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Mi amado Armando

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Por PATRICIA GUZMÁN 

Has sido esencial en mi vida. Has sido una guía. Una fuente de enriquecimiento espiritual. Gracias a ti, siento que me he convertido en una mejor persona.

Tenemos una historia larga y flanqueada de amor por todas partes. Recuerdo nuestros primeros encuentros cuando ambos estábamos dolidos de amor —tú por Roberto y yo por Eduardo—. Y mientras intentábamos restarle ardor a nuestros corazones, hablábamos y leíamos poemas de “fragmentos de un imán” de Lezama Lima y de Emily Dickinson.

Nos envolvía una intimidad irreal, en medio de ese lugar tan público. Nuestras almas comulgaban entre sí, intuyo.

Al pasar de los años, mantuvimos una cercanía que no pasaba por vernos o hablarnos. Nos sentíamos hermanados… así hasta hoy.

Recuerdo una oportunidad en la que te fuimos a visitar —Nicolás me acompañó— a una hermosa y fresca casona colonial merideña en la que pasabas una temporada. Hubo risas, luz clara y nuestro afecto se derramaba con abundancia, bañando toda la estancia.

Recuerdo un episodio previo: el día en que Nicolás y yo nos casamos. Y tú y la bellísima Muchy reían como niños ante lo absurdo del comportamiento y comentarios del juez.

Con cada libro tuyo me diste el privilegio de anunciarlo públicamente en El Nacional. Y tus poemas, manuscritos incluso, los publique en Bajo palabra y en Verbigracia.

Me deparaste un inmenso goce aceptándome en dos de tus talleres: el primero, en la capilla de la Escuela de Enfermeras, en Sebucán, sobre las religiones y las experiencias místicas, que implicó la apasionante revisión de los tres tipos de experiencias místicas en la historia: la vinculada a las religiones de la naturaleza y las vinculadas a las religiones históricas, proféticas y abrahámicas. Y el segundo, en La Poeteca, sobre “¿Qué es vivir poéticamente?”.

Antes, aceptaste presentar mi libro Con el ala alta y me revelaste, entre otras maravillas que “otro de los aspectos que me gustaría destacar en la obra de Patricia es uno por el que siento especial afinidad, es la transfiguración de la enfermedad. Digo bien: transfigurar, es decir, otorgarle a la dolencia un sentido que, trascendiéndola, haga que ella cobre otra figura psíquica y espiritual. Recordemos que sólo grandes enfermos como Epícuro y Nietzsche pudieron elaborar ese gran ‘arte de la salud’ que representan sus respectivas obras filosóficas. Recordemos también a Albert Camus: ‘La enfermedad es un convento que tiene su regla, su ascesis, sus silencios y sus aspiraciones”.

Y para abrumarme más, añadiste: “A la amarga experiencia de la enfermedad pudo extraerle Patricia —y nosotros a través de ella— el oro verbal de su poema ‘La boda’. Es como si con ese texto ella hubiera hecho algo mejor que demostrarnos, es decir, mostrarnos de manera palpable y contundente que no hay objeto, hora, ni lugar, por duros o crueles que puedan en primera instancia parecer, que no sean capaces de ser visitados y nimbados por el aliento primordial y genésico de la voz poética, del poder transfigurador de la poesía”.

A mediados del año pasado volviste a acompañarme con tus palabras en la presentación de El almendro florido y me estremeciste diciendo que yo era una maestra, una mística.

Hace pocas semanas José Pulido me hizo, en una entrevista, preguntas de innegable naturaleza poética y necesité recurrir a ti.

Ante esta pregunta, “en definitiva ¿qué marca tu búsqueda en la poesía? ¿en qué etapa encuentras la máxima satisfacción?”, respondí: “Lo que marca mi búsqueda en la poesía es la satisfacción de alcanzar a vivir la experiencia de descubrir algo, de poder aprehenderlo con las palabras. Me mueve el deseo de sentir cómo se devela algo, o cómo se oculta o desvanece. Sentir el vértigo de estar al borde de un acantilado, de un precipicio, y la plenitud de un aire que me sostiene. Temblar del miedo y del placer que suscita lo no conocido que me convoca…”.

Pero para poder responder a esta pregunta me urge apropiarme de unas líneas de los diarios del poeta Armando Rojas Guardia: “Hundirse lenta, pausada, conscientemente en el silencio. Luchar por permanecer abierto (vital, íntima, incluso afectivamente). Ahogar los ecos inoportunos (los que se levantan de inmediato cuando intentamos imponerles silencio). Tratar de hacerse uno mismo un vasto silencio sensible, a la espera. Alargarse hasta el límite, hasta el ápice donde centellea el contacto.”

Como podrás darte cuenta, Armando querido, eres parte constitutiva de mí, de mis días y de mi poesía. Y esa presencia tuya en mí la agradezco de rodillas ante Dios (y cuánto me gustaría hincarme ante ti…).

Mientras escribía estos párrafos, caí en cuenta de que esas palabras con las que presentaste Con el ala alta las utilizaste para expresar las circunstancias que estabas atravesando.

Deseo que las líneas que siguen las conviertas en un mantra, y las repitas incesantemente. Provienen de la enseñanza del libro de Job: “Al lado de mi lecho de enfermo, el sol no deja de brillar, los árboles continúan floreciendo y los pájaros siguen cantando. Aún en medio de mi enfermedad, trascendiéndola, la belleza del mundo permanece intacta”.

Hago votos por que la belleza del mundo permanezca intacta para ti, mi amado Armando.

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