Por VICTORIA DE STEFANO
Miguel von Dangel fuma callado, se contrae y se concentra. Para ponerse cómodo, desliza una mano sobre la otra; las muñecas desprendidas, sin peso sobre los codos levemente hincados en la mesa. En esa posición, las manos gruesas, a mi modo de ver, hermosas, ceremoniosamente sensuales, quietas como garras en acecho —“Tigre, tigre, luz llameante. En los bosques de la noche, ¿qué ojo o mano inmortal pudo idear tu simetría?”— parecían haberse separado del cuerpo para formar con los brazos un cuenco, un recipiente, una cavidad, seguramente un vientre. (…) Bebí un sorbo de café, me incliné y, adelantándome, le comuniqué mi propósito. Me interrumpió: ¿La infancia? ¿Quieres que hablemos de mi infancia? ¿Pero tiene eso sentido? Hizo un gesto distinguido y sonrió para una instantánea. Los ojos se estrecharon; marrones, si no me equivoco. Por un momento lo vi ciego, pero una sonrisa transitiva corría en la parte media del rostro, entre volutas de humo.
(…)
¿Qué es la infancia? ¿Qué queda de ella? Nadie lo sabe. No es más que recuerdo. ¿Y quién puede fiarse del recuerdo no más que el olvido? Imágenes superpuestas, como otras tantas capas geológicas sobre las que se han depositado napas de ensueños, deseos, mitologías de otras edades. La infancia es la falsa memoria de una etapa sobrevivida. Es real cuando se la vive; falsa e infeliz cuando se la recuerda. En ningún caso puede ser un refugio. No me gustan las palinodias nostálgicas, ese tono dulzón con el que se pretende halagarla. Es inútil. No me gusta que se adultere la vida. La vida es lo que es. No se la puede inflar de romanticismo. La realidad, tal como es, vale mucho más y es también más estimulante que cualquier ilusión retrospectiva.
La infancia no me interesa. Prefiero lo prenatal, el caos, las metamorfosis, lo que fructifica y se transforma, el hilo de las múltiples variaciones.
La infancia es una canción que se desvanece. De todas maneras la mía no es la infancia del Niño Jesús. Lejos de eso. Ninguna infancia lo es. Idílica, inocente, insuperable… Oigo alabarla y no me convence. Violenta y desolada, sí que lo es. ¿Por qué sacralizarla? No hay manera de reconvertir el Orinoco en un arroyuelo suizo. Tampoco hay manera de hacer de este mundo miserable un paraíso, una añoranza.
A golpes nos hacemos de un universo moral. Desde cualquier otra perspectiva que se la vea, la niñez es quimera, fantasía, ganas de mutilar las vivencias, de hacerlas asépticas, inocuas. Esa astucia no es de buena ley. No, no me interesa esa prehistoria arqueológica, esas piedras mudas de museo, esas reconstrucciones míticas de las que ha desalojado el mal y el color del infierno. ¿Cómo llamar paraíso un lugar donde se ha escrito: “¿Te es prohibido”?
La infancia está hecha de miedo, miedo puro. Los fantasmas vendrán después. Los fantasmas sobrecogen pero el miedo paraliza. Y cuando se es niño el miedo está brutalmente presente en cada centímetro de piel, en cada poro, perentoriamente.
(…)
Le pregunté dónde había nacido, un poco porque era de rigor y otro poco porque necesitaba tomar tiempo.
Nací en Bayreuth, en septiembre de 1946. Un año después del fin de la guerra. (…) Mi padre era polaco, oficial de caballería, aristócrata. Mi madre, Susana Hertrich Winther, hija de un pastor luterano de la región de la Alta Franconia, perteneciente a una familia de tejedores. Se conocieron en 1945, se amaron y lo dejaron todo. Debió de ser un amor explosivo.
(…)
Llegamos a Venezuela en 1950.
Mi padre, que era zoólogo y veterinario, venía con la misión de embalsamar unos cueros de jaguar americano por encargo del general Delgado Chalbaud. Pero el general fue asesinado y el proyecto se esfumó. Fuimos alojados en las barracas de Sarría. Después pasamos a vivir con unos eslavos en Sabana Grande. De allí a Petare, el sitio definitivo. (…)
Hicimos varios peregrinajes dentro del mismo Petare, pero nunca pasamos los límites de ese territorio. Allí echaríamos raíces. (…)
Los animales fueron una constante en nuestra vida familiar: caballos, cachicamos, perros, monos, pericos, gatos, aves… de todas las especies. No sólo nos rodeaban en ese mundo petareño todavía campestre y pueblerino, sino también habitábamos con ellos y yo aprendía a amarlos y conocerlos. Los niños mataban tucusitos con sus chinas, si alguno sobrevivía a las heridas yo lo alimentaba con agua de miel. No es que fuera un San Francisco de Asís, pero los animales despertaban en mí un sentimiento reverencial y casi supersticioso.
En todas partes me sentía extranjero, pero en el monte me sentía a gusto, a mis anchas. La belleza, el color, los sonidos, la exuberancia y la visión próxima de la naturaleza eran cosas en las que se podía confiar. Materia tangible que no se me escapaba. Formaban un todo solidario con el cual yo estaba en circuito. Entre ella y yo la cohesión nativa del universo parecía no haberse abismado. Frente a ella muchos falsos dilemas desaparecían y me sentía a salvo. Era un espacio tranquilo y semisilencioso, el imaginario absoluto de tantas visiones, el lenguaje antes del lenguaje. Todo en la naturaleza es mostrarse en una inminencia de principio de los principios.
¡Nada me parecía comparable a la aparición de un picaflor penetrando una orquídea!
Entre los códigos del mundo del barrio, del de mis padres y la escuela, no alcanzaba a establecer un mínimo de armonía. Estaban al servicio de humores y pasiones diferentes. Había entre ellos más contrastes que vínculos. Eran universos que se anulaban entre sí y que sin embargo coexistían y pretendían arbitrar los unos sobre los otros atentando así con la paz de mi conciencia. Cada uno de ellos pedía ser reconocido y aceptado. Recusándose mutuamente, era a mí mismo a quien recusaban y condenaban a ser el extraño.
El rigor de sus leyes me abrumaba y me desconcertaba. Me sumía en grandes confusiones. Sus exigencias me hacían violencia a fuerza de temores reales presentidos. Se referían a derechos y deberes tan distintos. Lo que para unos era motivo de exaltación, para otros era simplemente despreciable. ¿Cómo era posible conjugar tantas cosas? ¿Cómo conciliar la concepción del sexo como pecado y la de la fuerza maravillosa del instinto? ¿Podría considerarse pecaminoso lo que era natural en la especie? Mi padre afirmaba lo contrario. Los amigos de juego tenían ideas más maliciosas y brutales y no permitían que nada menoscabara el placer por lo obsceno. El sexo era tan venal y monstruoso como las tentaciones de San Antonio y eso formaba parte de su encanto y atracción.
El mundo de los padres era mágico y extravagante, literalmente excéntrico, el del barrio, terrenal, violento y socarrón; el de la escuela alemana, frío e impersonal, simplemente extraño o impersonal. No poder establecer una relación entre ellos, no hallar un orden ético válido para toda ocasión, fue el motivo perpetuo de mi desesperación. Por un lado estaba la fuerza y por otro mi debilidad. No restaba más que apretar los dientes y aprender a ser cauteloso, a estar alerta y no sucumbir frente a las paradojas del orden humano.
Se entiende entonces que debiera resarcirme en otro lugar. ¡Qué otro lugar mejor que el monte! Me voy y ando, ando. La barrera cae. Las cosas trabadas y maravillosas me rodean. No hay desengaños, no hay preguntas. Es el prodigio de la existencia material. Olores, zumbidos, soledad, alegría, todo puede encontrarse en el jardín de las delicias.
(…)
Entonces Miguel hizo una pausa. Yo aproveché el intervalo para preguntarle si había habido, en esa misma etapa de su vida, algo particular que lo impulsara en el camino del arte. Me lanzó una mirada perpleja y exclamó:
“Por supuesto”.
Yo estaba viciado, saturado por las imágenes de mi padre. Mi padre celebraba la existencia del mundo como un acto de creación absoluta. Expresaba una manera muy peculiar de ver y representar la realidad. Materializaba visiones, imágenes, y las convertía en misterios familiares, otorgándoles así un ímpetu inagotable. Su disposición de ánimo era en esencia poesía. Hacía de la creación una vivencia cotidiana. Poseía esa facultad bella y en sí grandiosa de injertar mitos y poesías en las cosas más triviales. No se cansaba de inventar y reinventar. Modelaba las cosas más singulares a partir de las cosas más insignificantes. Su imaginación lo desafiaba todo y no era fácil —no lo era en absoluto— escapar a la serie sin fin de sus armónicos. Se hizo el portavoz y el intermedio de las riquezas de la vida, las que me devolvía multiplicadas. La materia entera se remitía a sus manos como cera blanda. Desde ese punto de vista él era un artista. Cada una de sus palabras, cada uno de sus actos, se desplegaba ante mí para presentarme cuadros, escenas épicas, esculturas colosales, sagas, epopeyas. Quizá mi padre, como ningún otro artista, tuvo tanta conciencia de que la mentira no era lo contrario a la verdad, sino una manera humana, directa y excepcional de acercarse a lo que no es ni verdadero ni falso, a aquello que sobrepasaba la realidad. Artista, brujo o nigromante, no importa para nada cómo quiera llamárselo, conocía los secretos de la vida, el arte de sacar vida nueva de la vida. Y yo participé de ese arte. Me regocijé de sus actos creadores y crecí dentro de ese encantamiento.
(…)
Por otro lado está mi ascendencia luterana. (…) Ciertamente, yo, como luterano, no tenía —y tampoco tengo— alternativa de liberarme de Dios: Dios o Dios. Y en mi infancia la comunicación con Dios se interrumpía por la necesidad y el desconcierto de definirlo ante un contexto cultural diferente. Dios o el Diablo —no lo sé, ¿cómo saberlo? — quedó en suspenso, roto el coloquio, desarticulado el vínculo que sin embargo persistía…
“¿Pero ese, tu Dios, es un verdadero Dios?”, me preguntaban los amigos.
Sí y sí, ese, mi Dios, por desgracia, era un verdadero Dios.
Más tarde, en las latitudes desapacibles de la adolescencia, volvería al coloquio interrumpido con Dios. Atormentado, arrastrado, buscaría de nuevo la comunicación con este Dios que no me daba tregua, que era el más fuerte y lo sabía, cuya inequívoca presencia no podía ser recusada. Entonces me dispuse a capitular y recapitular. Pues Dios no olvida. Las deudas están siempre allí, pendientes. Lutero exorcizó al demonio lanzándole su tintero. Y yo, en fin… tengo mi autorretrato, mis crucifixiones, mis figuras, mis cuadros, a mi manera también me enfrento con El Maligno, ¡cada uno con sus medios! Yo mis imágenes, él con su ira y su tintero.
(…)
A lo largo de tres o cuatro tardes, sin contar el periplo petareño, Miguel y yo, con algunas tazas de café y muchos cigarrillos, hablamos de temas que crecían lentamente, se enmarañaban o eran desplazados por otros, cuya pertinencia provenía del orden y desorden que imponían el deseo, tanto suyo como mío, de extraer una imagen relativamente definida de su infancia.
Aquí están más o menos todos los tópicos, algunos obviamente fueron omitidos, pero de alguna manera subyacen al despliegue del fresco —quería escribir “texto”, pero el lapsus me pareció feliz, así que lo conservo—. Son, como decía Hemingway, la base del iceberg cuya punta asoma entre las aguas y, por lo tanto, no menos importantes que ella, a la que sirven de fundamento.