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Mi amigo Antonio Cova

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Por LEONARDO AZPARREN GIMÉNEZ

En septiembre de 1961 llegué a Caracas para estudiar filosofía en la Universidad Central de Venezuela. Un bachiller formado en el colegio La Salle y en el liceo Lisandro Alvarado de Barquisimeto. en primer lugar con Elena González Baldó, en una Facultad de Humanidades y Educación en la que prevalecía el pensamiento marxista y, en general, no religioso. Meses después me invitaron a formar parte de la plancha que se preparaba para las elecciones del centro de estudiantes, a lo que me negué porque tenía alguna relación con militantes del partido Copei. Les dije que era católico, pero no tenía sintonía con ese partido. Eran los años del Concilio Vaticano II y de la renovación de pensamientos y posturas de apertura al mundo por parte del catolicismo.

Elena, quien estaba a mitad de carrera, captó mi postura y me dijo que quería presentarme unos amigos. Días después se dio el encuentro en los espacios de nuestra facultad y conocí a Antonio Cova y a Ramón Piñango, amigos indispensables en mi vida hasta el día de hoy. Apelo a una sentencia vital de Isaac Chocrón: ambos forman parte de mi familia elegida.

En los meses siguientes nos vimos con frecuencia, algunas veces para asistir a reuniones de formación. Antonio me buscada donde yo vivía en La Candelaria e íbamos al sitio de las reuniones. Gracias a él comencé a conocer gente distinta, católicos de mente abierta y sacerdotes similares, entre ellos a Hermann González S. J. y Ovidio Pérez Morales. También, gracias a Antonio, descubrí la librería Nuevo Orden. Él y Ramón me hicieron conocer a escritores católicos contemporáneos, en especial a Emmanuel Mounier, director-fundador de la revista Esprit, cuyo lema era “Contra el desorden establecido”. Mounier es el más importante pensador católico francés, cuya comprensión social de la época lo colocó en la vanguardia de la renovación católica del concilio.

En 1962 Antonio viajó a Estados Unidos para hacer estudios de posgrado en Berkeley. Mantuvimos una periódica correspondencia, siempre inspirada en la situación del país y el rol del catolicismo diferente del pensamiento político social cristiano. En las fechas de las cartas, Antonio ponía el santo del día. Por ejemplo, el 21 de diciembre era la fiesta de Santo Tomás Apóstol y el 31 de enero la de San Juan Bosco, “un tipo interesante, aunque lamentablemente no sus descendientes”, acotó.

Eran tiempos de grandes discusiones por la renovación que tocaba las puertas en el espíritu del concilio, en una Venezuela democrática acosada por fuerzas radicales inspiradas en la revolución cubana. En carta del 21 de diciembre de 1964 me comentó: “Los católicos progresistas deberían trabajar por que estos nuevos aires en nuestra débil y vetusta iglesia venezolana no sean pasados a las ‘calendas griegas’ por la gente ‘bienpensante”. Fue una preocupación y un interés siempre presentes en nuestra correspondencia y en nuestros encuentros a lo largo de los años. Pero en la década de los sesenta del siglo pasado era un tema urgente por los grandes cambios políticos que experimentábamos. Alguna vez comentó: “¡Venezolanos y católicos, imagínate qué mezcla! Católicos que tienen que presentar a Cristo en nuestra Venezuela de 1965…, católicos que sientan lo trágico de la situación actual de nuestro país y que, sin amarguras y sin estar encontrando sambenitos entre todos los demás,  se lancen a hacer algo”.

Cuando regresó a mediados de 1966 yo tenía varios meses largos casado y vivía en una pensión frente al Ateneo de Caracas. Nos reencontramos y la amistad se amplió porque Herminia y yo conocimos a su familia, en primer lugar a doña Socorro, madre ejemplar y mujer de temple, y a Gladys, Arnoldo e Ivonne sus hermanos. Su casa fue punto de encuentro frecuente en un excelente ambiente familiar. Un día, a comienzos de 1967, Antonio se presentó en la pensión y me entregó un juego de llaves. Me dijo que eran de un apartamento que había comprado y que me podía ir a vivir en él y yo decidiría cuánto podía pagarle. Allí estuvimos hasta comienzos de 1971.

A mediados de 1970, cuando iba a nacer nuestro segundo hijo, se presentó en la clínica: “Como tú no eres de esos papás que le ponen su nombre a su hijo, aquí tienes una lista de nombres”. Resultó ser Juan Javier.

La política siempre nos acompañó sin tener vínculos comprometidos con partido alguno; pero sí con perenne conciencia de los problemas ideológicos implicados en la política venezolana. Yo, siempre de tendencia solitaria, gracias a Antonio comencé a conocer gente: Mercedes Pulido, Néstor Coll, Pedro Raúl Villasmil y otros, quienes apostaban por la renovación política del país más allá de lo que planteaban los principales partidos políticos. A finales de la década de los sesenta las posiciones políticas se consolidaron y llegó a hablarse de la izquierda cristiana.

Hubo un paréntesis en nuestros encuentros cuando a mediados de 1971 viajé a Hungría como segundo secretario de nuestra embajada en ese país. Pero en algún momento Antonio nos visitó, aprovechando un viaje que tenía a Roma por destino, creo en misión por algún asunto de la Universidad Católica Andrés Bello donde fue profesor hasta el final.

De regreso al país a finales de 1976 retomamos nuestros contactos, estables a lo largo del tiempo hasta hace diez años. Antonio nunca nos exigió algo a Herminia y a mí. En mi biblioteca tengo cerca de veinte libros por el dedicados; principalmente sobre Grecia clásica, consciente él de que mi cátedra en la Universidad Central de Venezuela era el teatro griego clásico; pero también sobre asuntos políticos como la revolución francesa o una biografía de Carlos Marx por Franz Mehring. En todas las dedicatorias firmó: “Antonio Thamara y Sebastián”.

La dinámica social y política en el nuevo siglo hizo que nuestros encuentros fueran más esporádicos. Antonio era un personaje público invitado frecuente de algunos programas de radio y televisión y yo más dedicado a mis investigaciones sobre teatro griego y teatro venezolano. Siempre pendientes de lo que nos pasaba y padecíamos los venezolanos. Las reuniones, que durante años se hicieron en la casa de su madre, doña Socorro, se mudaron para su residencia con el mismo grupo de familiares y amigos.

Algunas veces se espaciaban nuestros encuentros personales, pero manteníamos el telefónico. El régimen militarista con el que se inició el siglo XXI nos confirmó en algunas de las ideas que teníamos de antaño: nuestro país estaba en una encrucijada después de haber vivido varias décadas en las que creímos que tuvimos una “ilusión de armonía”, como años antes habían diagnosticado Moisés Naím y Ramón Piñango.

Antes de su muerte pasaron varios meses sin vernos, cada quien sumergido en sus avatares. Pero siempre presente, como lo seguirá estando,  en Herminia y en mí.

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