Papel Literario

Mercedes Pardo en tres etapas

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Por ÁLVARO MEDINA

La obra pictórica de Mercedes Pardo es variada y en apariencia dispersa. Al mismo tiempo, ejemplarmente disciplinada. Las dos afirmaciones pueden parecer contradictorias, pero no lo son. Alfredo Boulton habló de su “afán de experimentación”, de su “inquietud por descubrir nuevos materiales” y dio una clave al señalar que tales búsquedas obedecían “a sus anhelos de expresión”. La afirmación es tan general que se le puede aplicar a cualquier artista serio, pero aquí resulta ser una definición precisa. Antes de dilucidarla, oportuno es determinar que tan variable era la obra de Pardo.

A fines de los años cincuenta del pasado siglo, cuando Venezuela se abrió a la democracia tras los desórdenes de una larga y vergonzosa dictadura, el cinetismo alcanzó su plenitud en el país y la influencia del informalismo catalán se hizo sentir de norte a sur en América Latina. Las dos tendencias eran marcadamente opuestas. Con espíritu experimental, Pardo buscó y logró su propia síntesis al fraccionar el espacio pictórico en pequeños planos de color, irregulares, yuxtapuestos como células orgánicas en caldo de cultivo. Eran apretados y bastante semejantes entre sí, pero no iguales; cuasi geométricos, pero no regulares; semi azarosos, pero no caóticos. Los pequeños planos se valoraban y organizaban de tal modo que la paleta podía rayar el monocromatismo sin llegar a serlo por completo. Fondo y espacio franco, abierto, con marcas de brochazos, constituía la cortina que hacía resaltar el amontonamiento celular que activaba el cuadro. No había informalismo, pero sí informalidad. Ni había geometría al centímetro, pero sí un ordenamiento orgánico que cabe calificar de riguroso.

Más adelante, en los años sesenta, ensayó el collage. El abigarramiento celular de la etapa anterior ganó primacía, volviéndose fondo y forma a la vez. Todo tipo de cortes y recortes de papel, a color o en blanco y negro, fotográficos o de puro texto, figurativos o abstractos, se juntaron en una suerte de automatismo controlado. El procedimiento empleado no salta a la vista si nos dejamos seducir por el detalle, seducción perfectamente comprensible, pero lo descubrimos y apreciamos cuando abordamos el cuadro como una totalidad. Sencillos, mas no ascéticos, los grandes planos contenedores de pequeños planos se perfilan con cierta nitidez y podemos distinguir como se entrecortan, fluyen y ordenan. Distinguimos zonas oscuras y claras, abigarradas o abiertas. O con apariencia de abiertas, podría decirse, lo que resulta suficiente para fijar la atención en un punto y desplazar la vista hacia otras áreas, incitándonos a recorrer la superficie en busca de sorpresas.

El horror vacui caracteriza a los collages. Recorrerlos con atención equivale a observar, desde un mirador privilegiado, el panorama de una gran ciudad. Se adivinan y hasta captan hechos, acontecimientos y posibles episodios de vida cotidiana, pero se trata de una mera apariencia. Fragmentos de fachadas, grecas, artefactos, letras, llantas, tal vez un candelabro, alguna mano, cruces, otra greca, planos de color cortados de un modo que parece caprichoso, rejas, ramas… ¿Distingo allí un pequeño florero en blanco y negro? ¿Es aquello una ficha de dominó o me la imagino? Mercedes Pardo nos incita a fantasear. Parafraseando la más citada frase de Lautremont, estamos ante el encuentro meditado, pero no racionalista, de formas, colores, rasgos y sobre todo sugerencias. Aunque no sea evidente de entrada, la geometría recorre estas obras. Es sinuosa e imprecisa, sin dejar de ser geometría. No la de regla y escuadra, por supuesto. Estamos ante la geometría de ordenamientos mentales trazados al ojo. Por eso los collages son tan expresivos. Y cálidos. Son de aquí y no de cualquier parte. No se inscriben en los parámetros de eso que en la época se llamó “arte internacional”.

Ya en los años setenta, la pupila de la pintora se llenó de color. Y de tonos o matices en variaciones sutiles cuando se lanzaba a explorar una determinada gama. Si fijamos la mirada en un cuadro predominantemente azul, por ejemplo, descubriremos que hay allí muchos azules. Reconocemos un rectángulo de color y la percepción es clara en cuanto a precisar sus límites. Pero luego, al analizarlo de arriba abajo, percibimos que no es el mismo azul. Además, no se trata de un rectángulo de lados paralelos. Las rectas no son rectas, los ángulos son imprecisos y la relación entre los planos resulta ser incierta, desajustada, no cabal. Estamos lejos de la grilla ortogonal de los cinéticos, de distancia regulares medidas y pautadas. Se concluye que la frialdad del acabado industrial no cabía en la concepción artística de Mercedes Pardo, dado que su disciplina obedecía a registros más sensibles.

Vuelvo entonces a Boulton y a los “anhelos de expresión” que el reconocido crítico descubrió en la polifacética pintora. Asociamos la idea de expresión al trazo y la mancha informal. En la venezolana, lo informal fue desde el principio formal. Con el tiempo, se acercó a lo formal con un criterio comedidamente informal. Si nos concentráramos en las realizaciones de su última etapa, concluiríamos que no la sedujo la sirena del neoplasticismo que mareó a los concretistas argentinos. Tampoco la sedujeron los campos de color de Rothko. Mucho menos el Hard Edge de Noland. Ni siquiera los deslumbrantes desplazamientos dinámicos de Alejandro Otero, su compañero de vida. Semejante autonomía se debió, según recordara Bélgica Rodríguez, que ella expresara que “su obra son trasposiciones de lo real, experimentadas a través de las vivencias, de lo existencial”. Plantada en sus dos pies, erguida, Mercedes Pardo acertó a ser Mercedes Pardo.