Ana María Velázquez Anderson
Aún andaba don Armando Scannone escribiendo su famoso “libro rojo”, llamado Mi cocina. A la manera de Caracas, cuando ya sus recetas eran probadas, comentadas y hasta mejoradas por parte de familiares y amigas, entre las cuales estaba la señora Anderson, mi abuela. Eran mujeres que cocinaban como diosas.
Yo era una niña poco dada a la comida debido a mi condición de asmática. En los días de ahogo no me apetecía comer nada. Entonces las natillas de la señora Anderson venían en mi auxilio. Aquel sencillo plato, de origen conventual en la Nueva España, hecho de leche, harina, huevos y canela, engrosado a pulso con la famosa Maizina Americana, se convertía en casi la única comida que probaba por días. Mi abuela dejaba de lado los grandes platos y se dedicaba a la preparación de la natilla exclusivamente para mí. La dulzura de aquel postre era equiparable a la ternura de una abuela que sabía que para atenuar el malestar había que poner un granito más de amor.
Siempre hay una llave conectora para andar por los laberintos de la memoria. Para mí, esa llave es el “libro rojo” de Scannone que compré cuando crecí, mi abuela ya no estaba y quise aprender a cocinar. Su presencia en mi cocina me traslada de inmediato a mi infancia. Cada vez que lo abro no dejo de pasar mi mano sobre la página donde está la receta de la natilla. Cierro los ojos y ahí están de nuevo el delicado postre, las amorosas manos de la señora Anderson y mi infancia. Se hace la magia y regresa el aroma de la natilla espolvoreada con canela y ese lazo único entre una abuela y su nieta que ata para siempre a un legado familiar femenino.
Andrea Imaginario
Si bien mi madre nos enseñó a comer de todo, creí encontrar mi límite cuando enfrenté un raro platillo de mi abuela materna, sin adivinar que se convertiría en uno de mis preferidos. El episodio ocurrió durante un viaje a Portugal. Nos quedamos en casa de mi abuela Gracinda, a quien solo conocí entonces. Era una mujer tacamajaca, gobernante de los negocios, la casa y mi abuelo, ya resignado.
Un día mis padres salieron y me dejaron a su cuidado. Mi abuela me llamó para almorzar. Inmediatamente acudí a la mesa. Recibí un plato sopero con un caldo amarillo y algo como serpientes troceadas, inaceptable para una caraqueña, aun de familia portuguesa. Rezongué en español: “No me voy a comer eso”. De pie, con su rudeza característica, mi abuela hincó las manos a cada lado de su gruesa cintura y vociferó en portugués: “Vais comer porque eu digo” (‘te lo comes porque lo digo yo’). Intimidada y sin poder acudir a mamá (igual no hubiera funcionado), probé un bocado. Sentí un disparo de gusto sorprendente: un apetitoso caldo aterciopelado saborizaba una carne blanca y firme, sin espinas ni escamas ni raras texturas.
Se trataba de una caldeirada de enguías, famoso asopado aveirense de anguilas frescas, cocidas al fuego lento con aceite de oliva, ajo, laurel, cebollas y papas en rodajas, vino blanco, agua, azafrán, sal, vinagre, piripiri y perejil. Aveiro, o “la Venecia portuguesa”, es un distrito ubicado en un delta, enervado, pues, por numerosas rías de agua dulce y salada, propicias para criar anguilas.
Tan buena cocinera como comensal, mi abuela me enseñó de ese modo a cultivar la curiosidad gastronómica y me abrió a la diversidad cultural portuguesa, mucho más que bacalao. Desde entonces, a mi abuela y a mí nos unió el gusto por una buena mesa.
Andreína Guenni
Memoria de asado
Los domingos comenzaban temprano porque había que ponerse a picar. Papá añoraba quedarse descansando, pero sabía que sus manos iban a terminar en la cocina, por más que bromeara. Mi hermano despotricaba, añorando un poco de paz para variar. Pero el plan seguía en pie, firme, como mamá, que solo reía mientras sacaba la vajilla azul que había sido su regalo de bodas. Esos almuerzos siempre eran inventos de ella, y los supimos apreciar realmente cuando nos empezó a parecer que mucho tiempo pasaba desde la última vez que veíamos a los abuelos, a los tíos y a los primos.
A veces era el momento para aventurarse con algún menú nuevo; pero el recuerdo que llevo en el paladar es el de su asado negro, bueno… el de la receta del libro rojo, “la de Armando”, por supuesto. Creo que no hay algo igual en el mundo. Nada se asemeja al olor del papelón en una olla, su sonido burbujeante, su color intenso. Y ahí veo a mamá: pendiente de que no se seque mucho, de que el vino comparta la carga en su justa medida, de que las lonjas no queden muy gruesas, y de que haya suficiente para todos.
Y siempre había suficiente. Porque la comida con amor se multiplica. Y porque además del asado había arroz blanco, tajadas y quiche de calabacín, el otro emblema de la casa. Sonaba el timbre y comenzaban los abrazos. Se sacaban sillas de donde no había, se abrían botellas de vino que siempre había, nos poníamos al día y hablábamos del país. Qué suerte la nuestra, de que además de que llegaran las guacamayas, pudiéramos ver juntos el atardecer desde el balcón. Y a veces, solo a veces, alguien se iba aún más sortario: lograba llevarse la última lonja de asado.
Beatriz Sogbe
El escultor inglés Lynn Chadwick (UK.1914- 2003) andaba molesto. No le salía nada en las últimas semanas. Eso sentí apenas llegados de Londres, con mi familia, a su casa en Stroud. Hacía un frío intenso. Me dispuse a hacer un asado negro y una mousse de chocolate negro con papelón y cacao venezolano.
A los alemanes les encanta hacer banquetes. A los italianos les gusta comer con su familia y amigos. Los franceses generan todo un acontecimiento para la mesa cotidiana. A los ingleses simplemente no les interesa el tema. Estaba dispuesta a comer bien después de varios días de mala comida en Londres.
Y en ese inmenso castillo gótico donde vivía me apropié de los fogones. Mientras su hijo trabajaba en unos móviles. Su esposa tomaba fotos a unas piezas del escultor. Chadwick estaba en el cercano Frampton. Me instalé en la cocina medieval con sus ollas de cobre y cazuelas de cerámica.
A las empleadas las envié a lo que mejor saben hacer unas inglesas. Decorar la mesa con primor y opulencia. Conseguí unas ollas de asar francesas. Todo se cocinó a fuego muy lento. Y preparé el mousse.
El aroma embriagaba los ambientes del castillo. Al llegar Chadwick me mandó a llamar afuera. Quería que viera como había restaurado la vieja capilla del castillo. Sin muebles y solo con sus hermosos vitrales se veía conmovedora. Le comento que era una lástima que en el Castillo no haya fantasmas. Chadwick sonrió.
¿Hace falta decir que un asado negro puede hacer saltar los sentimientos y la creación? No lo sé. Pero esa noche fue magnífica. Demasiadas sensaciones.
Al día siguiente me mostró lo que había hecho durante la noche. Una pequeña pieza de una mujer con el cabello al viento. Su vestido volteado por la brisa. Una maravilla de pieza. Se había acabado el mal humor. ¿Será tu comida? —me dice. Le respondo. No lo sé, pero en ese castillo hace falta un fantasma que haga algún hechizo. Y no me quedó más remedio que hacerlo yo.
Betina Barrios Ayala
Yo te enseñaré mi manera de llamar las cosas
Empanada, crema
de leche, queso
trenza, picante, suero
caraota, carne
mechada, aguacate, huevo
frito, revuelto, poché, queso
blanco a la plancha, pabellón
criollo, cachapa, cochino, pescado
frito, salpicón, cazón, tostones, coco
frío, tequeños, queso
de mano, papelón
con limón, arepa
asada, mantequilla, yuca
sancochada, guasacaca, pollo
en brasas, hallaquitas, ensalada
de repollo, gallina, pernil, pan
de jamón, cachito, palmeritas, mil
hojas, mamón, guayaba, ciruela
(de huesito), higos, parchita
guanábana, jugos naturales, café
negrito, con leche, guayoyo
cocuy, fresas con crema, cuántos
favoritos de todos
los tiempos y regiones, una pizca
andina, por ejemplo, canelita, ovejo
asado, pisillo llanero, patacones, yoyos
ostras, pepitonas, rompecolchón, bollos
pelones, panelas de San Joaquín, un balde
lleno de mangos rojos-naranja, una mano
de cambur en el árbol, todavía
la hoja, hallaca, onoto, chicharrón, cerveza
fría, carretera, el agua, el aire salta
por la ventana, la música
flota en la radio, Siembra, Sorte
si el recuerdo es como lluvia, como
todo esto
por el resto de la vida donde
quiera que esté
Blanca Elena Pantin
La cocina es una celebración de vida
seis langostas
el mejor de los vinos
bull shots (consomé campbell y vodka)
“Esto es, Quele, por tu viaje”
y brindamos esa noche
cuando mi padre y su amigo Toton
decidieron botar la casa por la ventana
y sorprendernos
“Toton era así”, evoca mi padre
“abiertamente generoso y espléndido”
Esa noche quedó en nosotros
la imagen de mi hermano Juan Andrés y tío Charles
disertando sobre el mundo
en el jardín de San Pablo
La mesa puesta,
los detalles
En todo eso pensaba en el avión sobre el Atlántico
Los viajes son un poco eso
cuando uno va o viene
a los afectos
y los encuentra intactos
ahí donde los sabemos
preservados por la memoria
que todo protege
De Poemas cosidos (Edición de autor, 2010)
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