Héctor tiene un pez tatuado en el centro del pecho. A lo largo del pez hay un letrero que dice “Corea”, lo cual no debe significar mucho porque Héctor jamás ha estado en Corea. Se dedica a jugar maquinita, de esos aparatos donde una bolita de metal es golpeada hacia todos lados por impulsos eléctricos. Héctor habla con la máquina. O sea: habla solo.
―Estas máquinas son burdeviejas. No tienen computadoras por dentro. Por eso es que me gustan.
La bolita de acero brillante, inoxidable, sube hasta donde Héctor la impulsa, luego baja tropezando obstáculos electrificados. Adentro, bajo el cristal, la máquina parece un parque de atracciones mecánicas: la bolita de acero choca con una forma parecida a un carrusel y ¡clank! rebota hacia un recuadro de alambres y plásticos verdes, rosados, amarillos, ¡clink! y Héctor mueve la máquina desesperado hacia los lados, casi sacándola del piso donde está atornillada.
―¿No has vuelto a la cárcel?
Se le pregunta por lo bajo. Héctor es un hombre seco, delgado. Se peina igual que en los sesenta, pero tiene algunas canas, que no le quitan de todas maneras el aire rufianesco y pandillero de su juventud más fresca.
―No, ya eso no me quita el sueño… ―responde y se endereza dejando que la maquinita descanse. Al fin se ha interesado en la conversación. Él fue uno de los patoteros que Miguel Otero Silva abordó, cuando juntaba material para escribir Cuando quiero llorar no lloro.
―¿Es verdad que Miguel Otero está en Caracas? ―pregunta.
―Sí. Va a presentar su novela número siete: La piedra que era Cristo.
―Es el único escritor que he conocido. A muchos de nosotros nos buscaba para preguntarnos cosas. Nos pagaba por eso. A veces lo engañábamos, pero él sabía cuándo no le decíamos la verdad. Después le tomamos confianza. Yo le cogí admiración porque era muy paciente y terco…y porque es un tipo así, duro. A él no le daba miedo ir a cualquier sitio, a cualquier barrio, si había algo interesante para sus novelas. De la cárcel sabía más que nosotros. Cuando leí la novela de los Victorinos me gustó burda. Creo que los Victorinos tenían un poquito de cada uno de nosotros… no me digas que ahora se puso a conversar con santos para escribir la novela nueva…¿dónde consiguió santos don Miguel?
―Tengo grabada la entrevista que le hice a Miguel Otero ¿quieres escucharla?
Héctor ha lanzado otra bola hacia los objetivos de la máquina, en busca de una puntuación mayor. Su rostro se torna desconfiado.
―No sé qué interés tienes con esto, mi pana… ¿Quieres hacer un libro conmigo? Ya no soy delincuente y si algún día quiero hablar con un escritor, busco a don Miguel y ya está.
—Lo que quiero es que oigas a don Miguel y después me digas cómo te sientes escuchando de nuevo su voz. Ya le comenté a Miguel Otero que te he visto leyendo y releyendo Cuando quiero llorar no lloro, y me pareció buena idea que te colaras en esta entrevista. De cierta manera eres un personaje suyo, además de un lector especial.
―¿Tienes la entrevista en ese grabador?
―Sí.
―Bueno, vamos a oírla. ¡Portu! ¡Portu! ¡Pásame dos cervezas a cuenta del periodista!
Héctor mira con cierta sorna el grabador. “Puro plástico”, murmura. Cuando comienza a oírse la entrevista su gesto cambia.
―¿Por qué se interesó en el personaje? ―se le pregunta a Otero Silva.
―Desde que tengo uso de razón le he profesado una admiración profunda al personaje Jesús de Nazaret, admiración que se ha ido acrecentando con el tiempo, hasta cristalizar en este libro que hoy se publica. Recuerdo que al recibir el premio Lenin en 1980, de manos del presidente de la Academia de Ciencias de la Unión Soviética, dije que ese galardón internacional me honraba particularmente, por haber sido instituido bajo el auspicio del nombre de Lenin, figura que a mi juicio se elevaba, junto con la de Jesús de Nazaret, como la mente revolucionaria más esclarecida y perdurable que ha dado de sí la raza humana. En aquel tiempo no pensaba todavía en escribir una novela con el tema de Jesús, pero al releer esa frase de mi discurso, no me extraña nada que haya concluido por escribirla.
―¿Pone el énfasis en lo histórico, lo religioso, lo ideológico, lo literario, lo poético?
―No pongo énfasis en ningún aspecto o premisa particular de la vida del personaje. Justamente, el énfasis es lo que procuro obviar en mi relato. Está claro que lo literario, lo poético, son ingredientes imprescindibles en una obra literaria. En cuanto a lo histórico, me vi forzado a refugiarme en los Cuatro Evangelios, que son los únicos documentos escritos por contemporáneos de Cristo. Y en relación con lo ideológico, la ideología no puede dejar de estar presente, aunque nunca de forma expresa, doctrinaria o polémica, sino como una indefinible transparencia de mi posición humana ante un tema tan comprometedor.
―¿Es igual el Jesús que tiene ahora en la mente, al que tuvo antes de escribir esa novela?
―En sus líneas generales es el mismo Jesús de mi infancia y de mi adolescencia, aunque más preciso que antes, o mejor estudiado. Pasé más de tres años preparándome para escribir esta novela y solamente seis meses escribiendo sus escasas doscientas páginas. Sobre Cristo se han publicado millares de obras en todos los géneros literarios, en todos los países, en todas las lenguas, en todos los tiempos. Asomarse a esa selva bibliográfica me aterraba, porque yo no soy teólogo ni historiador ni erudito, sino simplemente un novelista medio alumbrado por la poesía y por la inconformidad ante la injusticia. Después de dar tumbos entre las páginas solemnes, imponentes, sapientísimas, de filósofos alemanes y obispos franceses concluí por atenerme a los evangelistas, como te dije antes. Por razones de orden cronológico, y por otras razones, prefiero a Mateo, a Marcos y a Lucas, antes que a Juan.
―¿Hacia qué personaje o tema mira usted ahora?
―Hablando con toda sinceridad, no tengo en mente ni personajes ni temas, con relación a mi próximo libro. Nada te extrañe que retorne a la poesía, o más bien al humorismo. Mis dos últimas novelas, tal vez por la excesiva investigación que han requerido, me han dejado exhausto.
―¿Sigue buscando “la gran novela” de Miguel Otero Silva o está satisfecho con esta última. ¿La cree su mejor obra?
―Cuando los escritores se ponen a buscar su “gran novela” terminan generalmente por no encontrarla, o por hacer artificio en vez de arte. La “gran novela” se da por sí misma si logra darse, pero no se busca. Por lo que a mí respecta, y haciendo la salvedad de mis limitaciones como escritor, creo que mi mejor obra narrativa es Lope de Aguirre, príncipe de la libertad, aunque la crítica suele atribuirle ese calificativo a Casas muertas que es la que mayor número de ediciones, traducciones y lauros ha logrado. En cuando a La piedra que era Cristo, no tengo todavía una opinión formada acerca de su calidad literaria ni de su trascendencia. Lo que sí tengo es un miedo espantoso, como si se tratase de mi primer libro.
―¿Cuáles son los hechos más resaltantes de La piedra que era Cristo? ¿qué cree que van a decir sobre la novela los lectores cristiano?
―No voy a contarte la novela, mi querido José, porque las novelas no se cuentan ni se explican. Tan sólo puedo decirte que el relato se reduce a la vida pública de Jesús, o sea, desde su bautismo por Juan, en el Jordán, hasta su crucifixión y muerte, espacio de tiempo que según los historiadores duró apenas dos años y algunos meses. También puedo contarte que aparte del personaje central del libro, que es naturalmente el Nazareno, la figura más resaltante de mi relato son Juan el Bautista, Barrabás y María Magdalena, muy por encima de los doce apóstoles y de los otros personajes que vivieron en aquella época. Y por último te diré, que, si bien muchos analistas judíos tratan de aminorar la culpa de Caifás y el Sanedrín, y otros tantos analistas católicos intentan rebajar la perversión de Herodes y Pilatos, a mí me parecen todos ellos igualmente canallas y criminales
Periodismo y literatura
(Héctor tiene los ojos húmedos. Parece retirado hacia una lejana pared en el recuerdo, una pared demasiado distante de este lugar. “Don Miguel es un hombre firme…sincero… un tipazo”, comenta).
―¿Cómo se desenvuelven en una misma persona el periodista y el escritor? (sigue la entrevista con Miguel Otero Silva).
―Nunca he diferenciado mi profesión de periodista y mi profesión de escritor. Cuando estoy escribiendo como periodista trato de no olvidar que soy escritor y cuando estoy escribiendo como escritor, jamás me olvido que soy periodista. Hay que emplear todos los trucos de los periodistas para preparar un libro. En mis primeros libros yo era más lógico porque me iba a documentar al lugar donde se desarrollaría la acción. Interrogaba a las personas, les preguntaba sobre sus canciones, sus músicas, sobre el lugar y todo lo iba anotando en una libreta de periodista. En Ortiz, para escribir Casas muertas, llené varias libretas…
En vez de hacer reportaje lo transformo, por procedimiento de elaboración artística, en novelas. Para ese trabajo sí necesito la soledad, estar ausente del ritmo caraqueño, de la política, de los deportes, de Guaramato, del alcohol…me voy. Cuando no tenía dinero para irme a Italia me iba a Cúa, a Naiguatá… me quedaba en pensiones de mala muerte. Así escribí Fiebre, y Casas muertas. Cuando tuve posibilidades económicas, me fui a Florencia, a Barcelona… pero el procedimiento es igual. Primero la documentación periodística y luego el encierro de artista solo que va a trabajar su novela.
―Detén el grabador un momento ―interrumpe Héctor. Su pez suda. Se pasa la mano y le da vueltas a unos pocos vellos que brotan encima del letrero “Corea”.
―¿No quieres oír más?
―Sí. Es que te quiero decir una cosa: don Miguel no usaba grabador con nosotros. Él anotaba en unas libreticas. Pero lo que me sorprendía es que se le grababa todo, recordaba hasta lo más mínimo…¡me dieron ganas de echarle un ojo a don Miguel, chico¡ El grabador es bueno por eso: porque parece que lo tenemos cerquita…bueno, vale: pon el grabador otra vez.
La vocación
―¿Recuerda desde qué momento de su vida es escritor?
―Al mismo tiempo fui periodista y escritor, fue una misma vocación. Estudié ingeniería que no tenía nada que ver conmigo. Cuando terminé la carrera decidí irme hacia mi vocación: el periodismo y la literatura. En la escuela, los periódicos de primaria, los redactaba yo y los epigramas contra los profesores también. Desde muy niño he venido trabajando en las dos carreras, muy a lo torpe. Por supuesto, comencé a hacerme escritor con Casas muertas. Esta novela la escribí con una devoción mayor por la faena del quehacer artístico.
―Usted siempre ha mostrado un talento excepcional para la poesía, la narrativa, la crónica, para trabajar cualquier aspecto del periodismo; se ha dedicado con oficio a la literatura y teniendo dinero y siendo propietario de un medio de comunicación se mantiene, sin embargo, en su misma posición ideológica. La gente dice a veces “¿Por qué se arriesga Miguel Otero Silva a ser comunista?”.
―Lo del talento es generosidad tuya, yo conozco mis limitaciones. Desde los 19 años mi posición ideológica no ha cambiado, a pesar de que una gran cantidad de elementos radicales de mi generación y de generaciones posteriores se han convertido con el tiempo en cosas contrarias a lo que predijeron y dijeron. Ese mérito sí lo tengo. Ahora hay democracia, pero los riesgos los corrí siempre. Antes de la democracia, ser marxista en Venezuela significaba la cárcel o el destierro y nunca eludí esa responsabilidad, así que acredítame eso, que sí lo reconozco, pero no el talento.
―¿Es supersticioso de verdad?
―Soy supersticioso por tomadera de pelo. Soy marxista y los marxistas no tenemos derecho a ser supersticiosos. No creo en esas cosas. Al teléfono sí le tengo horror, porque no deja trabajar: El teléfono es el enemigo número uno de la literatura.
―¿Escribe bien a máquina?
―Me equivoco mucho, todo me sale con tachaduras porque me pongo nervioso y quisiera que las cosas salieran limpias de una vez. Hasta que una mecanógrafa decente no pasa en limpio lo que estoy escribiendo, sigo encontrando en el texto más defectos de los que pueda tener. Soy muy torpe con la máquina de escribir. Soy torpe con las manos, soy un atrasado manual.
―En cada libro usted parece sentir afán por subir un peldaño en la literatura ¿es así?
―Hago el mayor esfuerzo posible por enterarme de lo que sucede en el mundo, de cuáles son las corrientes más contemporáneas. Procuro que la evolución sea el fruto de la literatura y el estudio, estoy contra la renovación como moda. Quien escribe por ponerse al día cae en el artificio. Yo quiero la renovación como producto de la evolución cultural y mental, no como una moda.
―¿Tiene mucha imaginación?
―No creo que tenga tanta imaginación. No se me podría elogiar por una imaginación esplendorosa. Algunos críticos han dicho que hubiera podido llegar más lejos como escritor si no frenara mi imaginación. No me gusta hablar de estas cosas, me da miedo aparecer como elogiándome…
(“Apaga el grabador”, pide Héctor, como si se estuviese quemando).
―¿Qué te pareció la entrevista?
―Dile a Miguel Otero Silva que yo me regeneré… ―pide Héctor con cierta melancolía.
Ha regresado a la maquinita, ¡click! comienza el juego.
―¿Y si me pregunta en qué estás trabajando?
―Dile que tengo un taxi…
―¿Sabes lo que dijo Miguel Otero Silva ayer cuando estaba cumpliendo años?
(Sin dejar de estremecer la máquina tragamonedas Héctor pregunta “¿qué te dijo?”).
―A los años les tiro bluyines encima, les caigo a bluyinazos…
―¿Así mismo te lo dijo?
―Sí.
―Dile que yo también.
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(Esta entrevista fue publicada originalmente el 28 de octubre de 1984).