Por MARÍA SOL PÉREZ SCHAEL
Hay transformaciones que atropellan civilizaciones enteras. Ocurrió con el surgimiento de la escritura al permitir estructurar y organizar el pensamiento humano; más tarde, otra mutación de envergadura se produjo con la invención de la imprenta, hito que sirve para marcar el inicio del Renacimiento. En la actualidad, somos testigos de la tercera de esas grandes revoluciones al pasar de lo impreso a lo digital, una mutación cuya vertiginosa velocidad sobrepasa individuos e instituciones, y expone nuestras vidas a frecuentes e inmanejables situaciones de crisis.
Reflexiones sobre el impacto de la revolución digital fueron avanzadas en 2012 por el filósofo Michel Serres, en ocasión de la publicación de su libro Pulgarcita (título en referencia al uso del dedo pulgar) (1). En opinión del filósofo, la reflexión en torno a esta complicada época no debía centrarse en la polémica que enfrenta a cavernícolas adversos a los avances tecnológicos, o progresistas inclinados a rendir culto a las pantallas, sino admitiendo los hechos: estamos ante una novedosa realidad con la que habrá que lidiar en el futuro. En particular, Serres llamaba la atención sobre la existencia de una nueva forma de riqueza, un “capital de datos”, que prefiguraba ya la ruda y agresiva competencia por adueñarse de los detalles de nuestra personalidad y estilos de vida (2).
Es posible que no percibamos todavía cuánto y cómo nos afectará la era digital y la inteligencia artificial; sin embargo, hay quienes se aventuran a ver en “las pantallas” el elemento decisivo en la evolución que se perfila. Semejantes a una planta carnívora (atrapamoscas), las pantallas serían el mediador por excelencia de una época cuya originalidad no reposa en la dimensión virtual (algo que hacemos los humanos al imaginar o soñar), sino en la capacidad para capturar la mayor tajada de lo que el sociólogo francés Gérald Bronner denomina, en el libro Apocalypse Cognitive (3), “el mercado cognoscitivo”, un novedoso terreno de disputas y depredación de nuestra atención, que podría tener consecuencias desastrosas para la humanidad al propiciar, en forma inédita, “el encuentro de nuestro cerebro ancestral y la competencia generalizada de objetos de contemplación mental asociados a la liberación de cerebro disponible” (4).
No será posible rendir cuenta de la complejidad argumental del libro de Bonner en este artículo, de manera que mientras llega su traducción al español, nos conformaremos con reseñar aspectos esenciales del papel jugado por nuestro cerebro ancestral en el funcionamiento de ese nuevo mercado. Al respecto, Bronner abre una ventana para vislumbrar el futuro escalofriante que se avecina.
La evolución de la especie humana se ha realizado con éxito al externalizar rutinas mentales que liberan tiempo de cerebro para otras actividades. Descontando las horas de trabajo, sueño y rutinas personales (higiene, alimentación), nos quedan libres cinco horas diarias, una cantidad cinco veces mayor que la que existía en 1900, y ocho veces más que en 1800. A escala de la humanidad, según Bonner, el capital disponible en ese mercado puede cifrarse en 1 millar 139 millones de años de cerebro disponible, y eso solo en Francia (5). De ese tiempo libre, alrededor de 50% es utilizado en las pantallas. La pregunta crucial sería entonces: ¿utilizaremos nuestra disponibilidad cognoscitiva solo para ver videos, jugar en Internet o conversar en los chats? Si así fuera, el destino evolutivo de la civilización humana podría estar en entredicho, y ¿por qué no?, pondríamos poner en riesgo la posibilidad misma de sobrevivencia de nuestra especie, expuesta a la extinción como tantas otras ya desaparecidas. Bronner ofrece abundantes datos que revelan el ritmo y la intensidad con la que crece ese nuevo mercado, así como los riesgos a los que esa bulimia nos expone.
Abramos un paréntesis para entender la evolución de este proceso. En su esfuerzo por sobrevivir la especie humana ha evolucionado externalizando funciones cognoscitivas. Las herramientas y las máquinas, así como la utilización de los animales en las tareas agrícolas, marcan el inicio de un proceso de externalización que no ha hecho sino ampliarse, liberando cantidades cada vez mayores de disponibilidad cerebral. El uso de lavadoras, microondas, y calculadoras en nuestras rutinas cotidianas da cuenta de cuánto espacio de nuestro cerebro liberamos al dejar el esfuerzo en manos de las máquinas. Si agregamos los avances en la inteligencia artificial, que ya en 1997 mostró con Deep Bleu su superioridad al derrotar por primera vez a un ser humano, y si observamos cuántas profesiones pueden quedar en manos de robots (radiólogos, hematólogos, reclutadores de personal y hasta traductores), comprenderemos la importancia que adquiere ese nuevo mercado que se disputan los depredadores de la atención.
Hay quienes intentan hacerle frente a esta evolución prohibiendo las pantallas. Los creadores del monstruo, por ejemplo, gurús de la Silicon Valley (6), las prohíben a sus hijos, y para protegerlos del envenenamiento que ellos mismos crearon, los envían a escuelas en la que se trabaja con papel y lápiz. Esos Frankenstein contemporáneos consideran que la adicción al iPad o al celular está más cerca del crack que de los dulces, hecho que verifican al construir los algoritmos con los que consumen toda la energía atencional de nuestras neuronas. Conocen el fenómeno y, sin vergüenza, saben sacarle provecho.
En opinión de Bronner, la solución de eliminar las pantallas coloca la mira en la diana equivocada. La pantalla no es más que un mediador, afirma, mientras que el problema de fondo hay que ubicarlo en nuestro cerebro ancestral, que no desaparecerá al cumplir 14 años, edad elegida por los gurús para entregar, por fin, un smartphone a sus hijos. Enfrentar esta nueva realidad requiere de consideraciones más complejas; en particular, resulta relevante comprender cómo funciona nuestro cerebro y qué lo hace frágil ante esa feroz competencia por captar nuestra atención. Apoyando sus tesis con investigaciones realizadas por universidades y centros de investigación reconocidos mundialmente en el campo de las neurociencias y la psicología, Bronner adelanta cifras reveladoras y alarmantes: por ejemplo, en el libro La fábrica del cretino digital de Michel Desmuguet, especialista en ciencias cognitivas y director de investigaciones en el Inserm (7), el uso de pantallas en los Estados Unidos atraparía el interés de los más pequeños unas tres horas diarias, una depredación que alcanzaría 4h,40 al llegar a los 12 años y a 6h40 a los 18. Calcula Desmuguet que la potencia anual de esta captura, en los jóvenes adultos, es un tiempo que corresponde a 100 días completos, es decir, 2,5 años de escolarización (8). Sin exagerar, la pantalla del smartphone se apropia de nuestro interés en el más mínimo tiempo muerto, y su consulta incesante podría llegar a absorber la mitad de la totalidad de nuestras vidas.
¿Qué hace posible que cedamos tanto espacio a la inutilidad? ¿Qué explica nuestra debilidad ante el atractivo del mundo virtual? Esa es la pregunta que intenta responder Bronner, pues es allí, y no en las pantallas, donde podríamos encontrar respuestas útiles.
El cerebro humano, al servicio de la supervivencia de la especie, está diseñado para focalizar la atención y eso lo saben los depredadores cognoscitivos, de manera que una de las estrategias más utilizadas por ellos es la captura de la denominada “atención selectiva”, (“Efecto coctel” o “efecto Pop-up”). Ese concepto supone que aquellas informaciones que convocan parte de nuestra identidad (nuestro nombre, por ejemplo), o nos advierten de un peligro (el color rojo), o activan nuestra rabia, o remiten a la palabra sexo, capturan nuestro interés de inmediato. Si consideramos el crecimiento exponencial de la información frente a la cual estamos confrontados (el año 2000 produjo más información que la creada desde la invención de la imprenta por Gutenberg, y 90% de la información disponible en el planeta ha sido redactada en los dos últimos años, vía Google o Snapchat [9]) será fácil comprender que los depredadores del mercado cognoscitivo busquen obtener ventajas competitivas editorializando el mundo con esos anzuelos (10).
Examinemos los datos que ofrece Bronner y el impacto provocado al viralizar relatos apoyados en esos atractivos señuelos:
El MIEDO es una emoción esencial para la supervivencia humana y por eso la privilegiamos frente a comportamientos temerarios; de allí que estemos inclinados a alarmamos inútilmente. De allí, también, la facilidad con la que se puede robar nuestra atención con alertas. Viralizar el miedo es pues un objetivo de los depredadores de pantalla y, en una sociedad que produce información y relatos en cantidad, esa disposición a sobrevalorar el riesgo termina generando comportamientos contraproducentes. Los efectos devastadores son visibles en las alertas sanitarias: hasta la leche, nos recuerda Bronner, ha provocado miedos colectivos totalmente falsos cuya consecuencia ha sido la disminución, de 4% a 20%, en el porcentaje de tenor de calcio en menores de 5 años. Durante la pandemia de Covid, en América Latina, otros investigadores han encontrado una correlación entre la mayor confianza en los contenidos de las redes sociales, y superiores tasas de mortalidad en poblaciones con dificultad para reconocer los bulos (11). A la hora de encadenar nuestro cerebro ancestral el potente atractivo del miedo, unido a los fakes, puede resultar catastrófico.
La frecuencia de noticias falsas y amenazantes revela la agresividad de la competencia y provoca, según Bronner, una suerte de embotellamiento de miedos imposibles de desmontar, pues el ritmo de la argumentación racional, analítica, y científica, no sigue el frenético flujo de las redes. De manera que orientados por ellas pasamos horas de nuestra vida combatiendo peligros infundados o mal jerarquizados, que no solo consumen nuestro tiempo o nuestro dinero (el ejemplo del cubo de hielo para recolectar fondos buscando resolver casos raros); sino que, a veces, nos convierte en hipocondríacos, o inclinados hacia ideas complotistas (las antenas provocarían virus o las vacunas enfermarían) e ideologías autoritarias. El hombre es presa fácil de sus miedos.
LA RABIA, además del MIEDO y el SEXO (más de 1/3 de los videos visualizados en el mundo son productos pornográficos) (12), es la emoción que se propaga más rápidamente en las redes sociales. Nuestra adicción al ESCÁNDALO y a la CONFLICTIVIDAD constituye uno de los canales esenciales para robar nuestra disponibilidad mental; de allí la proliferación de esos relatos, que cubiertos de anonimato o falsas identidades, no hacen sino multiplicarse (volverse virales) en las redes. Esa desinhibición digital capta nuestra atención y exacerba los impulsos violentos o malintencionados de resentidos deseosos de actuar simbólicamente sus deseos de dañar. Así se despiertan los peores instintos humanos. Hay otras consecuencias indeseadas producto de la desinhibición, como es el verse obligado a soportar las consecuencias no intencionales de sus actos (la niña que cargará sobre sus espaldas por siempre el degüelle del profesor al que denunció en las redes como hereje [13]). En paralelo, advierte Bronner, vemos surgir “epidemias de sensibilidad” que acentúan la conflictividad al equiparar la violencia simbólica a la violencia física. Esa susceptibilidad exacerbada en el mercado cognoscitivo invade también otros escenarios, el de la telerrealidad o el debate público en general, y fabrica víctimas que, a su vez, reclaman protección. Para protegerlas, las plataformas crearon los “disparadores de alertas” (trigger warning), un invento que ha terminado por promover la censura y la autocensura.
Editorializar el mundo con estrategias basadas en el miedo, el sexo, la rabia, o el escándalo crea también el “capital de visibilidad” propio de la era digital. Las plataformas ajustan sus algoritmos para mantenernos enganchados con “shot de dopamina”, especialmente diseñados por algunas start up, utilizadas deliberadamente por los operadores de los GAFAM, que ofrecen aumentar la captura de atención en 30%. Hoy día, hasta los medios de comunicación digitales cambian los titulares de una misma noticia a medida que buscan adaptarse a la ansiedad del lector, desesperado por satisfacerse a sí mismo (14). En el plano individual los seres humanos, inclinados por naturaleza a atraer la atención de nuestros congéneres, buscamos la atención divulgando información egocéntrica para acentuar nuestra visibilidad social. Lo prueba el hecho de que la disputa en las redes no busca establecer la razón o la verdad sino acaparar atención, provocar adicción, que triunfe el más hábil al crear esa carnada cognoscitiva que le hará ganar adeptos e imponerse en la competencia. Resulta lógico que en el universo de las pantallas el éxito de un depredador se mida por los “followers” y los “likes”, suerte de aplausos destinados a satisfacer la “micro-celebridad” y cuya merma atormenta a tuiteros convertidos en paranoicos (algunos atribuyen, sin prueba alguna, la pérdida de seguidores a persecuciones personales por parte de las plataformas, así de importantes se sienten). En ese territorio lo usuarios son, a la vez, verdugos y víctimas.
Esta lucha por la atención provoca, además, la uniformización del mercado cognoscitivo. Incapacitadas para procesar debidamente el cúmulo de información que circula, las personas se abandonan a la satisfacción mental hasta dejarse llevar por teorías del complot, apoyadas en emociones suscitadas por la incertidumbre, y alimentadas por esa confusión que inclina al ignorante a tomar la concomitancia por causalidad. De esta forma, se va creando la “democracia de los crédulos”, y con el señuelo de los algoritmos tendientes a reforzar nuestro cerebro ancestral, en lugar de emancipar nuestro espíritu las redes terminan encerrándolo. Podríamos terminar como las mariposas, atraídos por la llama que nos destruye.
Este es el futuro que se perfila ante nuestros ojos, y la pregunta a la que debemos responder, según Bronner, no es a qué edad exponer a los niños o jóvenes a las pantallas sino, más bien, si nuestro cerebro está condenado a la satisfacción inmediata, o si somos capaces, y cómo, de controlar el deseo integrando objetivos de largo alcance. La prueba de los marshmallows, en la que se propone a los niños aguantar el deseo de comer el dulce que tienen enfrente, con la promesa de que dos minutos más tarde obtendrán dos, demuestra que 50% deciden posponer la satisfacción. Esa respuesta confiada se verificó, especialmente, en aquellos niños que tenían un entorno estable y condiciones de seguridad material que les permitía soportar, sin demasiada angustia, la espera de esos dos minutos (15).
La tarea a la que las sociedades se enfrentan es, pues, enorme: por una parte, resulta esencial organizar condiciones sociales que favorezcan la independencia material y mental del individuo, al ofrecerle seguridades mínimas que faciliten diferir la satisfacción y los enseñe a domesticar las intuiciones equivocadas. Por otro lado, es necesario regular el mercado cognoscitivo editorializando el mundo con relatos que inciten a la humanidad a dar lo mejor de sí mima en lugar de exacerbar bajas pasiones. Crear espacios narrativos racionales y analíticos en substitución de esos relatos voraces, que nos tientan con soluciones fáciles (beber vodka para curar el Covid, según Lukashenko, o inventar un detergente para inyectarse, como deseaba Trump). Desde una perspectiva institucional y política, habría que evitar estrategias cortoplacistas, el llamado “Efecto Cobra” (16) que, si bien permite a los políticos ganar adeptos de inmediato, provoca consecuencias desastrosas a mediano y largo plazo.
Vale la pena terminar con las interrogantes del sociólogo: ¿dejaremos a la humanidad perder oportunidades utilizando nuestro tiempo disponible complaciendo nuestro cerebro ancestral, en lugar de explorar lo desconocido y soñar con lo posible? ¿Qué sería de la humanidad si los Einsten, Newton o Darwin hubiesen elegido vivir absortos en chucherías mentales? La autodestrucción de la especie no es un riesgo, la tenemos a la mano.
Notas
1 Petit Poucette, Ed Le Pommier, Paris 2012.
2 https://www.lefigaro.fr/secteur/high-tech/2015/03/13/32001-20150313ARTFIG00159-michel-serres-la-question-est-de-savoir-qui-sera-le-depositaire-de-nos-donnees.php
3 Apocalyse Cognitive, PUF 2021. Bronner recupera el significado ,de origen griego, de la palabra Apocalipsis entendida como REVELACION y no de catástrofe. Apocalipsis significa en este libro “acción de descubrir”, develar una verdad hasta ahora escondida. p190 y sgts
4 Bronner, p.21
5 No se cuenta en este cálculo las horas de los “dormidores centinelas”, ese tiempo de insomnio de los niños habitados por el FOMO, fears of missing out, sometidos al “despotismo del acontecimiento”. p 72-75
6 https://elpais.com/especiales/2019/crecer-conectados/gurus-digitales/
7 Instituto Nacional de la Salud y de la investigación médica.
8 Bonner, p.80-81
9 Bonner, p.96
10 Editorializar significa para Bonner que los relatos puedan mezclarse con nuestras representaciones previas y substituirlas, aunque sea fugazmente. Se refiere a esos relatos apoyados con frecuencia en los buzz, ese boca a boca, sin verificación ni fuentes identificadas.
11 https://iris.paho.org/bitstream/handle/10665.2/53901/v45e442021.pdf?locale-attribute=pt . p112
12 El sitio líder mundial, Pornhub batió record en 2019 con 115 millones de videos visualizados por día. Anualmente 629880 años de tiempo disponible se va en contemplación pornográfico y ello sin contar los videos amateurs. Bonner, p.104
13 Dramático caso del asesinato del profesor Samuel Paty en Francia, en el 2020
14 Bronner cita las declaraciones de Tristan Harris ante el Senado americano en 2019, al confesar que las tácticas cognoscitivas buscan robar la atención haciéndonos tomar por grandioso lo vacuo. P.199
15 Bronner cita a Walter Mischel quien estableció que aquellos que parecen disponer de un mejor control de sus Funciones Ejecutivas del cerebro eran menos susceptibles a la adicción. P.347
16 El gobierno de la India pidió eliminar la Cobra para evitar el peligro que representaban en la ciudad y ofreció una prima por cada animal eliminado. El resultado fue que la gente se puso a criarlas. Bonner, p.351