Por ALEJANDRO SEBASTIANI VERLEZZA
Leonardo da Vinci en su Tratado sobre la pintura hace el siguiente trazo: “Es suficiente lanzar una esponja, llena de diversos colores, en un muro, para dejar en él una mancha donde se puede ver un bello paisaje”. Es una forma elocuente de hablar sobre la imagen y sus inminentes apariciones en la experiencia de un artista.
Agrega más adelante Da Vinci en su Tratado… que así pueden aparecer “varias invenciones” y las manchas eventuales pueden tomar las más diversas formas. Dependiendo del alcance perceptivo del artista, podrá observar cómo emergen “cabezas de hombres, animales diversos, batallas, escollos, mares, nubes, bosques y otras cosas similares”. Se trata de una vía de exploración y una poética del paisaje.
Da Vinci, más adelante, establece “una nueva invención de investigación para el conocimiento, la cual, aunque parezca pequeña, es casi digna de risa, sin embargo, es de gran utilidad, para despertar el ingenio a varias invenciones”.
Ya Gaston Bachelard, siglos más tarde, había reparado en las reflexiones del italiano y por eso apuntó en La poética del espacio: “Por el resplandor de una imagen, resuenan los ecos del pasado lejano, sin que se vea hasta qué profundidad van a repercutir y a extinguirse”.
En uno de sus poemas –“El pabellón del vacío”– José Lezama Lima habla del tokonoma: es un nicho que se alza en la blancura de los muros. Si bien para los orientales tiene una finalidad contemplativa y de vocacional, para el poeta basta con rasgar cualquier superficie para que aparezcan las más variadas imágenes y hacer que el “ingenio” se mueva a su antojo.
Por esta vía trato de elaborar una comprensión sobre los micropaisajes de Elizabeth Schummer. La fotógrafa incurre en un gesto similar con su cámara. En las variadas y largas derivas por los más diversos lugares, se detiene a capturar los fragmentos de naturaleza que le interesan. No es el paisaje entero, ni un landscape. Todo lo contrario: una visión mínima que se expande con el lente de la cámara en el momento de imprimir. No importa por dónde pasó Schummer, vale el detalle, la fisura que captó su atención. Va como tanteando, casi adivinando, por el espacio, hasta dar con el trazo de una poética libre y espontánea que la conduce a la posibilidad de materializar dos afortunados proyectos: un libro –Mirada inversa– con prólogo de Johanna Pérez Daza, textos de Daniela Díaz Larralde, diseño de Pedro Quintero y una exposición –Micropaisaje y pareidolia– inaugurada en la Galería Beatriz Gil el pasado 2 de octubre, bajo la curaduría de Ruth Auerbach.
El micropaisaje se ha convertido para Schummer en una investigación personal a partir de sus observaciones y merodeos en la naturaleza. Diría que también una dirección, un modo de andar. Si da con un árbol durante sus paseos, por ejemplo, al fotografiarlo y captar sus vetas y porosidades lo redescubre, tal vez se lo apropia. Lo fortuito del encuentro, al organizarse en series, pasa a convertirse en un evento más personal que bien puede compartir. Es una conjunción orgánica entre la mirada y el paisaje. O una devoración. Un ejercicio del apetito visual que surge al paso, durante el paso, al ritmo de la atención.
Resulta interesante observar cómo las búsquedas de Schummer asumen rostros y materializaciones distintas: las imágenes en la sala expositiva no son una réplica del diálogo entre imagen y palabra que propone Mirada inversa. Ambas experiencias son independientes. Y siguen formando parte, en el fondo, del mismo evento perceptivo. Queda el espectador, o el lector, como tanteando, siguiendo pasos, huellas, vestigios, tanto en la sala como en el libro (impreso cuidadosamente por Javier Aizpúrua), los rastros del diálogo entre Schummer y Díaz Larralde, cuyos textos poéticos pasan del libro a la sala como sutiles compañías y guiños de vidas paralelas.
Huellas y micropaisajes
La huella es la aparición de una cercanía, por lejos que pueda estar lo que la dejó atrás. En la huella nos hacemos con la cosa.
Walter Benjamin
Elizabeth Schummer
El paisaje dentro del paisaje dentro del paisaje.
De lo contemplativo, del arte de observar lentamente y descubrir la esencia.
De la percepción errónea de una forma reconocible.
Si observamos largamente se generan impulsos que conectan con mayor profundidad, crean nuevos significados, llegan al alma y es entonces cuando vemos de manera diferente.
Un tema recurrente en mi trabajo es el acercamiento a la naturaleza a través de las texturas en rocas, troncos, arena, tierra y todo elemento orgánico que remita a los orígenes, a lo primitivo, a lo anterior. El lenguaje de las primeras formas de expresión, la permanencia de la huella del paso del tiempo en troncos y rocas que nos abre un mundo a la reinterpretación desde nuestros sentidos. En ello radica la riqueza infinita de la imagen: afectarnos una y otra vez y obligarnos a contemplar y detenernos para resignificar lo que vemos.
Mis micropaisajes son una invitación a vernos y a confrontar al otro. Al reflexionar sobre la interpelación que nos imponen las imágenes, al enfrentarnos a ellas, producen encuentros fortuitos y en otras ocasiones –probablemente– búsquedas inconscientes. Al final, esos hallazgos son una conexión conmigo misma.
La vida nos lleva de una manera vertiginosa y para mí el proceso de enlentecer la mirada, de entregarme a la contemplación, me conduce a un encuentro en aquello que merodea y me da la sensación de primordial. De cierta manera mantiene ese anclaje que me asegura estar presente y valorar lo esencial.
El escritor español Rafael Argullol comienza su reflexión “Ver el alma de las cosas” así: “Decimos: naturaleza inanimada”. Pero ya al final concluye: “El paisaje sólo existe realmente si existe la contemplación, y contemplar es ver el alma de las cosas”.