Apóyanos

Memorias del paladar (6/10)

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Julio Bolívar

Los recuerdos que más nos emocionan son los de olores y gustos, porque suelen estar rodeados de abismos de olvido: hay que oler el mismo olor para recordar un olor, hay que sentir el mismo gusto para recordar un gusto (no ocurre así con imágenes y sonidos). ¡Con qué emoción volvemos a oler el mismo olor que por última vez olimos en tiempos lejanos, en lugares a los que nunca volveremos

Borges. Adolfo Bioy Casares

Este gusto que tengo por la cocina y la gastronomía viene de mi padre, él fue el que me enseñó a usar los cubiertos en restaurantes italianos, y a reconocer su menú. También por la vía materna vienen los platos criollos.

La comida de mi casa tiene su origen en los campos altos de Carabobo. Era costumbre en casa de mi abuela tostar el café en budares que tenía Rafaela, así se llamaba. Un patio inmenso, sembrado de árboles frutales y gallineros, de donde nos proveíamos de las proteínas para hacer una sopa con papa, fideos, ajo, culantro cimarrón o hierbabuena; allí se escuchaba también el pilado y el cocimiento del maíz, antes de dejarlo en su punto para el molino de la madrugada siguiente, intocable, sobre la cocina apagada. Al final de aquella casa, crecían los arbustos de frijol y yuca, árboles de naranja y varios de mango, además de un onoto que se usaba todo el año para darle color a los aliños de las preparaciones en la mesa gustosa de mi abuela y de mi madre, esos eran los sonidos y los aromas de aquella casa en donde la familia se reunía, en el largo corredor al final de la tarde valenciana. De allí vengo.

Pero también vengo del recorrido por las calles, avenidas y los lugares emblemáticos de aquella ciudad solar, rodeada de colinas lejanas como elefantes, de las tostadas rellenas de cerdo del Perecito, lugar clásico de la farra de los poetas de Valencia. La arepera La 25, por la calle Girardot y su raro hígado molido para rellenar sus gordas arepas, la pizzería de la adolescencia en la avenida Bolívar norte, frente a la Urbanización La Viña, la 007, el restaurante Italia , al lado del liceo católico monseñor Víctor Julio Bellera Arocha, las arepas de chicharronada que vendían en la cantina del liceo Enrique Bernardo Núñez, y en particular aquellos restaurantes que rodeaban la plaza Candelaria, y su iglesia mercedaria que, en las madrugadas , durante las misas de aguinaldo, cocineras madrugadoras, ofrecían las inolvidables arepitas dulces con anís, con queso blanco y un indispensable café negro.

Esa era la rutina que, además, en un mundo estrecho, probaba las manzanas importadas y el chocolate con arroz crocante, incluidos en la lista de compra en los primeros mercados chinos, después de pasar por el antiguo mercado municipal al final de la avenida Aránzazu con la calle Cantaura, que subía hasta llegar al barrio La Guacamaya.

Un hecho definitivo fue cuando descubrí: un mundo dentro de este; rural, modesto y frutal de mi infancia, que vivía en una casa con patio, un universo que estaba en la ciudad y no lo podía ver.

Al separarse mis padres, él se fue a vivir a un hotel ubicado en la calle Cantaura entre la av. Anzoátegui y la calle Briceño Méndez, frente al colegio República del Perú, vieja escuela del sistema de repúblicas que instauró Medina Angarita, allí estaba; frente a la gran escuela que abarcaba una manzana entera. El comedor de aquel hotel, donde recaló mi padre, tenía un interior neoclásico, Hotel Roma se llamaba, a unas tres cuadras de la plaza y del cine Candelaria, parte de la antigua parroquia, cerca de los telares y el bar La Guairita.

Hotel modesto, de mesas de madera y manteles a cuadros, con servilletas de tela, regentados por italianos. En esas mesas, probé el queso parmesano por primera vez. Su aroma y su sabor me maravillaron. Agregado generosamente sobre una salsa de tomates que también era distinta, con un intenso aroma a albahaca, penetrante y dulzón, un poco de ajo y las líneas y laguitos amarillos intensos, casi verdes, que se formaban alrededor de la salsa napolitana; el aceite de oliva, dueño y señor de aquella untuosidad se convirtió en el centro de mis hábitos culinarios. Otros niños, en la mesa aledaña, comían la pasta con la misma salsa y bebían cerveza y vino. Le pregunté a Juan Antonio, mi padre, si podía pedir y beber lo mismo. En ese mismo instante descubrí, otra vez, otro mundo. Desde aquellos días adolescentes aquel malestar que me causaba tener a mi padre viviendo en un hotel y no en mi casa se convirtió en el placer de viajar por lugares que despedían aromas distintos a la comida criolla cotidiana y el magnífico manejo que hacía mi abuela de esa diminuta semillita rubia llamada comino, cuando preparaba su inolvidable pabellón.

Vivía entre dos universos de sabores y aromas, que con el tiempo se fueron fusionando.

Una escena irrepetible fue en la casa de los Font, así se apellidaba la maestra de mi hermano Oscar, a menudo nos invitaba a su casa. Allí se comía una sopa que tenía un perfume diferente a la hierbabuena y al aliño casero de los hervidos de res que hacían en mi casa. Era el laurel. Lo supe después de mucho tiempo, como los ingredientes de muchos platos que he probado y voy descifrando, lentamente, como una disección olfativa y papilar para grabar en mi memoria sus ingredientes y su sazón. No sé si sigue allí, en la calle Peña, la maestra y sus bellas hijas de ojos verdes, pero aquel dulce aroma, siempre estará en mi memoria y ojalá en aquella calle lejana de mi ciudad de origen.

Leandro Area

La sopa de la abuela Victoria

¿Abuela, dime qué es lo que te falta para tu sopa de apio?

Ayer precisamente estuve en el mercado,

el de nosotros dos,

lleno de madrugadas, algarabía y aromas familiares.

El mismito de siempre.

 

Por cierto, el señor del bigote,

el que vende verduras,

el del puesto de enfrente al de los quesos

me preguntó por ti,

¿cómo era qué se llamaba?

“nimeacuerdo”,

que es el nombre de pila

que le asignó el olvido.

 

Los precios, te cuento, por las nubes,

¿te suena conocido?

Lástima que no te apareciste

pues hubiera hecho el mandado a la medida

de tus precisas y quisquillosas pretensiones.

 

Pero tenía y tenías que ser hoy exactamente.

Un día complicado,

plena la agenda,

frase tan torpe aquí entre nos que ya ni me conozco,

en el que no tendré tiempo para andar contigo

a nuestro gusto cómplice de antes

y pedirle al marchante los aliños

para que nos prepares

tu famosa sopa de apio

con ese no sé qué

sabor alcaparrado.

 

Decías, el secreto es aparte,

tomillo que no falte,

el ajo y la cebolla que no sobren,

una pizca de sal, si marina mejor,

y el perejil que perfumaba en su hervor

esas tus manos,

huesudas, sabias, imborrables.

 

Pero no,

tenía que ser hoy

que tengo el carro malo y el catarro,

y por ahí anda anunciándose el que cobra la luz,

y Susi ladrándole a las guacharacas del jardín.

 

¿Tus matas de guanábana?

exageran de bellas

de tanto es el piropo

que la gente les hecha cuando pasa.

¡Doña Victoria, qué de coquetas siguen sus ilusiones!

 

Pero nada, tenía que ser hoy todo este condimento.

¿Tenía que ser hoy querida abuela?

 

Eso es tan igualito a usted cuando decía

que el dolor es así

cuando se manifiesta,

como su sopa de apio alcaparrada

de los viernes a veces,

banquete en mesa para tres,

vestida cual muñeca en hule desteñido de cielo,

bailando sobre el barco de devoción que éramos

entre platos, cubiertos y azahares,

usted, mi madre y yo,

y no estas fotos ambarinas

desde donde emergemos huidizos y remotos,

disfrazados con olores recónditos venidos del fogón,

convite pedigüeño de tristezas,

y la memoria cruel desportillándose.

 

Y menos mal querido nieto por lo menos

que no se ha hecho el olvido.

 

Hilos del alma, abuela,

alma de hilos.

Lorenzo Dávalos

Salvador de Bahía formaba parte del itinerario de nuestra luna de miel. Claudia había leído que en el restaurante Yemanjá preparaban la mejor moqueca. Ahí fuimos la noche siguiente a nuestra llegada. A la mesera, que vestía traje bahiano de algodón blanco y turbante, le pedimos una moqueca de camarones con farofa y arroz blanco. Y un par de cervezas. La moqueca llegó humeante en una marmita de barro de la que se desprendía un aroma complejo y envolvente. Nos cautivó su picor marino y melifluo en el que se mezclaban, como en pócima alquímica, el dulzor del camarón, el ácido del tomate, las notas dulces de la guayabita, el picante cítrico y floral de la pimienta negra, la cremosidad de la leche de coco. Y el aceite de dendé, poderoso, rojo, intenso y muy denso. La combinatoria de esos ingredientes convierte a la moqueca en un asopado extraordinario y sorprendente. Jorge Amado dice que fusiona las culturas que fundaron y conviven en Bahía, la nativa, la africana, la portuguesa. Entre miradas, balbuceos de sueños y anhelos, la disfrutamos acompañados de suave bossa. La mesera nos regaló un cenicero, el típico de cervecerías, pesado, fondo de fieltro y leyenda en letras blancas que recordaban de dónde venía. Nos fuimos de Bahía, pero regresamos a la moqueca. Gracias al Gran Arte, de Rubem Fonseca, Claudia pudo construir su mejor receta. En marmitas de barro, compradas en El Hatillo, preparamos nuestra moqueca, siempre reunidos con familia y amigos. Recuperamos cada vez algo del disfrute de aquella primera moqueca bahiana. Pero nada como la que degustamos en una ciudad a la que nunca regresamos. Lo que me recuerda las palabras de Paul Bowles en El cielo protector: ¿Cuántas veces más verás la luna llena elevarse? Quizás 20. La indeleble memoria de lo irrepetible.

Luis Alfonso Herrera Orellana

Son innumerables los episodios en que mi paladar ha experimentado el éxtasis total gracias a los sabores con los que Maye, mi mujer, me ha consentido durante todos nuestros años juntos. Junto a su innegable talento, el amor y el disfrute al preparar desde los más sencillos hasta los más elaborados platillos explican de dónde provienen tales “prodigios”, como diría Julieta, nuestra hija. Su cocina es sinónimo de creatividad, buen gusto en la combinación de especias, ingredientes, temperaturas y porciones, así como cuidado estético en la presentación y las cantidades. Todo ello hace que cada comida, tanto en pareja como en familia, sea una ocasión de gozo, festividad y gratitud al Creador por su talento y generosidad, pues no hay buena cocina sin affectus por los comensales. Me resulta difícil escoger una comida en particular entre tantas memorables. Pero igual destacaré una de las que llevo en mi mente y corazón. Al llegar de mi estancia doctoral en noviembre pasado, fui recibido, en familia, con un platillo de pasta corta deliciosamente acompañada por una salsa blanca preparada, entre otros ingredientes, con champiñones, pollo, especias, crema casera y un toquecito de vino blanco. Ese festín además de hacerme olvidar al instante las buenas comidas del viaje, me hicieron agradecer y celebrar, una vez más, la vuelta al hogar, a la familia, al amor y al privilegio de la cocina de Maye, quien encarna esa pasión amorosa, bien descrita en Como agua para chocolate, por encantar los paladares de quienes somos bendecidos al estar convocados a su mesa.

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