Papel Literario

Memorias del paladar (8/10)

por Avatar Papel Literario

María Ángeles Octavio

Siempre, el gustillo macerado en mis reminiscencias.

Gerundio.  Una yema de huevo estallando delicadamente, haciendo de mi boca agua. El sabor balanceándose entre la tersura liviana de la ricota abrazada por la pasta al ouvo y la profundidad de los terrosos y aromáticos matices de los chanterelles que bailando en un baño de mantequilla negra y elevándose con las delgadas láminas de trufas blancas o negras —de acuerdo con la estación— se dejan cubrir, exacerbando los sabores del plato.

Pasado y Pasado Perfecto. La mantequilla es y siempre será el ingrediente perfecto —dijo mi padre. Él cocinó como hobby. Su gran placer era comer. Coleccionó las recetas de Héctor Souci por años. Eran publicadas por El Nacional. Lo veía recortándolas. Las ponía en una carpeta. Siempre decía que las iba a encuadernar. Cuando ya no estuvo las encontré en su biblioteca y tomé algunas. “Un robo noble”, comentó Nelson Rivera cuando le conté. Miguel Octavio fue un gourmand. Era tauro, los placeres eran vitales para él. De él heredé la pasión por la comida: los sabores, las palabras, los significados, los idiomas, los viajes, la poesía, la curiosidad y la capacidad de sorprenderme una y mil veces. Estos fueron los ingredientes que a fuego lento formaron mi alma.

Pasado imperfecto. Una tarde con papá. Sentado, enrabadillado en su silla Eames con Coqui, nuestro perro, en sus piernas. Los dos embelesados por la lluvia que hacía música al golpear contra los tubos de cobre del techo del jardín central, regando las altas palmeras. Mientras, con su dedo anular, papá jugaba con los hielos de su whisky y mencionaba una placa en un edificio en Bologna, en La Emilia Romaña. Una placa donde estaba su apellido Ottavio. Prueba de su pasado Italiano. Me decía que estaba cerca de la Universidad Alma Mater Studiorum. La encontré sobre una columna en la Via Zamboni, una columna enmarcada por arcadas. Fue en un viaje, o creí descubrirla en un sueño, le tomé una foto, pero papá no la vio o la borré o ya había muerto.

Presente. Una cama de pasta al ouvo fresca. Sobre ésta, una manga dibuja un círculo. Uno sobre otro hasta hacer una torre con una hondura en el centro. Una mano protege la yema del huevo, mientras la clara se escapa entre los dedos. La mano acomoda el amarillo dentro de los círculos blancos, dándole cobijo. Una túnica de pasta fresca cubre y sella esta explosión de aromas.

En un sartén se calientan los trozos de mantequilla. Se bañan los chanterelles y el Raviolo al Ouvo hasta cocinarlos —la mantequilla se va dorando y poniendo marrón, pero se la llama mantequilla negra—. La mantequilla va y viene como una ola por el intenso movimiento de la cuchara. Se platea. Raviolo, chanterelles, mantequilla y se termina con una lluvia de trufas.

Hoy. El Raviolo al Uovo de Rezdora, en Nueva York, me baña de recuerdos. Des memoires arroser avec du Beurre. Memorias bañadas en mantequilla que es amor. Mi paladar y mi memoria estimulados por tiempos verbales, por sabores, por idiomas. Me paseo por la remembranza. Stefano Secchi, El chef, es de la Emilia Romana, un soñador, un hombre afable y talentoso. Su restaurante Rezdora toma ese nombre en honor a su Nonna, a su pasado que él recrea. Rezdora despierta mi paladar y mi memoria. Es saborear el pasado en el presente.

Pasado, presente y gerundio. Papá nunca probó este Raviolo al Ouvo de Secchi, pero me lo imagino, lo estoy viendo cerrando los ojos al meter el bocado en su boca, lo veo haciendo silencio mientras lo degusta, lo escucho dejando escapar varios sonidos guturales de placer y regusto hasta soltar algo como: ¡esto hay que comérselo de rodillas!

Futuro. Mantequilla.

Marta de la Vega V.

Las golosas memorias de Fidelio

Desde su nacimiento, Fidelio reveló un gusto apetitoso por los alimentos con la leche materna que chupeteaba con delicioso placer. Pese a su entusiasmo, surgió un obstáculo para este inicial deleite por una estenosis pilórica. A pesar de los retorcijones, el bebé seguía comiendo con fruición. Su mamá debía hacerle masajes para calmarlo.

Superado el escollo, su paladar saboreaba con avidez cada descubrimiento culinario y desde niño aprendió a distinguir texturas, aromas y sazones. Disfrutaba del perfume intenso de fruta recién cortada y batida en sorbete, patilla o mango, naranja y banano, fresa o arándano; del sutil y tentador sabor de un pescado recién horneado, de los granos ligeros de arroz salvaje o del puré de papas que se le deshacía en la boca en lentos movimientos aterciopelados.

En casa de los abuelos su paladar gozoso se deleitaba con los guisos caseros. Una atmósfera alegre y amorosa entremezclaba conversaciones y risas de los participantes con el sabor de los platos humeantes de origen marino y reminiscencias españolas. Fidelio comenzó a experimentar y se hizo experto en el arte de asados y parrilladas. Identificaba el punto exacto en que la carne alcanzaba su máxima jugosidad y sabor. Suavemente sobre la brasa encendida, lograba la cocción del lomo fino entero, los filetes de pechuga de pollo o chuletas de cerdo que combinaba con chorizos y chinchurrias.

En reuniones sabatinas con amigos y familia exploraba los sabores de exquisitos cortes de carne y costillas de cerdo ahumadas en barriles metálicos artesanales. Yuca asada o papas saladas en su piel, ensaladas de espinaca o lechuga salpicadas de colores vibrantes amarillos, rojos y blancos, una lluvia de almendras fileteadas regadas por una vinagreta deliciosa de aceite de oliva y vinagre balsámico con un toque de mostaza y miel.

Su ruta profesional exitosa lo llevó a establecerse en varios países y degustar la oferta gastronómica local. Cada bocado era un estallido de sabores y un disfrute compartido con su esposa, cómplice y compañera de sus aventuras culinarias. Experimentó delicados aromas y multisápidos cocidos del mar. Cuando visitaba la costa de algún lugar se sumergía en el mundo de mariscos y pescados que se desplegaban espléndidos ante sus ojos asombrados. Múltiples sabores marinos cual sinfonía barroca deleitaban sus sentidos y se perdían en su boca en deliciosa fusión gustativa. Disfrutaba el intenso sabor del atún emparrillado, el delicado del filete de mero, anguilas horneadas, exquisitos langostinos o gambas al ajillo y la sopa suculenta de mejillones, en una caravana de gozo y vitalidad.

En la plenitud y pasión de su vida familiar y laboral, Fidelio nunca olvidó las sabrosas memorias familiares de su infancia. Cada vez que probaba alguna exquisitez culinaria o lograba un hallazgo gastronómico, recordaba esos momentos especiales. Comer es un placer que irradia desde nuestros sentidos, felicidad para enriquecer el alma que está en nuestra piel. Un saber de la vida que emerge desde la interioridad, un modo de amar y conectarnos.

Norberto Olivar

La bruja

Hacia 1974 mi abuela vivía en Primero de Mayo. Al lado había un terreno pedregoso habitado por lagartijas. En medio del terreno había una casita de bahareque y techo de tejas rotas y descoloridas. Las ventanas tenían barrotes de madera. La puerta siempre quedaba abierta y, si no recuerdo mal, las paredes lucieron un amarillo pedante alguna vez. Dentro de la casita había una vieja Quasimodo, blanca como los fantasmas de David Lowery, desdentada y nariz ondulada con verruga. También una estufa de leña y chimenea de ladrillos adosada a la pared del patio. Los sábados a la tarde salía humo que olía a niño perdido, aderezado con especias secretas de pastizales congelados. Aunque yo contaba menos lagartijas. Y una fila de madres zombis esperaba muda, quieta; sostenían a sus pequeños de la mano o dormidos contra sus pechos. Al rato, la bruja salía con bolsas de papel pegoteadas, sabe Dios de qué. Los domingos, el humo olía a sangre y piel quemada, a salsas misteriosas de coriandrum sativum cultivado en cementerios de tierra suave y húmeda. Ahora la fila era de hombres, también zombis. La bruja les entregaba ollas de aluminio que encandilaban con el sol del mediodía.

Yo espiaba asomado a la cerca. Una vez, la bruja me miró y sentí que una lagartija se metía dentro de mi lengua. Desde entonces odio la comida. En el almuerzo, mi abuela trataba de obligarme: apretaba mis mejillas, pero mis dientes no cedían. Los ojos de mi abuela se volvían amarillos como la casa de la bruja, ojos de caimán que me aterraban. La cuchara reflejaba todo de revés y daba náuseas. Aún odio la comida y a mi abuela.

Casi sexagenario, he vuelto al barrio. Estacioné al frente. La casa de bahareque sigue en pie. La casa de mi abuela ya no es la casa de mi abuela, gente extraña la habita. De la casa de la bruja sale la bruja. Me sorprende. Mira mis ojos y ríe malévola. De pronto, siento rabazos dentro de mi boca. Arcadas. Ella vuelve a reír, toma su escoba y se pierde entre las nubes diciendo adiós con la mano.

Olivia Villoria

Hay cosas que  sólo ocurren una vez en la vida. Son tan significativas, que las personas involucradas, sus emociones y sentimientos, los estímulos visuales,  los sonidos, hasta los  olores y sabores, asociados a ellas, se hacen huellas indelebles. Estoy recordando mi concurso de oposición para ingresar al personal docente en la Escuela de Psicología,  de la Universidad Central de Venezuela, acto que se realizó  un día de septiembre, hace varias décadas.  Quienes  hemos tenido esa experiencia, la vivimos como un proceso aterrador, no sólo porque nos jugamos nuestro presente y  nuestro futuro profesional, sino por involucrar   hechos de evaluación,  angustiosos en sí mismos.

En ese entonces, yo era una persona muy apegada a los horarios alimentarios, pero ese día rompí mis costumbres y, así, a las seis de la mañana tomaba lo que en rigor era el desayuno, aunque  el menú correspondía a un almuerzo. Mi madre (QEPD) me preparó un bistec con cebollas a la plancha, papas fritas, arroz blanco,  jugo de naranja, y el infaltable cafecito mañanero.

Esta peculiar situación se convirtió en un motivo de frecuentes anécdotas. ¿Pueden creer que el día de su concurso de oposición, cuando normalmente no nos provoca comer nada por la tensión nerviosa, Olivia almorzó  tremendo condumio apenas se levantó? En casa lo contaban frecuentemente y lo recordamos hasta el sol de hoy. De veras, encuentro difícil que, en un  día tan retador, alguien almuerce opíparamente; si acaso podrá ingerir un café bien cargado para mantener la energía y la concentración.

Sé que nunca más volveré a concursar. Sé que nunca más mi madre me preparará  la comida. Sé que nunca más almorzaré a  tan tempranas horas. Pero un bistec bien sazonado, con unas crujientes papas fritas y un esponjoso arroz blanco, siguen siendo para mí un manjar preferido, que me recordará siempre que ese día gané mi concurso de oposición.

Óscar Lucien

Un plato de lentejas

La historia nos ofrece momentos memorables en los que la necesidad condena a trueques impensables. Shakespeare lo registró magistralmente cuando Ricardo III afirmó: “Mi reino por un caballo”. Algo ordinario adquiere así un valor supremo.

En el Libro de los libros, la Biblia, nos encontramos con la renuncia de Esaú a su primogenitura a cambio de un plato de lenteja, consagrando la distinción de este grano en el relato bíblico. Para Esaú, al borde de la inanición, acceder a esta legumbre salda el escollo entre vida o muerte y su hermano pasa a disfrutar los beneficios de primer hijo, quien gana mucho cediendo muy poco. De allí la expresión de ceder, sacrificar o vender algo muy valioso por un simple “plato de lentejas”.

Aunque Judas no traicionó a Jesús por un plato de lentejas sino por treinta monedas, una curiosa asociación me lleva a buscar la presencia de esta legumbre en la última cena. Lo trascendente de esta comida es evidentemente la transmutación del pan y el vino en el cuerpo y sangre del Señor, y poco se comenta que fue una cena opípara: cordero, lechuga, aceite de oliva, pan ácimo, aceitunas, probablemente pescado y alguna legumbre. Y, por supuesto, vino tinto. Pero no sabemos si hubo lentejas.

Por otra parte, de Roma nos llega la tradición de celebrar el fin de año y la llegada de año nuevo con un plato de lentejas. Se dignifica su valor como augurio de abundancia.

En una dimensión extremadamente más terrenal y modesta recuerdo una larga caminata a la sierra de Gredos, España, donde debíamos llegar a determinada hora antes del anochecer a un refugio de montaña so pena de perder la posibilidad de cenar. El compañero más veloz y resistente del grupo tomó la iniciativa de acelerar su marcha para intentar llegar antes del riguroso límite de sentarnos en la mesa. Caía ya la noche y arreciaba el hambre. Cuando al fin nos faltaban unos 100 metros para la entrada del refugio un signo de victoria y lo que a la luz de una antorcha imaginamos una sonrisa en el rostro de nuestro compañero celebraba que no nos acostaríamos sin comer. Si el paladar es el gusto y sabor que se percibe en los manjares, sin duda ese fue el platillo de lentejas más suculento que he saboreado.