Papel Literario

Memorias del paladar (7/10)

por Avatar Papel Literario

Luis Barragán

Debía  ir a pagar la luz en San Bernardino, justo al lado de un bowling que, me dicen, ya no existe. Eso es ahora que debemos aclarar que se trata de la luz eléctrica, lejos del terruño. Sí, bajábamos a La Candelaria, simulándonos sorprendidos por la hora del almuerzo. Tiempos de un mayor poder adquisitivo, años-luz ha. Sabíamos de las esquinas por el nombre de los restaurantes, vaya toponimia que borraba la tradición por los instantes gastronómicos. La convidé, porque era tan válido hacer esas pequeñas diligencias acompañados a fin de soportar las largas colas frente a la taquilla con el efectivo en la mano. Un modo de distracción, cuando ninguno tenía que atender algún acto procesal. Además, ella estaba por comprar una antena nueva para su celular, esa perpetua promesa de hablar a cinco mil metros de altura. Ya, en la mesa,  le dije que prefería el Dena-Ona al Albaizin de un insigne planchero; ella, el Casbah antes que La Cita. “¡Mejor, el Pozo!”, coincidimos. El lleno era fijo los días de quincena. Los comensales frecuentemente detentaban un rostro de empleados bancarios o ministeriales, y eran las fechas propicias para la paella, las cervezas que todavía no sabía de los tobos en oferta, la rochela en las mesas de los jóvenes que difícilmente iban en pareja a hacer cebo en el concurrido y bullicioso lugar, pues, para eso estaba el este de la ciudad, luego de una buena bailada en el Maní es así, y un par de arepas bien rellenas cerca del hotelito. Varias veces, nos anocheció con un whisky el ritual de siempre, entre ella y yo: pimientos morrones, chistorras y champiñones al ajillo. De vista, todos nos conocíamos en un sitio en el nunca fiaban. Al día siguiente, llego a casa: olvidé apagar la luz.

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Increíble La Candelaria, increíble. Fuera del día de la quincena, era un todo lleno. Suponemos que las mesas estarían más pegadas que nunca en La Tertulia, aunque sospechosamente solitario Pablo Electronic porque, a veces, parecía atender más gente que los propios restaurantes de la comarca, cerca del Valdemosa, donde hicimos nuestro preescolar como libadores de tintos que no se metían en la nevera, como ocurría en casa. Es que si estuviera abierto a esa hora de la noche el Bar Basque, un local que parecía de la Clínica Venezuela, ya nos hubiéremos metido ahí por nuestras urgidas cervezas, así nos quitaran un ojo de la caja. Quedaba la vieja casa vecina, una pensión repleta de jugadores de dominó que seguro no cupieron en el lar de Ferrenquín, justo frente del borrachomentador Barco de Colón, el reino del cóctel de camarones y la parrilla mar y tierra. En la pensión, quizá porque nos vio más sobrios, se acercó el cocinero. Aceptamos su propuesta de probar un poco el plato tramado para el siguiente día. “Eso que usted dice sentir, es la mostaza natural”, espetó a quien solo echaba el chorro de esa salsa en los perros calientes. Por el mes y medio que estuvo en Venezuela, degustamos dos o tres veces a la semana el plato que propondría y, además, ¡gratis! Hizo el punto en la pensión al amigo que la heredó, inmenso favor antes de volver a Londres para proseguir con sus estudios de cocina.  Pero más daba el dominó, las birras y cualquier cosa que le metieran por esa jeta. Terminó cerrando el local y concluyó nuestro oficio de probadores que sólo pagaban la cerveza, por una temporada tan breve. Ya éramos cinco y el que pagaba con la tarjeta de crédito era Joaquín para recoger el efectivo de todos y financiar el paro por uno o dos meses más.

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“Hazla de nuevo, por favor, porque algo falló”. Así le pedí, después de descubrir que la receta de la crema de tomates la tomaron del libro rojo de Scannone, al igual que la sopa de cebollas, aunque la aseguraban una invención del tercer piso de la Casa Italia, frecuentado con devoción desde hace bastante tiempo. Una o dos de las varias veces al mes, nos prolongábamos en el bar, luego pasábamos a la mesa, y concluíamos en la noche en una prolongada conversación de amigos que trataban de compensar sus largas horas de labor, más con cervezas que con los whiskyes que vinieron con la edad. En el paisaje de las mesas de blanco mantel, cortinas de azul celeste, contra el hermoso piso de granito y paredes de madera contra -enchapada, variaba poco la oferta. Aquella vez se llevaron los platos hondos requeteconversados hasta enfriarse y, contrastando con los demás comensales, pedí lo de siempre: picata lombarda con cappeletti a la saboyarda. Seguía amena la conversación. Llamé al mesonero y en voz baja le pedí de nuevo que averiguara sobre los ingredientes para la crema de tomates, porque esta vez la vaina supo raro. Regresó. Mencionó también en voz baja el cubito de pollo, porque el otro se acabó. ¡Bingo! Nunca lo supo el capitán y socio de la empresa concesionaria del restaurant. Degusté con placer el sempiterno tartufo hundido en el hirviente café. El fin de semana celebramos la doble victoria. La del Caracas que por siempre será de César Tovar y Vitico Davalillo, con Larry Howard de jonroneador, como en los tiempos de la escuela, y la crema de tomates con cubito de carne. Chávez llega al poder. Cambio de administración. Y la casa Italia ofrece hervido y pabellón. No volvimos más y, desde hace mucho, reivindicamos que el caldo sea natural para apreciar mejor la crema.

Luis Perozo Cervantes

Las arepas poéticas de abuela

No queda ninguna duda: la arepa es venezolana. Lo digo por mis orígenes genéticos: mi abuela Ana nació en Tinaquillo y hacía arepas todos los días; en cambio, mi abuela Ilsia nació en Barranquilla y jamás, en sus 87 años, la he visto haciendo arepas.

Mi memoria más antigua relacionada con la poesía sucede en la misma escena donde la arepa es protagonista. Ana Ramona Marín Barrios amasaba y cantaba (una hermosa costumbre que no he visto repetir) y yo, su primer nieto, de seis años quizá, la escuchaba entonar una vieja canción que muchos años después descubriría también en la voz de Benny Moré: “Que te parece Cholito/ que me van a desterrar/ como si la ausencia fuera/ remedio para olvidar”.

Era su melodía favorita, siempre la tarareaba y, aunque repetía la misma canción, yo estaba expectante a su lado mientras hacía las arepas, esperando que interrumpiera el canto con un poema: “Viendo a Garrik, actor de la Inglaterra…”, “cuando quiero llorar no lloro…”, “miré los muros de patria mía, si en un tiempo fuertes…”, todos poemas tristes, entonados en la misma tristeza dulce que la canción de Benny Moré.

Desde que murió mi abuela no he podido dejar de pensar en que las arepas saben mejor cuando se les canta. Pasa lo mismo con los poemas: hay que amasarlos bien hasta que la mezcla quede suelta y sin grumos, saber ponerlos en el sartén caliente del idioma con cuidado de no quemarlos en el fuego de lo cursi ni dejarlos crudos en el apuro que ofrece el reconocimiento; pero lo más importante que aprendí de mi abuela, es que los poemas y las arepas solo sirven para ser compartidas con los seres que amamos.

Luna Benítez

Algo de mi memoria atávica del paladar

Cocinar me trae ensueños. Cuando cocino, ya me he anticipado al suceso, generalmente durante mis horas nocturnas, y voy cuajando la imagen del plato que comeremos en familia, con los amigos. Cocino desde mi imaginario, desde mi experiencia de los sabores, y siempre con un cierto desasosiego, ante la posible falla de la intuición que me guía ante los fogones. Este mismo sobresalto me acompaña —y lo comparo— con mi oficio como periodista y editora, que, sin duda,  es como cocinar, a fuego lento. Con mi profesión mantengo exigencias  concluyentes y  una absoluta concentración para, en lo posible, evitar desatinos. Esto lo vivo, con la misma conexión, en los fogones.

Mi recuerdo más remoto parte de los nueve años contemplando a mi abuela materna, Antonia, afanada en aquel fogón que antes se estilaba, incluso habiendo ya  en su cocina una estufa grande a kerosene. Aquel espacio generoso era su templo y allí el olor de las brasas, de  la leña,  la insistencia de las llamas, me ensimismaban. Más tarde, asistiendo a mi madre, Ana, en su proeza para alimentar a nuestra cuantiosa familia de siete hermanos, no dejé de disfrutar los aromas de una nutritiva mesa. Fue en esta época de mi vida moza cuando interioricé la manera de lograr calidad y sabrosura junto con eficiencia. Ya entonces no faltaban los secretos de una buena sazón, y en mi caso, el soporte era una moderna estufa, con su horno incorporado.

Los aromas se prendieron en mí, y hasta este sol que nos alumbra me han acompañado cuando cocino esas irremplazables recetas que me vienen de mi familia del oriente venezolano: el hervido de pescado, el arroz con frutos de mar, los bollos pelones, el pisillo y cuajado de cazón, la polenta criolla (funche, aún le llaman), el pasticho oriental, el pabellón criollo al estilo oriental,  la diversidad de pasteles horneados con pescados como el cazón y el atún, entre tantos otros, que Rubén Santiago glorificó luego como el apetecible «pastel de chucho». Se me quedan muchos sabores, pero les dejo mi convicción frente los fogones: amo cocinar y más aún alimentar a mis amados.

Magaly Salazar Sanabria

¡Chucho, Chucho!, gritaba un hombre a otro que iba por la acera paralela. En Margarita le dicen Chucho o Chú a los llamados Jesús.

Los olores del apetito me llegaron sin  proponérmelo. Me vi sentada en el restaurante con los aromas del  ají  dulce margariteño, un chucho que no era terrestre sino marino, además, los  ajos, cebollas, alcaparras, pasitas y todos los condimentos del gustoso plato.  Los sentidos se abrazaron con los sentimientos.  El cariño se despertó y llegó con sus abrazos a la mesa del restaurante de Rubén Santiago. Por pura casualidad o de manera premonitoria  me habló del plato estrella de ese día: el pastel de chucho pero la estrella de la Casa de Rubén era él, gran cocinero, con un atinado olfato y agudeza para reconocer y preparar la sabrosura venidera. Además, la cordialidad, humildad y generosidad de Rubén Santiago es lo más trascendente. Entretanto, este hombre venido del estado Trujillo y nacido en 1943, recibió su «pasaporte margariteño» con el amor de todo un pueblo, a quien él también quiso. Rubén enalteció la Gastronomía Neoespartana y por esos valiosos afanes, recibió el Doctorado Honoris Causa en Gastronomía, otorgado por la Universidad Católica Santa Rosa, en Caracas y el Premio Don Armando Scannone en 2014. Rubén Santiago murió el 9 de diciembre del 2021. Ahora el pastel de chucho lo saboreo en mi memoria y mi espíritu  no olvida jamás la bondad y los valores humanos del querido Rubén Santiago. Cinco libros recogen la memoria del paladar de este Cocinero exquisito.

Nelson Tepedino

Mi bisabuelo paterno era un italiano proveniente de Padula, un pueblo de la Campania, que llegó a Venezuela a finales del siglo XIX, huyendo de la proverbial pobreza del Mezzogiorno. Se instaló en Caripe, donde prosperó como productor de café. Décadas más tarde, su hijo Ítalo, mi abuelo, y mi abuela Aída, una cumanesa de origen holandés y alemán, reunían a sus muy numerosos hijos y nietos todos los sábados, en un almuerzo que se extendía durante horas, en la casa familiar caraqueña. La herencia oriental se hacía presente en la abundancia del casabe que, junto al pan, precedía y acompañaba el plato principal: la pasta fresca —gnocchi de papa en las grandes ocasiones—, elaborada por las manos amorosas de mi abuelo en la madrugada. Pero aquella italianísima pasta se servía con una insólita salsa que preparaba mi abuela en una enorme olla y que sería inútil buscar en cualquier rincón de Italia, porque era una salsa mestiza, caraqueña, que tenía de todo: tomates —naturalmente—, pollo, carne de res de distintos cortes, chuletas de cerdo y toda clase de vegetales, entre los que destacaban el ajoporro, el célery, el ajo, las cebollas, el pimentón  y un infinito etcétera. Irrepetible como el pasado, no he vuelto a probar el sabor de aquella pasta y de su salsa, pero está intacto en mi memoria. Aquellos almuerzos eran una suerte de liturgia en la que se actualizaba la densa historia que nos configura íntimamente, que hunde sus raíces en el Mediterráneo y el Caribe, en la Certosa di Padula y la Cueva del Guácharo, en los puertos de Hamburgo y Cumaná. La Tradición invisible que funda las comunidades reales y las patrias verdaderas y que se encarna en la cultura, especialmente en aquella que se celebra alrededor de la mesa familiar.