Apenas unas horas más tarde del instante en que la bomba atómica destruyera Hiroshima, el 6 de agosto de 1945, Michihiko Hachiya comenzó a tomar las notas de lo que sería su delicado Diario de Hiroshima de un médico japonés. La destrucción no es solo física: la capacidad de comprensión de lo ocurrido ha sido aniquilada. Los sobrevivientes se han sumido en el misterio. ¿Qué clase de luz monstruosa es esa que inunda, calcina y arrasa sin límites?
Hachiya es médico y director de un importante hospital de Hiroshima. Al momento de la explosión está tendido en el piso de su casa. El acontecimiento le ha dejado heridas en todo el cuerpo. Sangra. Tiene una astilla de madera encajada en un muslo. De su cuello extrae un trozo de vidrio. El labio inferior le cuelga. Pero he aquí su mayor fuente de perplejidad: está desnudo. No sabe qué pasó con los calzoncillos y la camiseta que llevaba encima. En medio de aquel espanto, desplazado de súbito de la vida a una condición gobernada por la atrocidad pura, Hachiya comienza a mirar a su alrededor («Poco a poco pude enfocar las cosas que me rodeaban»). Figuras fantasmales y desnudas que deambulan con los brazos extendidos (para evitar el dolor del contacto de la carne viva con otras partes del cuerpo). La atmósfera se ha convertido en una nube de polvo. Todo ha sido derrumbado, arrancado de raíz. Pero hay algo aún más extraño, una especie de siniestra contrariedad en las calles, en el aire: un vasto, incalculable, irremediable silencio en las voces y en las miradas de aquellas gentes.
A lo largo de 56 días el médico aflora toda su energía disponible para atender a los moribundos, suministrar curas y organizar la marea de sufrientes que se agolpa en cada habitación, en los pasillos y rincones del hospital, en busca de salvación. Hay cadáveres por todas partes. Hachiya debe, además, luchar con sus propias heridas que, como la de muchos otros, son desconocidas, extrañas figuras que se comportan de un modo inédito hasta entonces. Los incendios se multiplican. Inesperadas ráfagas de viento atizan el fuego y lo exportan cada vez más lejos del epicentro. Personas que caminan, de repente, caen y mueren. Nada está entero: la piel cuelga de los supervivientes. Heces y vómitos por todas partes. Llagas. Sollozos. Cuerpos fundidos con el pavimento. Rostros que han perdido su perfil. Caminantes ciegos, aquellos que miraron sin temor a la masa incandescente que se levantó de la tierra con plena y redonda belleza. Luz que cautivó y mató. El carácter del tiempo parece haber sido modificado. Los hechos transcurren como en cámara lenta o tan veloces que son invisibles al ojo humano. El día y la noche: no se sabe con certidumbre qué hora es, si se está vivo en el día anterior o al día siguiente. La bomba atómica parece haber fracturado la capacidad de pensar. Las víctimas que han sobrevivido (por puro azar, sin lógica ninguna), parecen estar ausentes de la realidad. Han sido expulsadas de sí, hasta los confines de la muerte. Pocas veces, creo yo, es posible atribuir la calificación de extraordinaria a una obra escrita, no por una sino por varias contundentes razones.
Está por completo fuera de lo común el que un hombre se proponga la tarea de pensar en medio de una tragedia nunca antes vista ni imaginada. Más todavía, si ella pertenece a la catástrofe atómica, que mostró ese día tener una fuerza capaz de hacer trizas dos facultades humanas: la de racionalizar y la de establecer sentimientos ante los hechos que nos afectan. Que además se proponga escribir sobre aquella realidad en medio de tan dantesco clima, es casi una extravagancia, decisión que parece provenir de una fuerza espiritual infrecuente, con la que sólo excepcionalmente los lectores tenemos el privilegio de encontrarnos. Porque la vibración más alta de este diario es el hondo deseo de armonía con que está escrito: la precisión, el comedimiento, la finura con que relata. La elegancia con que evade las formas de lo hiperbólico. La mesura con que retrata la mueca, la torcedura de la vida.
En 1971 Elías Canetti escribió un prólogo de este libro, impregnado de admiración y respeto. Dice allí: «No hay una sola línea falsa en este Diario, ninguna vanidad que no esté cimentada en el pudor. Si tuviera algún sentido averiguar qué forma de literatura es hoy en día indispensable, indispensable a un hombre que sepa y tenga los ojos bien abiertos, habría que decir: ésta».
*Diario de Hiroshima de un médico japonés (6 de agosto-30 de septiembre de 1945). Michihiko Hachiya. Turner Editores. España, 2005.