“Esa obra titánica se había desarrollado por completo en la mente del Maestro Abreu desde antes de su fundación. Él y sólo él sabía la dimensión y el alcance de tan magno proyecto. Por eso dedicó su vida a darle forma, a fundarla y a consolidarla. Muy pocos conocen la enorme cantidad de trabajo que hay detrás de El Sistema. Muchos creen que se trata de un grupo de orquestas. Eso está muy lejos de ser la realidad en su totalidad”
Por CAROLINA JAIMES BRANGER
Desde que empecé a escribir como articulista, un tema que he tratado decenas de veces a lo largo de estos 26 años ha sido el de nuestro Sistema de Orquestas y Coros Juveniles e Infantiles de Venezuela. Soy una enamorada de El Sistema desde el día uno. Mis padres asistieron al concierto inaugural y llegaron entusiasmadísimos de lo que aquello prometía. Y por supuesto, de El Sistema se yergue la figura de mi querido, admiradísimo y extrañado Maestro José Antonio Abreu, a quien tengo el honor de llamar “mi amigo”. Por eso este artículo se llama “Mi” Maestro Abreu”, aunque no haya sido mi maestro de música. Porque con su ejemplo me enseñó muchas cosas.
Nosotros, los hermanos Jaimes Branger, desde niños asistíamos a los conciertos, principalmente en el Aula Magna. Muchos recuerdos gratos de mi vida se los debo a la Orquesta Sinfónica Venezuela. Mi primer recuerdo de un concierto en vivo se remonta, calculo yo, al año 1962 o 1963, en el Aula Magna. Yo tenía cuatro o cinco años, y me sentí importante cuando el Maestro Alberto Flamini me dio la mano. Unos meses más tarde, tuve el honor de saludar al Maestro Pedro Antonio Ríos Reyna y a su esposa Graciela a la salida de un concierto en el Teatro Municipal. «Cuando tengas nietos, cuéntales que le diste la mano al maestro Ríos Reyna», me dijo mi papá. Y yo repetí las palabras de mi padre cuando mis hijas vieron por primera vez a José Antonio Abreu: “Cuéntenles a sus nietos que conocieron en persona al Maestro Abreu”. Después de eso, lo vieron muchas veces y siempre con gran cariño de parte y parte.
El origen
En 1951, una joven pianista argentina se presentó en Barquisimeto. A esa función asistió con su padre un niño de once años que, conmovido hasta el alma por lo que vio, sintió y vivió en ese concierto, decidió que quería ser músico… y en músico se convirtió. En 2006, esa misma pianista, ya con ochenta y un años a cuestas, regresó a Venezuela a dar un concierto memorable. Y allí estaba para recibirla y presentarla al público el niño a quien la magia de su prodigio convirtió en músico. Ella, Pía Sebastiani. Él, José Antonio Abreu.
Pero la historia musical de José Antonio Abreu no comenzó con Pía Sebastiani. Comenzó antes de que él naciera, concretamente en 1897, cuando su abuelo Antonio Anselmi Berti llegó a Venezuela proveniente de la isla de Elba en Italia, con muchos sueños y cuarenta y seis instrumentos de viento que recorrieron a lomo de mulas parte del territorio nacional, hasta instalarse en el estado Trujillo, donde fundó la Banda Filarmónica de Monte Carmelo.
Abreu siempre habló de la impresión que tuvo a los seis años cuando fue a conocer esa casa, hoy donada al Estado para construir allí la sede del Centro de Acción Social por la Música. Abreu no conoció al abuelo, pero sí sus partituras, sus libros y a algunos de los músicos que él había formado. La abuela le cantaba arias de ópera.
José Antonio Abreu fue un estudiante metódico y brillante. Su primera maestra de música fue Doralisa Jiménez de Medina, en Barquisimeto. Allí “tuvo la suerte” de que le pusieran al lado a una muchacha llamada Pastora Guanipa, que tocaba violín mucho mejor que él: “Me obligó a demostrar mi valía, y es algo que después compruebo que ocurre todos los días en nuestras orquestas… Al principio consigues resultados heterogéneos, pero, al final, los niveles superiores acaban arrastrando a los inferiores. Nunca ocurre al revés, si fuera al contrario, la orquesta se disolvería”.
Ya mudado a Caracas, en la Academia Nacional de Declamación estudió composición con Vicente Emilio Sojo, piano con Moisés Moleiro y órgano y clavecín con Evencio Castellanos. Paralelamente estudió Economía en la Universidad Católica Andrés Bello, de la que se graduó Summa Cum Laude.
Mi cuñada Rosalind Greaves de Pulido, compañera de universidad de Abreu, recuerda una reunión de amigos que tuvieron a principio de los años sesenta: “José Antonio era un joven diputado. Cuando le preguntamos que cómo le iba, nos dijo que pronto tendría que decidir entre ser músico o ser político”. Por fortuna, no tuvo que renunciar a ninguna de sus dos pasiones, porque el camino que tomó fue hacer política a través de la música. Con la premisa de que “la cultura para los pobres no puede ser una pobre cultura”, le propuso al presidente Carlos Andrés Pérez en 1975 crear una fundación, un proyecto revolucionario que cambiaría la vida de los niños de las comunidades más empobrecidas, introduciéndolos en el mundo de la música. A través de un programa estricto y disciplinado, a los niños se les enseñaría a tocar un instrumento musical desde la edad de dos años. Esta inmersión en el mundo de la música clásica los transformaría y crearía un efecto dominó de consecuencias positivas que trascendería la esfera personal para influenciar a sus familias y de ahí, a toda la nación. Pérez dio el visto bueno y nació lo que luego se conoció en todo el mundo como El Sistema, la única obra e institución que se ha mantenido como política de Estado durante cincuenta años.
Cuando Pía Sebastiani volvió a Venezuela en 2006 a tocar con la Orquesta Sinfónica Simón Bolívar, bajo la batuta del Maestro Felipe Izcaray, yo nunca había visto tan emocionado a José Antonio Abreu como la tarde de aquel concierto. No sólo fue su muy conmovedora presentación de la Maestra Sebastiani, sino su seguimiento del concierto, absolutamente arrobado. Me costaba quitarle los ojos de encima. Los jóvenes músicos que se encontraban en la audiencia lo percibieron así, pues la ovación fue una de las más largas y apasionadas de las que jamás he escuchado. Más tarde, el propio José Antonio Abreu me dijo que él nunca había visto a esos músicos, «los críticos más severos», dejarse llevar por la emoción de esa forma.
La mágica música de Grieg, la dirección de Felipe Izcaray, la emoción de José Antonio Abreu y ese milagro ambulante que era Pía Sebastiani fueron los ingredientes para una de las veladas más impactantes y emotivas que yo haya vivido. Varias veces me fue imposible contener las lágrimas al pensar que gracias a Pía Sebastiani, que hipnotizó a José Antonio Abreu cuando apenas era un jovencito entrando en la adolescencia, tenemos hoy en Venezuela ese semillero de capital humano y social que es el Sistema de Orquestas. A su musa inspiradora no tengo más palabras que unas muy sentidas «¡Gracias, Pía!».
Conocí en persona al Maestro José Antonio Abreu en 1980, cuando fui a una entrevista en una compañía trasnacional donde yo quería hacer mi pasantía para graduarme de ingeniero. Cuando llegué, me pasaron a una salita de espera y él estaba allí, leyendo una partitura. Me presenté y le comenté que mi papá decía que éramos primos, porque él era Jaimes Berti y el abuelo del Maestro era Anselmi Berti. “¿De los Berti de Marciana Marina en la isla de Elba?”, me preguntó. “Sí, doctor”, le respondí. “¿Entonces por qué me llamas doctor, si somos primos?”. Ese fue el comienzo de una larga, bella y fructífera amistad que atesoro como uno de los capítulos más importantes de mi vida.
José Antonio Abreu pasó a la historia mucho antes de su muerte. El Sistema de Orquestas, nuestro Sistema de Orquestas, es reconocido en el mundo entero como una de las obras de mayor inclusión y envergadura social de los tiempos modernos.
El Sistema
Esa obra titánica se había desarrollado por completo en la mente del Maestro Abreu desde antes de su fundación. Él y sólo él sabía la dimensión y el alcance de tan magno proyecto. Por eso dedicó su vida a darle forma, a fundarla y a consolidarla. Muy pocos conocen la enorme cantidad de trabajo que hay detrás de El Sistema. Muchos creen que se trata de un grupo de orquestas. Eso está muy lejos de ser la realidad en su totalidad. Las orquestas son sólo la punta de un iceberg de méritos, trabajo, dedicación, cultura, educación, orden, disciplina, solidaridad, compañerismo y tantas otras virtudes que el Maestro Abreu logró llevar a tantos y que soñó con llevar a todo el país, ¡y lo llevó!
El día del primer ensayo los trece músicos que estuvieron allí cuentan que el entusiasmo de Abreu era contagioso. En los violines estaban Jesús “Chúo” Alfonzo, Ricardo Urea, Allyson Montoya, Lucero Cáceres, Edgar Aponte, Claudio González, Carlos Villamizar, Luis Miguel González y Gerardo Ramírez. En la viola, Eleazar (Chalo) Vera. Los cellos eran dos, Domingo Sánchez y Sofía Mühlbauer, y en el contrabajo, René Álvarez. Él les decía que ellos no se imaginaban hasta dónde podía llegar aquello. Realmente, no era fácil imaginarlo. Estaban en un garaje que les habían prestado en La Candelaria. Había casi cinco veces más atriles que músicos… Dos semanas después se incorporó Frank Di Polo y Andrés Sucre a finales de octubre.
Esa historia de los pioneros, dilucidando si Abreu era un visionario o un loco, no es la primera vez que ocurre en la Historia. Muchos de los grandes genios se vieron escrutados, criticados, hasta descalificados, pero todos tuvieron en común una característica que en el Maestro Abreu siempre fue obvia: la perseverancia. Quizás el único que se imaginó lo que venía era él. Por eso siguió ese camino sin detenerse. Ni siquiera la muerte, que lo sorprendió cuando todavía podía dar tanto, lo pudo parar, porque su obra sigue su marcha triunfal hacia la luz.
Su historia, guardando las distancias y los tiempos, por supuesto, me recuerda a la de Antoni Gaudí, el famoso arquitecto catalán. Cuentan que cuando presentó su tesis de grado en la Llotja, la famosa Escuela de Arte y Diseño de Barcelona, sus profesores debatieron sobre si estaban graduando a un loco o a un genio. Optaron por lo segundo.
En el maravilloso libro Soggetto Cavato, de Jesús “Chúo” Alfonzo, uno de los fundadores de El Sistema, leemos sobre los comienzos: “Atril por atril”… “otra vez”… “otra vez”… “Muchas veces empezábamos el ensayo a las seis o siete de la noche y no sabíamos a qué hora terminaríamos”… Cuando ensayaban con Abreu, no había intermedio. Los músicos todavía ensayan “a la manera del Maestro”, lo que significa que hasta que no esté perfecto, no terminan de ensayar. En aquel momento no se llamaba El Sistema, sino Fundación del Estado para el Sistema Nacional de las Orquestas Juveniles e Infantiles de Venezuela, FESNOJIV.
José Antonio Abreu tuvo el mérito de haber acercado la cultura al pueblo. Pero tuvo aún más mérito por haber acercado el pueblo a la cultura. Ya son más de un millón integrantes que conforman sus orquestas, más de un millón de niños y jóvenes que conocen el valor de la superación en cualquier disciplina que escojan como medio de vida. Y eso gracias a que Abreu le enseñó a un grupo importante de venezolanos que no pueden conformarse con ser mediocres si pueden ser buenos, ni ser buenos si pueden ser excelentes; que los éxitos en la vida se consiguen a costa de esfuerzo y constancia, por lo que no deben temer a la exigencia y al trabajo duro. Todo eso da frutos. Abreu murió orgulloso de esos frutos que siguen cosechándose.
José Antonio Abreu tuvo siempre claro hacia dónde iba. Tuvo la paciencia de un santo a la hora de buscar apoyos. El día que lo conocí me comentó que esperaba que el presidente de la compañía le donara cincuenta violines. A mí me pasaron antes de él, porque yo iba al departamento de sistemas (no sé cuánto tiempo él llevaba esperando cuando yo llegué, pero sí sé que cuando yo salí, hora y media después, él seguía todavía en la salita). Y así era siempre. Por un violín, por cincuenta violines, por una orquesta completa. Muchas veces le pasó que en esas esperas salía una secretaria después de que él tenía tres horas o más aguardando que lo pasaran, y le decía, “Maestro, el presidente (o ministro, o director o el cargo que tuviera) se disculpa, pero la reunión se va a alargar y dice que si no le importa volver otro día”. Y su respuesta invariable era “no importa, yo lo espero”. Cuatro, cinco, seis horas. Las esperas las aprovechaba para estudiar, ponerse al día con su agenda y planificar sus próximos pasos. Planificación, palabra clave en la historia de José Antonio Abreu. Su agenda era increíble. Tenía cuatro marcadores con los colores del semáforo y otro morado: marcaba en rojo lo que no había comenzado. En amarillo lo que estaba en marcha, en verde lo que ya estaba listo y en morado lo que le estaba costando una barbaridad. Un hombre de un orden impresionante, Abreu anotaba en aquella pequeña agenda todo lo que tenía que hacer, desde asistir a una reunión con un importantísimo director de orquesta —fue homenajeado por todos los grandes del siglo XX y del XXI hasta incluso después de fallecido— hasta llamar a darle las gracias a alguien que le escribió una notita. Todos eran importantes para él, porque como gran hombre que fue, nunca perdió la humildad. Por eso llegó tan lejos.
“Tocar y luchar”: el lema que Abreu lanzó en 1975 sigue más vigente que nunca. Este año son 50 años de logros, de tocar y luchar… ¡tú y solamente tú, amado Maestro, pudiste soñar lo que venía, en un garaje con más atriles que músicos, aquel día de febrero cuando los convocaste a construir la obra social de mayor envergadura e impacto social que habría en Venezuela!
Una obra ciclópea, sin dudas. Una obra que ha llegado hasta los lugares más recónditos de nuestra geografía para cambiar las vidas de tantas personas. Una obra que se ha internacionalizado por sus frutos, que están a la vista. Estoy convencida de que donde entra la música, sale la marginalidad. Esos niños y jóvenes que han pertenecido a nuestro Sistema de Orquestas serán buenos en lo que hagan de adultos, no importa si no siguen la carrera musical.
Los reconocimientos comenzaron a llegarle desde muy temprano. Todos los recibió en nombre de sus orquestas. Su humildad era la de un monje. Pero estoy segura de que, para él, el más importante de los homenajes era ver triunfar a sus alumnos. También el darse cuenta de cómo había cambiado las vidas de tantas familias: en una casa en donde entra la música por la puerta, sale por la ventana la marginalidad.
Recuerdo una tarde muy lluviosa que llegué a mi casa preocupada por el efecto que el torrencial aguacero que caía sobre Caracas podía haber tenido. En mi camino de regreso había visto muchas ramas y varios árboles caídos en distintas partes de la capital. La televisión de la cocina estaba encendida y estaban entrevistando a una señora que vivía entre Guarenas y Guatire que había perdido todo. “Cuéntenos, señora, ¿qué fue lo que pasó?”, le preguntó el reportero. “Mijo, fue horrible… arrancó a llover de una… ¡un aguacerazo! No dio tiempo de nada. El techo de allá atrás salió volando con el viento y se metió el agua. Y vimos cómo la corriente abrió la puerta y se llevó todo: los muebles, la televisión, la cocina, la bombona de gas, la ropa, los colchones… todo, todo, salió por esa puerta…”. De pronto, se sonrió. Pensé que su sonrisa podía ser efecto del shock que representaba para una familia humilde perder la mayoría de sus pertenencias. Pero no. Ella sonreía por otra razón: “¿Pero sabe qué?”, le dijo al periodista. “¡Salvamos los instrumentos!”.
Sentí que la piel se me erizaba en todo el cuerpo. ¡Aquella mujer salvó lo más importante que tenía en su casa: un violonchelo y un violín de sus dos hijos, que pertenecían a El Sistema! No corrió detrás de la televisión, ni de la cocinita. Tampoco se ocupó de rescatar la ropa, ni los colchones. La cámara entonces enfocó los instrumentos, dentro de sus estuches, perfectamente protegidos. Se me salieron las lágrimas. Recuerdo haberle contado esta historia a Eduardo Rodríguez Giolitti en una entrevista que me hizo para televisión y lloramos los dos. Los instrumentos representaban el futuro. Una historia que a lo largo de estos 50 años se ha repetido cada vez con más frecuencia: muchachos de extracciones muy pobres que cambian su destino gracias a la música y los valores que adquieren a través de ella.
Otra muy conmovedora historia, de las ciento de miles alrededor de El Sistema, es la del Maestro español David Gracia, uno de los miembros de una de las cohortes de los Abreu Fellows (que después pasaron a llamarse Sistema Fellows), quien trabajaba en aquel momento en el Bronx en Nueva York y vino a Venezuela a formarse como parte del programa que el Maestro Abreu fundó cuando le otorgaron el Premio del NED, National Endowment for Democracy. Visitó varios centros y núcleos, pero el que más le impresionó fue el que se fundó en un caserío en las afueras de Valle de la Pascua, alrededor de un botadero de basura. Ahí, el destino mejor de los niños era ser recolectores de basura como sus padres. Hasta que llegó el profesor de música. Repartieron instrumentos y los ensayos se hacían debajo de un techo, sin paredes, donde quienes pasaban por el lado podían ver y escucharlos. Uno de esos niños fue escogido, por sus méritos, para ingresar a la Orquesta Infantil de Venezuela. El orgullo era compartido por todos los habitantes. El Maestro Abreu les mandó autobuses para que todos fueran a Caracas a ver su debut en su concierto inaugural. Definitivamente, esas personas tienen hoy otra visión del mundo.
También, como le sucede a todo gran hombre, el Maestro Abreu tuvo sus detractores, a quienes ni vale la pena nombrar ante la apabullante realidad que los calla a todos. Abreu guardó silencio ante las muy injustas acusaciones y críticas. Tragó grueso muchas veces. Todo, todo, valía la pena ante lo que estaba construyendo. Cuando el embajador Román Mayorga, en aquel entonces representante del BID en Venezuela, presentó un libro de José Ignacio Moreno León, a principios de este siglo, fue enfático al decir que “los detractores del capital social que sostenían que la formación de este tipo de capital humano tomaba demasiado tiempo para formarlo, fueron batidos por la experiencia de las orquestas venezolanas”. Estas son el ejemplo viviente de todo lo que se puede lograr en un lapso relativamente corto, cuando se hacen las cosas bien, con las técnicas necesarias, sin dejar lugar para las improvisaciones, con los más altos estándares, de manera organizada, enorme dedicación y sobrada mística. Román Mayorga, un salvadoreño enamorado de Venezuela y sobre todo del Sistema de Orquestas, desde el BID dio todo su apoyo para la construcción del Centro de Acción Social en Quebrada Honda.
El Maestro Claudio Abbado, ese genio de la dirección musical, quien fue director de las mejores orquestas del mundo, se enamoró del proyecto de Abreu, y fue columna vertebral e inspiración para nuestros jóvenes maestros. Plácido Domingo lloró de la emoción que le produjo verlos tocar la primera vez y ha regresado varias veces. Nuestros muchachos han movido y conmovido a grandes artistas. Han estado con los mejores del mundo, porque ellos son parte de los mejores del mundo. Talentos como Sir Simon Ratlle, Daniel Baremboin, Giuseppe Sinopoli, Krzysztof Penderecki, Zubin Mehta, Eduardo Mata, James Judd, Lorin Maazel, Helmuth Rilling, Alondra de la Parra, Benjamín Zander, Manuel Galduf, John Corigliano, Michael Barrett, Rafael Frübeck de Burgos, Alexander Romanovsky, Stephen Buck, Sonya Yoncheva, Yuja Wang, Rebeca Miller, Roberto Tibiriçá, Natalia Gutman, Guillaume Vincent, Marek Bracha, Alexandra Schmiedel, Judith Jáuregui, Francesco Taskayali y Rita Costanzi, y tantos otros con quienes nuestros jóvenes directores, encabezados por Gustavo Dudamel, se codean de tú a tú: Christian Vásquez, Diego Matheuz, Rafael Payare, Domingo Hindoyan, Andrés David Ascanio Abreu, Joshua Dos Santos, Dietrich Paredes, Glass Marcano, Urielis Arroyo, Giancarlo Guerrero, Carlos Izcaray, Rodolfo Saglimbeni, César Iván Lara, Sergio Rosales, Jesús Uzcátegui, Enluis Montes Olivar, Giancarlo Castro D’Addona, Gonzalo Hidalgo, y otros que se escapan de mi memoria.
Recuerdo con emoción cuando Edicson Ruiz, el maestro más joven que jamás haya ingresado a la Orquesta Filarmónica de Berlín, me contó que él había ingresado a la orquesta cuando vivía en San Agustín, porque fue la opción que encontró su mamá, que no quería que él se reuniera con «malas juntas». Y con él, otros genios de la música que están dando la talla en muchos lugares del mundo, gracias a José Antonio Abreu. Ellos hoy ponen el nombre de Venezuela en las más altas cumbres de los círculos culturales del mundo entero por “obra y gracia” de José Antonio Abreu. Los músicos representan los valores que —si los tuviéramos como sociedad— seríamos uno de los países más adelantados del mundo. Por eso El Sistema transmite tantas esperanzas.
El Maestro Abreu contó siempre, por fortuna, con una pléyade de músicos y amantes de la música que apuntalaron su labor, además del apoyo incondicional de sus hermanos Betty, Ana Cecilia, Enrique y Jesús Abreu Anselmi. Talentos como los de María Guinand, Ana María Raga, José Francisco del Castillo, Alfredo Rugeles, Diana Arismendi, Pablo Castellanos, Frank Di Polo, Ulyses Ascanio, David Ascanio, Lydie Pérez, Bolivia Bottome, Eduardo Marturet, Chefi Borzacchini, Igor Lanz, Pedro Álvarez, Glevis Peña, Pedro y María Cristina Palma y muchos otros que escapan de mi memoria en este momento. Un reconocimiento especial merece Eduardo Méndez, quien desde muy joven fue reconocido por el Maestro para sustituirlo en la Dirección Ejecutiva. A Eugenio Carreño, Ronnie Morales, Ángel Linares, Yvan Hernández, Lorena Lugo, Henrich Sojo y Norma Méndez, quienes lo acompañan con mística y excelencia en el día a día. Y por supuesto, los fundadores que han sido su bastón, como lo fueron del Maestro, hasta el día de hoy.
Más de un millón de niños y jóvenes venezolanos han sido privilegiados de pertenecer a El Sistema. Allí aprenden lo que tanta falta le hace al resto del país: valores. Y obtienen bases sólidas para sus vidas, porque les enseñan a buscar la excelencia en todo lo que hacen, no sólo en la música. La música es sólo el instrumento para transmitirlos. Esos muchachos serán buenos en lo que decidan ser, que no necesariamente músicos. Y la experiencia de nuestro Sistema ha sido replicada en un buen número de países.
Si Venezuela fuera un país medianamente educado, tendría que haber estatuas del Maestro Abreu como hay estatuas de Bolívar: una en cada pueblo. José Antonio Abreu descubrió y patentó en su franquicia el antídoto contra la mediocridad. Ojalá que el país se enrumbe por esa senda. La gran diferencia entre la civilización y la marginalidad en Venezuela se llama El Sistema. Si Abreu se hubiera dado cuenta de la diáspora de músicos en los últimos años, de seguro hubiera sufrido mucho.
Cada vez que en Venezuela un niño tome un instrumento musical y sienta que su vida tiene un antes y un después de tomarlo, estará rindiendo el mejor homenaje al hombre que entregó su vida, dio su pasión, sus conocimientos, su tiempo, su energía, su salud, su vida por ayudar a sus compatriotas a abandonar la miseria, más la mental que la física.
¿El secreto?… Creo que no hay un secreto, sino muchos detalles. La austeridad del Maestro Abreu constituyó un ejemplo de la concordancia entre lo que decía y lo que hacía. Así mismo su humildad. La grandeza, sin que me quede duda, es humilde. Un hombre que recibió los más importantes reconocimientos en todo el mundo fue un hombre de una sencillez abrumadora. Y eso se lo transmitió a sus alumnos.
Su profunda fe en Dios lo ayudó a superar obstáculo tras obstáculo. Su búsqueda de la excelencia fue el norte que siempre persiguió. Su orden, su disciplina, su rigurosidad fueron los motores que movieron su acción.
José Antonio Abreu fue de una consecuencia extraordinaria. Doy fe de que siempre que escribí algo sobre El Sistema me llamó personalmente a agradecérmelo. Y así miles de personas que recibieron notas, cartas y llamadas suyas llenas de cariño y gratitud.
Sus hermanos se quejaban de su terquedad, sobre todo en lo que tocaba a su salud. Siempre puso todos sus deberes por delante de él. Pero para lograr crear una obra como El Sistema había que ser empecinadamente terco.
Su capacidad de trabajo era infinita. No tenía horarios, ni descansos. Dio todo por lo que creía, por lo que soñaba, por lo que amaba. Su obra, su maravillosa obra, su grandiosa obra, está signada por el amor. Por eso ha sido tan exitosa. David France, Sistema Fellow de 2012, comentó: “Aprendí en Venezuela que no hay carencia personal que no pueda ser llenada con la entrega total de uno mismo a los demás”. Una hermosísima descripción de la vida y el legado de José Antonio Abreu. Por eso fue, es y será siempre “el Maestro”.
William Arthur Ward dijo que “el maestro mediocre dice. El buen maestro explica. El maestro superior demuestra. El maestro grande inspira”. Inspirador Maestro Abreu. Admirado Maestro Abreu. Querido Maestro Abreu, usted mismo lo dijo: “No hay nada más sublime en la vida que dar”. Gracias, infinitas gracias, por todo lo que hemos recibido.