Por ALFREDO BALDÓ MICHELENA
Hace semanas leí un artículo publicado por una amiga en un medio de Venezuela. En el mismo, criticaba el exceso de palabras y la falta de respaldo activo a sus dirigentes por parte de los seguidores de la oposición en nuestro país. Entonces expresé cierto desacuerdo con algunos de sus planteamientos. Si bien pienso que el mucho hablar y el poco actuar terminan siendo ineficaces en la lucha política, no dejo de admirar el hecho de que ahora haya gente analizando, haciéndose preguntas, tratando de buscar soluciones y, lo que hace esto tan notable, expresando sus ideas a través de los medios más diversos. Sin embargo, no pretendo profundizar sobre este planteamiento; ni cómo se trata en el artículo referido y mucho menos hacer crítica. Tan solo quiero expresar la alegría que me produce ver cómo fluyen las ideas, al comprobar la manera en que este ejercicio, poco a poco, va creando las bases necesarias para edificar una verdadera conciencia política en nuestra sociedad.
Ser testigo de cómo una generación va haciéndose responsable no deja de llamarme la atención, sobre todo si uno pertenece a un grupo que, en su momento, salvo contadas excepciones, se olvidó de que vivíamos en un país complejo, con profundas diferencias e injusticias sociales.
Llegados a este punto, reconozco que no solo pertenecí a ese sector —del cual no reniego—, sino que era el vivo ejemplo del joven cómodo, de esos a quienes les «resbalaban» de la manera más atroz los asuntos serios, cuando han debido ocupar un lugar destacado en la consciencia de cualquier ciudadano cabal. En tal sentido, tengo varios cuentos que parecen inconexos, pero que al final forman parte de una misma historia y que ayudan a ilustrar mejor la forma de vivir una época. Será como un ir de rama en rama, sin plan de vuelo definido, a través de los recuerdos, mientras presumo de mis buenas anécdotas y las refresco en la memoria antes de que se vuelvan un revoltijo amorfo e incomprensible.
La memoria “pendeja”
Hacer este ejercicio, con la esperanza de que al final resulte un texto más o menos interesante, me obliga a echar mano de uno de mis bienes más preciados: «La memoria pendeja» que, según decía papá, es aquella que nos permite fijar cosas tan importantes como, por ejemplo, el promedio de bateo de todos los jugadores de un equipo de béisbol, o recordar qué comimos en un restaurante de carretera 10 años atrás, pero que a la hora de memorizar las tablas de multiplicar, del seis para arriba, falla escandalosamente.
Dicho lo anterior, es a partir de este momento cuando en realidad comienza este relato, lo cual nos lleva, si mal no recuerdo, a un domingo por la noche en nuestra casa de Caracas, hace 33 años. Debía ser tarde y probablemente me encontraba hurgando en la nevera, cuando de pronto escuché un «fooonnn», como si se tratara de la sirena de un barco. A los pocos instantes sonó el timbre de la casa. Sabía que mi papá llegaría pronto de viaje. Al abrir me lo encontré con una pequeña maleta, y tras un breve saludo, alcancé a ver las aletas de la parte trasera de un carro de los años 50, de cuyo claxon había salido tan característico sonido, cruzando en la esquina más próxima. Una vez dentro, nos pusimos rápidamente al día y luego se fue directo a dormir: estaba cansado y no daba para mucho más.
Al día siguiente nos tocó almorzar a los dos solos. Mientras lo hacíamos, de repente soltó esto: «¿Tú también sabes quién es ese al que llaman El Rey de la Salsa?». No era yo el primero a quien interrogaba. Había ido haciéndolo con todos los de la casa, como si se tratara de una encuesta, con la esperanza de que alguien lo acompañara en su ignorancia en temas de música y actualidad. Cuando le dije que sí, que era Oscar D’León, esbozó una sonrisita de sorpresa e incredulidad, como si los hijos no pudiésemos saber algo que los papás no sabían. Luego me contó que en el vuelo que lo trajo de vuelta de República Dominicana había quedado a su lado. «Un tipo encantador de bigote chorreado» —dijo—: «De esos que hasta en los ascensores tienen que ir hablando con los desconocidos».
Yo, el Rey de la Salsa
Poco antes de despegar, cuando la falta de comunicación con el vecino le era ya casi insoportable, como mi papá seguía sin dar muestras de querer entablar conversación, Oscar D’León decidió tomar la iniciativa. De sopetón y sin preámbulos le preguntó: «¿Tabas en la pelota?» —que es como en Venezuela se llama popularmente al béisbol—. A partir de ese instante, bajo el influjo de la química más absoluta, no pararon de hablar. Seguramente comentaron la Serie del Caribe, que se había estado jugando en Santo Domingo y había concluido con el triunfo de los Tigres del Licey. Probablemente también tocaron el tema político de actualidad, el caso del «Sierra Nevada», que involucraba a Carlos Andrés Pérez, y era la razón por la cual papá había viajado a la República Dominicana. Como la discreción no era uno de los fuertes de mi viejo, no sería de extrañar que le hubiese contado que había ido a buscar a Jóvito Villalba, el líder histórico del partido Unión Republicana Democrática —URD—, cuyo apoyo era imprescindible para impedir que a CAP le fuese allanada la inmunidad parlamentaria, y así se abriera el camino para someterlo a juicio.
Todas estas son conjeturas porque, en realidad, el único detalle de la larga conversación que supe con certeza fue que en un momento dado de la misma, cuando probablemente ya eran algo así como mejores amigos, constatando que mi papá seguía en babia con respecto a su identidad, no pudo aguantar más. Entonces, sin ningún tipo de pudor y desde el alma exclamó: «¡Coño, chico, tú no sabes quién soy yo! Yo soy Oscar D’León, ¡el Rey de la Salsa!”.
De cómo superó papá el trago amargo, luego de haber quedado en evidencia de ese modo, no me enteré. Pero sí sé que, una vez en el aeropuerto de Maiquetía, cuando se disponía a tomar un taxi para subir a Caracas, Oscar D’León, haciendo gala de un típico rasgo de venezolanidad, se negó de plano a que subiera en un carro que no fuese una de sus famosas «llagas» de los años 50, de las que hoy en día sigue siendo un apasionado coleccionista.
Vegas, el toero
A los pocos días de esto, me encontré con que en la casa había un cierto movimiento en torno a una chaqueta blanca de mesonero. Seguramente la habían traído desde la casa de mi abuela, y mi mamá se afanaba en plancharla, para no dejar margen a la aparición de arrugas o pliegues indeseados. Mientras tanto, papá seguía de cerca la operación, como si pudiese aportar algo en un territorio donde en realidad era un absoluto incompetente. Verlos tan volcados sobre la mesa de planchar me causó bastante asombro, pero no tanto como saber que pretendían encasquetársela a Vegas, el chofer de mi papá, para que sirviera los tragos en un encuentro político de altísimo nivel que, en un rato, se iba a llevar a cabo.
Hablar de Vegas me impone abrir un paréntesis, o más bien saltar a una de esas ramas que brotan del tronco de este relato. Era el típico criollo, en cuyo rostro se evidencia el intrincado mestizaje de nuestro pueblo. De buena planta, debía rondar los 58 años para ese momento; sin embargo, se movía con lentitud pasmosa, más propia de un anciano centenario.
En su juventud había trabajado en los “tablones de caña” de la Hacienda Ibarra, lo cual le daba amplio tema de conversación con mi papá. Escribía décimas y era capaz de pasar horas eternas curucuteando las hormigas con una ramita. Preparaba un ungüento mágico, verde y baboso, que hacía que cualquier herida cicatrizara al doble de la velocidad. Lanzaba bolas curvas endemoniadas y, a la hora de hacer carreras, a pesar de su lentitud al andar, podía sacarnos hasta cinco cuerpos de ventaja. También le gustaba plantear dilemas filosóficos inabarcables, a la vez que maquinaba las soluciones más insólitas, casi siempre pueriles, para los grandes males de la humanidad.
Como se ve, cumplía con bastantes de los requisitos indispensables para ser catalogado de «sabio popular». Sin embargo, había un rasgo que destacaba muy por encima de todos los anteriores, y es el hecho de que era el toero (manitas o chapuzas en España) más extraordinario que ha visto y verá la humanidad. Con un trozo de cinta eléctrica y un alambre en sus manos no había desperfecto que se le resistiera. Cuando algo se dañaba y acudíamos a él para ponerle solución, el ritual era siempre el mismo: tomaba el objeto en sus manos (igual daba si era el pedal de una bicicleta o un jarrón de la dinastía Ming); echaba un poco hacia atrás la cabeza sin pronunciar palabra, tan solo un breve mmjjú; observaba por no más de 10 segundos y, acto seguido, empezaba la búsqueda, algunas veces en la maleta del carro, otras en el cuarto de los trastos, en la mayoría de los casos en el basurero, de los materiales necesarios para el arreglo. Al rato aparecía con el resultado de su ingenio, casi siempre tan eficiente como antiestético.
He visto varias veces la película Apolo 13, con Tom Hanks. Cuando ocurre la avería de la nave en el espacio exterior y los tripulantes comienzan a quedarse sin oxígeno, abajo, en Cabo Cañaveral (supongo), reúnen a la plana mayor de los ingenieros de la NASA para tratar de darle solución a la emergencia. Les entregan una caja llena de mangueras y frascos de plástico vacíos, supuestamente similares a los materiales con los que cuentan los astronautas. La idea es que con ellos construyan un dispositivo para filtrar o reciclar el aire. Cuando obtengan el resultado, tendrán que guiar a los tres miembros de la tripulación para que hagan lo mismo allá arriba. Cada vez que los observo deliberando y, sobre todo, sudando la gota gorda para resolver el problema, no puedo evitar pensar: «¡Con Vegas en el equipo esa gente no habría pelado tanta bola!».
¿Un romántico?
Todo lo que les he contado pesaba a su favor a la hora de darle un lugar espacial en la estima de mi papá. Ahora bien, creo no equivocarme al afirmar que, siempre, entre aquello que tuvo más peso, fue el hecho de que para él, Vegas era la prueba más cercana de eso que llamamos ingenio popular. En un sistema más moderno y justo habría llegado a bastante más. Probablemente era el recordatorio de la existencia de una Venezuela que vivía en la periferia de las ciudades y en los campos más paupérrimos. De un grupo mayoritario que formaba y sigue formando el grueso de la población de nuestro país, del que, para su alarma, los grupos que manejaban los hilos del poder se iban desconectando cada vez más. Y es que mi papá, sin haber sido un luchador social, como político era un hombre sensible, con plena consciencia de los errores, injusticias y desatinos que en un futuro habrían de cobrarle a sus hijos, nietos y al país en general, una enorme factura.
Para muchas personas de su círculo natural, tal vez el más reaccionario de Venezuela, no era más que un romántico con veleidades izquierdistas, cosa que, por cierto, nunca fue. Yo más bien pienso que era un liberal ultra conservador (como buen demócrata de origen mantuano que era), enamorado de su país, convencido de que los que habían gozado de mayores privilegios tenían la responsabilidad de involucrarse en política y no dejar los asuntos de Estado en manos de oportunistas inescrupulosos. Como ven, en lo de romántico no estaban muy equivocados.
Con el tiempo, la certeza de que íbamos por mal camino fue haciendo mella en su estado de ánimo. Se la pasaba advirtiendo de un futuro estallido social, que al final tuvo su primer capítulo el 27 de febrero del 89. Una noche, viendo los saqueos por la televisión y escuchando las ráfagas de ametralladora le pregunté: «¿Qué va a pasar ahora?». Entonces, con desazón, me contestó algo para lo que no eran necesarias grandes dotes de profeta: «De ahora en adelante no lo sé. Seguramente nada bueno». Y luego, como intuyendo que nuestro destino estaba echado y no había vuelta atrás, me dijo: «Cuando no se aprende por las buenas hay que hacerlo a los carajazos». Y en eso es en lo que estamos hoy en día.
A las pocas semanas del «Caracazo», el desasosiego producto de los acontecimientos, junto al hecho de haber fumado desde los 15 años, una salud frágil y, sobre todo, el mal hábito de desayunar bistecs a caballo con arroz, conspiraron para que la mañana de un jueves santo un infarto masivo se lo llevara: tenía apenas 57 años.
Cerrado este larguísimo paréntesis que al final condujo hasta mi papá, volvemos a la historia principal, la que gira en torno a ese encuentro político que se iba a celebrar en la casa.
El encargado del bar
Como Vegas no quiso colaborar con lo de la chaqueta de mesonero y servir los tragos, tuvieron que apelar a la solución más rápida y a la mano que se les presentó. En el acto me llamó mi papá y dijo: «Viejo, vas a estar encargado del bar». Entonces me explicó que se iban a sentar en el corredor, por lo cual tenía que quedarme tranquilito en la biblioteca, «al pie del cañón para lo que haga falta», atento a la señal para requerir de mis servicios, que sería ese silbido característico con el cual solía llamarnos, o anunciar su llegada a casa.
A la hora indicada me ubiqué en mi puesto de combate, pero sin la chaqueta. Esa me tocaría ponérmela muchos años después, en otros países, para redondearme la vida.
El primero en llegar fue José Vicente Rangel, quien saludó seco y distante como de costumbre. Luego llegó Jóvito, bastante más familiar, producto de la muy estrecha relación que había mantenido con mi papá desde los tiempos de su militancia en URD. Por último lo hizo Carlos Andrés, quien era una bestia política las 24 horas del día y un poco más. Muchas veces me tocó verlo en desayunos políticos en la casa. No sé por qué les gustaba tanto encontrarse a esas horas odiosas, entre 5:30 y 6:00 am. El hecho es que cuando atravesaba las puertas de la casa, lo hacía como un vendaval, a paso de campaña electoral, y lo único que le faltaba era llevar los brazos en alto esbozando su tradicional saludo. Esa tarde fue igual y, como de costumbre, se metió directo en la cocina a saludar a Hortensia y a Rosa Contreras, quien siempre se derretía de emoción, y a la hora de votar en las elecciones, lo hacía por los copeyanos.
Una vez instalados serví la primera ronda y me fui a mi sitio. Todo fue transcurriendo sin contratiempos, de la manera más apacible, hasta que pasado un buen rato apareció mi papá en el escritorio, gesticulando y moviendo la boca de manera frenética. Por su expresión debía estar profiriendo improperios. Sin embargo, no los pude escuchar, como tampoco hice con los múltiples silbidos. Los intrincados contrapuntos de Juan Sebastián Bach o las descargas en la guitarra eléctrica de Mark Knopffler me lo impedían. No fue hasta quitarme los audífonos (en España los llaman «cascos»), cuando recibí, junto a un buen regaño, la información de que debía repotenciar los tragos.
Como ven, tuve la oportunidad de ser testigo desde asientos de «ringside» de un encuentro trascendental para la Historia de nuestro país, más bien prefiriendo saltármelo olímpicamente. De ese momento no tengo más recuerdo que lo que les he contado, y de la manera en que CAP se solidarizó con mi causa, cuando en tono enérgico y con esa manera tan suya de hablar le exigió a papá: « ¡No je meta con mi barman prejerío!».
Los años siguientes
Lo que de allí salió es ampliamente conocido. Carlos Andrés Pérez se salvó por un voto en el Congreso Nacional, el de José Vicente Rangel, de que le fuera allanada la inmunidad parlamentaria. Esta circunstancia le permitiría años después volver a ser presidente, tras derrotar en elecciones nacionales a Eduardo Fernández, el candidato socialcristiano. También creó el marco necesario para que un teniente coronel de paracaidistas orquestara un golpe de Estado que le catapultaría al estrellato, con las terribles consecuencias que ya todos sabemos.
Para algunos, y probablemente en una época también para mí, el hecho de preferir llenarme los oídos de música en un momento crucial, evidenciaba una voluntad de colocarme más allá de los asuntos terrenales, como muestra de autenticidad e independencia. Sin embargo, hoy lo veo como prueba de esa cómoda irresponsabilidad en la que vivimos durante tantos años, sentados sobre una bomba de relojería que ha ido estallando en cámara lenta, cuadro por cuadro, y que aún hoy en día lo sigue haciendo.
Fueron tiempos felices, en los que nos tapamos los ojos y los oídos para que no nos hiciera daño una realidad molesta, del tamaño de un país marginal, que hoy, mal guiado por el odio y la ignorancia de unos cuantos, cree ir recuperando espacios naturales, cuando en realidad se sume más en la miseria.
La lección todavía no está asimilada y seguimos aprendiendo a los carajazos. No obstante, en un sentido estamos mejor, y se los decía al principio. Cada vez son menos los que prefieren no ver ni escuchar, y se comprometen de manera más activa para conseguir que volvamos a un camino que nunca debimos dejar: la senda del progreso y la cordura.
Sobre el retrato que acompaña este artículo
Por cierto, en la imagen que encabeza estos recuerdos, mi papá, Alfredo Baldó Casanova, es el que no lleva corbata, junto a una serie de líderes cuyos nombres son de sobra conocidos. En sí, encarnan las virtudes y defectos de los 40 años de democracia que transcurrieron entre 1958 y 1998. Sin embargo, lo que más valoro de esta foto no es eso, sino la ilusión que en ella dejan traslucir, tras aterrizar en el aeropuerto de Maiquetía —a la vuelta del exilio o la salida de la cárcel, justo a la caída de Marcos Pérez Jiménez—, con la perspectiva de transitar un nuevo camino de democracia y libertades.
Como la esperanza es terca y no entiende de razones, no dejo de soñar con el día en que volvamos a ver una imagen como esta, pero a todo color, con hombres y mujeres que vuelven del destierro o abandonan la prisión, acompañando a los que hoy, a riesgo de sus vidas, se atreven a hacer oposición en un país que vive las horas más bajas de su historia.