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Memorias translúcidas: identidad, materialidad y pérdida en Crisálida de Pepe López

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Por IRINA R. TROCONIS

I Lo claro, lo opaco y lo translúcido

La cifra la conocemos de memoria y la repetimos casi como un mantra: más de siete millones de venezolanos han salido del país en la última década huyendo de una crisis de múltiples dimensiones que ha afectado a todos los sectores de la población, independientemente de la clase o el posicionamiento político. Los que se fueron primero lo hicieron en avión desde Maiquetía, transformando la famosa obra de Carlos Cruz Diez, Cromointerferencia de color aditivo, que ha decorado el piso del terminal de salidas desde 1978, en una alfombra cargada de lágrimas, adioses y promesas —ya prácticamente imposibles de cumplir— de volver pronto. A medida que las circunstancias se fueron poniendo más duras, que las universidades experimentaron el colapso de sus infraestructuras y el creciente vacío en su profesorado y que la hiperinflación hizo inaccesibles los productos y los servicios más básicos, una segunda ola de migrantes comenzó a salir del país como fuera, lo que en la mayoría de los casos significó a pie, dando lugar al término “caminantes”, un término que implica estar siempre en movimiento, sin ceder al cansancio, sin llegar nunca a ningún lado, cargando a espaldas el peso de una frontera móvil que, al desplazarse a otro país, hace del caminante venezolano hipervisible como carga e invisible como cuerpo merecedor de cuidado, como lo demuestran los muchos casos de violencia xenofóbica que han tenido lugar en todo el continente.

Pero esta cifra, estos siete millones, no puede permitirnos olvidar los veintiocho millones más que se quedaron, que viven y sobreviven entre ruinas y entre las frágiles fachadas que el gobierno no cesa de construir para convencerse y convencernos de que “Venezuela se arregló”. Veintiocho millones que corren el riesgo de volverse, ellos también, invisibles, al concentrarse la mirada global en los que se fueron y en lo que su llegada significa en términos económicos, sociales, políticos y culturales para los países renuentemente receptores.

Esta pregunta por la visibilidad e invisibilidad del migrante venezolano, por la línea borrosa que separa a los que fueron de los que se quedaron, está al centro del trabajo artístico reciente de Pepe López (Caracas, 1966)  y, específicamente, de la instalación Crisálida (Figura 1), una instalación compuesta de más de 200 objetos que pertenecían a López, a su familia, amigos y conocidos, que fue exhibida en Caracas en 2017 y en Londres en 2018, y que se ha convertido en uno de los símbolos de la diáspora venezolana, apareciendo en la portada de libros como Escribir afuera. Cuentos de intemperies y querencias (2021), editado por Raquel Rivas Rojas, Katie Brown y Liliana Lara y siendo el enfoque de varios trabajos académicos importantes. En efecto, Miguel Miguel García, curador de la exposición Escape Room que tuvo lugar en el 2017 en la galería Espacio Monitor de Caracas y en la que Crisálida apareció por primera vez, llamó a la instalación “el mayor, más contundente y significativo monumento que se haya realizado hasta el presente en homenaje a la diáspora venezolana” (Obras recientes).

¿Qué es lo que hace a Crisálida tan contundente? La respuesta tiene que ver, por un lado, con lo que no muestra: el horror explícito que caracteriza las representaciones de la migración venezolana enfocadas en el cruce por las trochas en Colombia, la selva del Darién, o el desierto entre México y los Estados Unidos. En palabras de López: “Mi Crisálida no es la emisión en vivo y directo de los migrantes venezolanos caminando por las carreteras hasta el Perú y mucho menos las imágenes aterradoras de los noticieros de un grupo de venezolanos cruzando la selva de Darién, ni los que están durmiendo en carpas en el Río Bravo-Río Grande, esperando que Joe Biden los deje pasar”. Crisálida no es una fotografía de guerra, lo que no significa que representaciones de ese estilo sobre la crisis migratoria no sean importantes. La instalación sin embargo insiste en mostrar algo mucho más sutil, algo que, de hecho, rara vez aparece en arte sobre diáspora y migración, ya sea en Venezuela o en otros lugares y momentos históricos. Crisálida captura, y en su condición de crisálida, preserva vivo y en movimiento, el doloroso momento cuando decides irte (no cuando ya te has ido), cuando decides que tienes como sea que abandonar tu casa, porque tu casa —y tu país—, en palabras de la poeta británica-somalí Warsan Shire, no permite que te quedes, porque te persigue, te ordena que corras, y te susurra en el oído que “dejes todo lo que no puedes dejar, aunque sea humano” (Shire 29, mi traducción).

Al capturar este momento y dejarlo en suspensión, sin ceder a la tentación de resolverlo ya sea mediante la creación de imágenes que nos transporten a un después, o la recuperación de imágenes que nostálgicamente nos devuelvan a un antes, Crisálida se posiciona como la materialización de una liminalidad: un “estar entre” compartido tanto por el que se queda como por el que se va. De ahí que, propongo, Crisálida haya adquirido ese estatus simbólico que le atribuye Miguel García; de ahí que haya generado tantas resonancias tanto en Caracas como en Londres, es decir, tanto entre los que están allá como entre los que se fueron. Crisálida no enfatiza esa separación —los de allá y los de aquí— sino que en cambio insiste en mostrar y en hacer contagiosa la vulnerabilidad del vínculo que une a los dos grupos mediante la creación de lo que propongo llamar memorias translúcidas.

Lo translúcido en este contexto tiene dos dimensiones. Por un lado, la dimensión estética. Como vemos en las imágenes de la instalación, los objetos que componen Crisálida no aparecen expuestos, “desnudos”, sino que aparecen cubiertos por varias capas de plástico que, dependiendo de nuestras experiencias, pueden recordarnos o a los embaladores en el aeropuerto que envuelven las maletas para evitar que las abran en el viaje, o al envoltorio que se usa para proteger las figuras de santos marialionceros que se venden en mercados populares, o al plástico y otros materiales usados en una mudanza propia o ajena, o al propio petróleo que Fernando Coronil famosamente llamó el “cuerpo natural” de la nación venezolana en The Magical State (1997). Todas estas referencias son válidas y a ellas volveremos más adelante. Por ahora quiero destacar que dicho plástico, al aparecer así, en capas, genera una imagen del objeto —y un objeto— que no es ni completamente opaca, ni completamente clara: es translúcida, adjetivo que, en su definición más básica, se refiere a la condición de dejar pasar la luz sin dejar ver nítidamente lo que se encuentra debajo de la superficie.

Por otro lado, lo translúcido entra en diálogo tanto con la transparencia como con la opacidad, entendidas no sólo como propiedades físicas o materiales, sino también como cualidades o valores políticos, sociales y culturales, tal y como los describen Nicole Simek y Édouard Glissant. Para Simek, la transparencia se ha convertido en un valor idealizado en contextos diversos que incluyen prácticas gubernamentales, la educación, los negocios y las relaciones sociales, al punto que su autoridad moral no es puesta en cuestionamiento (Simek 363). Lo transparente, lo claro, lo hipervisible son características que revelan una facilidad de acceso y de legibilidad que en varios casos se asocia con la verdad y, como tal, con lo real, lo respetable y lo merecedor de atención y cuidado. La transparencia sin embargo también puede entenderse como indispensable para el funcionamiento de una forma de autoridad y control que insiste en la legibilidad de los cuerpos al punto de reducirlos a un sujeto conocido y conocible, siempre visible, sobre el cual se ejercen fuerzas que van desde la vigilancia hasta las distintas manifestaciones de la biopolítica en el estado contemporáneo.

En efecto, para el escritor y filósofo francófono Édouard Glissant, es necesaria una crítica de la transparencia, en tanto constituye una política de la representación que implica la modificación de la identidad del otro con el fin de que se vuelva legible, digerible y aceptable para los estándares políticos y sociales que forman la base de la cultura occidental. Esta modificación implica eliminar las diferencias culturales, dando lugar a un otro que ya no es otro, sino que es el o lo mismo, las rugosidades de su alteridad aplanadas al punto de reducir a la nada lo irreductible, lo único de su identidad. De ahí que Glissant insistiera fuertemente en la opacidad (y no en la transparencia): una opacidad en y de la expresión y una opacidad en sí misma expresiva, producto de las “tercas sombras” que, tal y como aparecen en ciertos modos de la escritura (especialmente en el contexto de la poesía), impiden la completa absorción o el completo conocimiento del otro y su experiencia (Glissant 193).

Si bien estas nociones de transparencia y opacidad pueden ser movilizadas  para entender ciertos modos de opresión que continúan de la colonia a la poscolonia, así como también prácticas éticas y estéticas que generan lo que Asbjørn Skarsvåg Grønstad citando el trabajo de Judith Butler llama “estéticas precarias” (Grønstad 10), también son referentes importantes en el contexto de crisis migratorias como la venezolana que generan, entre otras cosas, cuerpos que, al ingresar y transitar en nuevos territorios geográficos, lingüísticos y culturales, tienden a ser leídos en formas que o los sobreexponen —y aquí uso el término “sobreexponer” como se usa en la fotografía, es decir como el acto de exponer una placa o película fotográfica durante un tiempo excesivo a la acción de la luz para que la imagen impresionada quede más clara— o los convierten en una alteridad absoluta que impide cualquier gesto de relacionalidad y que lleva a la invisibilización que Juan Cristóbal Castro denuncia en su artículo “La condición post-chavista” (2020). Consecuencia de la sobreexposición son, por ejemplo, las fotografías que explícitamente muestran los cuerpos de los venezolanos que han muerto en la selva del Darién (y en muchas otras partes) y que son utilizadas —y, en varios casos, explotadas— tanto por la derecha como por la izquierda nacional e internacional, quienes, dependiendo de la agenda política, hacen del cuerpo migrante la evidencia incontrovertible, clara, contundente, de esta o aquella acusación ideológica. Consecuencia de lo segundo, es decir, de la opacidad absoluta, la alteridad impenetrable atribuida al migrante venezolano, son los actos xenofóbicos que han llevado a la quema de campos de refugio, robos, violaciones y asesinatos.

Lo translúcido, tal y como propongo que aparece en la obra de López, se ubica en un punto intermedio entre la transparencia y la opacidad, ubicación que nos permitiría entender la relación entre ambos conceptos no solamente en términos antagónicos o excluyentes, sino a partir de una dialéctica que los colocaría en los extremos de una suerte de espectro o gama de luz. En términos estéticos, lo translúcido produce una imagen parcial, borrosa, a la que accedemos, de manera limitada, mediante una mirada que inevitablemente se refracta al rozar la superficie del objeto en cuestión, y que al mismo tiempo se siente atraída, magnetizada, por el vacío que anticipa una pérdida por venir y que genera, en términos de Georges Didi-Huberman, una “forma que nos mira” (18). En términos conceptuales, lo translúcido activa un duelo, un acto subversivo, y la posibilidad de generar un estar en común a partir de una vulnerabilidad compartida con un extraño que se vuelve familiar. Este gesto a su vez genera una propuesta de identidad (individual, nacional, colectiva) que abre espacios para comunidades que no olvidan lo nacional, pero que tampoco se limitan a ello, y una memoria que, translúcida, no es ni nostálgica ni amnésica, sino vinculante.

II Crisálida

Si bien podemos identificar elementos de Crisálida en varias de las otras obras de López —pienso por ejemplo en su serie Ambulantes (2009), la colección fotográfica Inventario sobre Caracas Cenital (2015) y Wallpaper (2014)— la idea de la instalación surgió a partir de un encuentro completamente ordinario con un closet vacío en el que lo único que había eran los ganchos de ropa dejados por la esposa de López luego de migrar a París. Para López, las sombras que los ganchos proyectaban en la pared parecían “cuchilladas, heridas de arma blanca”: evidencia de un dolor sin testigos experimentado por el que se queda y ve cómo todos los demás se van. Este encuentro daría lugar a la instalación Cromo-interferencia de la partida (2017); también inspiraría a López a pensar en cómo en todo acto que lleva al exilio, a la mudanza, o al desplazamiento, se produce una realineación del sujeto con el objeto, un repensar de la relación con la dimensión material de la vida y del hogar y con las posibilidades contenidas en un objeto que, huérfano de casa, en un limbo que no es ni la llegada, ni la partida, sino el antes, no es ya un objeto —útil, clasificable, estable— sino una cosa.

A diferencia de los objetos, las cosas, nos recuerdan Bill Brown (“Thing Theory”) y W.J.T. Mitchell (What Do Pictures Want? The Lives and Loves of Images), son un exceso, una latencia, algo simultáneamente nebuloso y obstinado, sensualmente concreto y vago, que tiene la capacidad de generar una interpelación. No responden a un orden ni tampoco están confinadas a su potencial utilidad. Un sartén, tal y como lo vemos en una tienda o en una cocina, es un objeto: sabemos qué es, para qué sirve, cómo se llama. Un sartén envuelto en plástico, tal y como lo vemos en Crisálida, es una cosa: es y no es un sartén, algo parcialmente accesible, parcialmente intocable, útil solo desde y por su inutilidad. Algo que sirvió alguna vez y, gracias a la protección del plástico, servirá de nuevo, pero que ahora, en este instante liminal, no es más que potencia. López habla de esta inutilidad de la cosa como activadora de una suerte de magia:

“Al regresar a mi casa, encontré un par de rollos de papel plástico en la cocina y comencé a envolver los objetos uno a uno y allí apareció la magia, la terapia con cada vuelta y los recuerdos con el objeto y luego el final hermoso de los reflejos de luces que rebotan del plástico y que dejan ver al objeto, pero no por completo, sino velado y lo vuelven misterioso, porque se ve a través, pero no se termina de ver todo y lo convierte al objeto en inútil, no se puede usar”

La magia, como nos indica esta cita, tiene que ver con la visibilidad parcial del objeto —con su condición translúcida— y también con el acto mismo de envolver, lentamente, cada uno de ellos, gesto que por un lado evoca los recuerdos asociados a dicho objeto y por otro permite que los recuerdos, una vez protegidos, se “disuelvan” dentro de la crisálida, mezclándose con la incertidumbre de no saber qué ocurre dentro de la misma (y qué ocurrirá luego, una vez iniciado el viaje), y con la pérdida progresiva de identidad del objeto al transformarse en cosa. La lentitud es importante: como señala Lutz Koepnick, la lentitud “nos hace pausar y dudar […] vivir el paisaje cambiante del presente en toda su multiplicidad temporal” (9, mi traducción), retrasando respuestas rápidas e inmediatas y abriendo lugar para la experiencia del ahora en lugar de una idea preconcebida de destino.

Ese llamado a la indeterminación se hace aún más fuerte si consideramos lo arbitrario de la colección de cosas que se acumulan en Crisálida, sin ningún tipo de jerarquía u orden. Un busto de Simón Bolívar catire (Figura 2) al lado de una papelera al lado de un colchón manchado al lado de una maleta sin abrir al lado de una silla al lado de un par de zapatos al lado de un sofá al lado de un paraguas al lado de una hielera. Su coexistencia sólo tiene sentido si tomamos como referencia la vida de López; fuera de ese contexto —contexto que, a menos que leamos el catálogo que acompaña la instalación, no tenemos— nos enfrentamos a un caos de conexiones posibles, de redes probables, que terminan incluyéndonos como parte de la instalación, ya sea mediante el reconocimiento de ciertos objetos como objetos que también son parte de nuestra vida material, o ya sea porque, frente a la falta de coherencia identitaria, generamos historias que terminan llenando con nuestros propios recuerdos el vacío que la translucidez crea en cada objeto y en la crisálida como un todo a la vez armónico y disonante. Esto hace que Crisálida exceda el marco autobiográfico centrado en López: frente a tantas cosas translúcidas que, como tales, revelan y esconden su propia identidad, no nos queda otra opción que compartir la vulnerabilidad del cuerpo ausente del que son testigo y, con ella, la esperanza que intuimos existe, palpitante, debajo del plástico.

Junto al duelo y la esperanza hay en Crisálida un acto subversivo dirigido a los referentes que históricamente han servido para delinear los bordes de nuestra identidad individual, nacional y colectiva. Ya mencioné al Bolívar rubio y, dependiendo del ángulo, quizás también queer, que parece perder su aura cuando lo vemos apoyado contra una papelera e indistinguible, de manera significativa, de la misma. Pero además de él también hay una pequeña estatua de María Lionza, varias obras representativas del arte nacional, un álbum familiar cuyo contenido no vemos, todos atrapados dentro de una crisálida que no termina de abrirse y que, precisamente por ello, nos suspende en una liminalidad que impide saber qué va a pasar con estos objetos, qué transformaciones van a sufrir durante y después del viaje, o incluso si sobrevivirán el tránsito hacia un destino desconocido. Lejos de ser un ejercicio de sustitución, rechazo o reemplazo, lo que hace esa suspensión es mostrar estos referentes como referentes maleables, cambiantes, alterables: viscosos ontológica, material y temporalmente. Un gesto de apertura hacia un ejercicio colectivo, no predeterminado, de auto-definición, que permite pensar en la existencia, en el presente, de un modo de ser y de estar en común, aún por explorar pero latente y descaradamente desleal. En este sentido el plástico no es solo protección, sino también catalizador de una metamorfosis identitaria que tiene el potencial de ser liberadora y, como tal, vinculante.

Por último, el plástico también es un referente directo al petróleo, el cual aparece jugando un papel doble y contradictorio. Por un lado, el plástico es lo que permite la protección de los objetos y, en ese sentido, su supervivencia durante y luego del viaje. De la misma manera, las reservas petroleras del país continúan representando la garantía de un mejor futuro y son lo que, de cierto modo, ha mantenido a Venezuela relativamente a flote en medio de la crisis política, económica, social, humanitaria y de salud de la última década. Por otro, y como vemos en el performance que acompaña la instalación y en el que López usa el plástico para envolverse a sí mismo (Figura 3), es también una forma de violencia que amenaza con convertir a López en objeto mediante ese acto de envoltura que, de completarse, llevaría a su sofocación. De este modo, López nos invita a entender Crisálida no sólo en términos simbólicos, sino también materiales. ¿Cuál es la posible violencia contenida en los referentes familiares a los que acudimos en momentos de crisis? ¿De qué maneras podemos conectar la crisis migratoria nacional con la crisis ecológica global? ¿Cuánto tiempo más podremos aguantar, sin respirar, dentro de la burbuja petrolera que nos ha protegido y salvado por más de cien años?

Estas preguntas —no respondidas— transforman lo familiar o conocido, el cuerpo natural de la nación, en algo extraño e inquietante. Al mismo tiempo, las cosas de Crisálida transforman a alguien extraño (el cuerpo migrante que no vemos) en alguien familiar, no conocible pero sí reconocible, alguien con quien quizás no nos identificamos, pero con quien inevitablemente encontramos (o creamos) resonancias. Juntas, estas dos operaciones invitan a pensar en una ética del cuidado, una suerte de “compasión radical” (Jurelle Bruce 10) desconectada de la obligación que sentimos hacia esos que sabemos son exactamente iguales a nosotros y atada, en cambio, a un estar en común fluido e informado por el sentimiento de intimidad que experimentamos frente a ese extraño reconocible (a esos siete millones de extraños reconocibles) con quienes, gracias a las más de doscientas crisálidas de López, nos encontramos compartiendo, brevemente y en comunidad, un espacio y tiempo que se nos presenta translúcido, inevitable y tercamente pegajoso.


Bibliografía

Brown, Bill. “Thing Theory”. En Things, editado por Bill Brown. Chicago: University of Chicago Press, 2004, 1-22.

Castro, Juan Cristóbal. “La condición post-chavista.” Trópico absoluto, 2020. https://tropicoabsoluto.com/2020/11/13/la-condicion-post-chavista-migracion-venezolana/

Didi-Huberman, Georges. Lo que vemos, lo que nos mira. Buenos Aires: Manantial, 1997.

Glissant, Édouard. Poetics of Relation, traducido al inglés por Betsy Wing. Ann Arbor: University of Michigan Press, 1997.

Jurelle Bruce, La Marr. How to Go Mad without Losing your Mind: Madness and Black Radical Creativity. Durham y Londres: Duke University Press, 2021.

Koepnick, Lutz. On Slowness: Toward an Aesthetic of the Contemporary. New York: Columbia University Press, 2014.

Mitchell, W.J.T. What Do Pictures Want? The Lives and Loves of Images. Chicago: University of Chicago Press, 2005.

“Obras recientes de Pepe López en Escape Room”. Tráfico visual, 2017. https://traficovisual.com/2017/11/01/obras-recientes-de-pepe-lopez-en-escape-room/

Shire, Warsan. “Home”. En When Home Won’t Let You Stay: Migration through Contemporary Art, editado por Ruth Erickson y Eva Respini. Boston y New Haven: The Institute of Contemporary Art/Yale University Press, 2019, 28-29.

Simek, Nicole. “Stubborn Shadows,” symploke, 23.1-2 (2015): 363-373.

Skarsvåg Grønstad, Asbjørn. Rethinking Art and Visual Culture: The Poetics of Opacity.  Cham: Springer International Publishing, 2020. Web.

*Todas las citas de Pepe López fueron tomadas de “Repensando a Venezuela T4. S3. Pepe López”, disponible en: https://www.youtube.com/watch?v=QNmzy_dIYR0

* Irina R. Troconis se desempeña en Cornell University.

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