Cuántos poetas más, cuántos artistas más, cuántos Ramos Sucre más, cuántos Reverón y Bárbaro más son necesarios para tener una sociedad y un país dignos y libres? ¿Cuántos campos de concentración más abarrotados de artistas se necesitan para enrumbar el destino de este desastroso mundo?”.
Cada vez más, a Miguel se le dificultaba respirar. Salía a la calle, daba unos pocos pasos y debía detenerse a tomar aire —uno enrarecido, extraño, que no le devolvía el ímpetu vital—, mientras no perdía noción de cómo se iba transformando su entorno inmediato a causa de los comercios propiedad de extranjeros que se diseminan por la zona, o de las construcciones que están cambiando la faz del Petare que lo recibió a los 4 años de edad.
Las mejores clínicas privadas atendieron sus emergencias cardiopulmonares, hasta que no hubo otra opción que acudir al sistema hospitalario público, donde murió lúcido la madrugada del 25 de julio de 2021.
*
Decía Auguste Rodin que “hoy en día, los artistas y quienes gustan de ellos dan la impresión de ser animales fósiles. Imagine usted un megaterio o un diplodoco que pasee por las calles de París. Es la impresión que debemos producir nosotros en nuestros contemporáneos”. Y era esa precisamente la impresión que tenía al mirar con detenimiento a Miguel von Dangel: su imponente presencia me dibujaba de inmediato a un gigante megaterio —hermoso y terrible, casi en extinción— que con su pesado andar dejaba una honda huella de combatividad intelectual y fe endemoniada por la creación, tan necesaria para encarar estos días políticamente correctos, atiborrados de banalidades de redes sociales y arte decorativo.