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Memorias del paladar (10/10)

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Susana Benko

Recordar sabores es también recordar afectos. El tiempo, sin duda, condensa muchos recuerdos y momentos memorables. Cada uno tiene una asociación particular con alguna cosa o persona. Yo tengo mis sabores resguardados unidos a mi afecto particular: mi madre, Laura.

Toda su vida giró en torno a la familia y, en consecuencia, los domingos eran de almuerzo familiar. Los días de semana, en cambio, por ser días de labor, se comía de manera muy sencilla pues sus platos eran de fácil y rápida ejecución. Pero los domingos eran otra cosa. Debo decir que si bien provengo de una familia de origen y culturas diversas —portuguesa, húngara, francesa, y, por supuesto, venezolana— prevaleció en casa el gusto por el gulash —del cual mi tío Paul era en realidad el experto— y la repostería húngara. Mi madre, portuguesa, la aprendió en Marruecos de mi abuela paterna Olga, a quien no conocí, y luego tomó clases con la Sra. Zucker, nuestra vecina, en los años sesenta en Caracas.

Preparaba no sólo los pies de nueces, de chocolate y de manzana sino también dos tortas realmente especiales, una de avellanas y otra de chocolate con nueces que tienen la particularidad de no llevar harina. La masa consta principalmente de estos frutos secos molidos. A estos postres se agrega uno muy particular: el Szilvás Gombóc, es decir, bolitas de papa rellenas con ciruela que, luego de su cocción en agua salada, se sacan, escurren y se ruedan sobre pan rallado tostado con mantequilla, azúcar y canela.

En 2011, justo después de su muerte, mi hermana Annie seleccionó las recetas más populares y concibió Les recettes de Laurette, un hermoso cuadernillo que encargó diseñar a María Teresa González. Hoy lo rescato para escribir estas palabras y recordar los sabores de nuestra tradición familiar.

Thamara Jiménez

Gloriosas arepas

Lope de Aguirre con sus arcabuceros marañones despotricaba de nuestros antepasados Guaiqueríes, invocándolos como “los comedores de arepas”. Según registra Arturo Uslar Pietri en La invención de Venezuela. Hoy en día la legión de glotones se ha extendido por todo el planeta.

Viajando a mi infancia compartiré arepas inolvidables, empezando por las maravillas de maíz pilado que se comían en sencillas casas del campo. Los choferes de taxis compartidos sabían dónde provisionarse, amaneciendo de un largo trayecto, los pasajeros se deleitaban con blancas y humeantes sabrosuras con olor a leña, enjoyadas con mantequilla y queso fresco.

“Las dos rosas” era la quintica en la calle El Porvenir, donde compraba con mis hermanos las arepas del desayuno. Cesta y pañito abrigaban las redondeces hechas con maíz molido, que no dudábamos en pellizcar durante el breve trayecto. Cestas similares en restaurantes criollos, como El Portón y El Carrizo, anunciaban el clásico entrante acompañado con nata coriana, suero y queso guayanés.

Mi Tía Gato me consentía con arepas perfectamente selladas que al morderlas prodigaban el estallido jugoso de una espesa combinación de diablitos, mostaza, kétchup, mayonesa y queso americano parsimoniosamente derretido. En otra versión las rebosada en huevo batido y freía, transfigurándolas en resplandecientes y perfumadas tentaciones, tan doradas como esponjosas. Mi Tío Duarte en ocasiones especiales invitaba a las Tostadas Alaska: en una bandeja de aluminio, enganchada a la puerta del chofer, llegaba mi favorita: muchacho asado con salsa, coronado con queso amarillo rallado.

Cierro con las domingueras que preparaba mi Mamá, rellenas con revoltillo y jamón. Envueltas en papel de aluminio las llevaba en un bolso, que abría a mitad de la función de matinée en los cines: Las palmas, Las Acacias, Río o Metropol. Cumplidos nuestros placenteros rituales llegábamos a casa resueltos y felices a hacer las tareas.

Violeta Ibarra Bruzual

Comer en El Paraíso

Cuando leí Por el camino de Swann (1913), de Marcel Proust, me obsesioné con el cuento de la magdalena y el té, porque es cierto, los sentidos activan recuerdos que tenías ocultos en algún rincón de tu memoria.

Por ejemplo, mis primeras experiencias «sibaritas», por decir algo, fueron en los restaurantes de El Paraíso, de ahí mi nostalgia y cariño por aquellos platos que comí en ellos durante mi infancia y adolescencia. Es que los sabores, los olores y hasta la papelería que usaban se volvieron mis referencias para medir otros lugares.

Uno de los que más atesoro en mi memoria es El Maracaná, un restaurante en plena Av. Páez, especialista en carnes y pollo en brasa. Era una suerte de pollera elegante que tenía un maître y todo, en el que celebrábamos las cosas importantes, es más nos arreglábamos para ir.

Otro restaurante emblemático era Pasta Morandi, sí, ese mismo que ahora es tan conocido por redes sociales. Durante los noventa, y principios de 2000, ya debías ir con tu orden pensada, así como en aquel capítulo de la sopa de Seinfeld, porque no había tiempo que perder.

Es bonito que los recuerdos y los sabores nos permitan ser parte de una comunidad, porque quienes no criamos en El Paraíso durante los noventa, seguro compartimos el gusto por platos del Maracaná o de Morandi, o nos celebraron el cumpleaños con una torta de la Williams, o de Paula’s Cake; a lo mejor tiene un helado favorito de Crema Paraíso y se comió unos tamales en el carrito que se ponía al frente; además, ¿cómo olvidar las hamburguesas de Taxco, o los Club House de El Glacial?, ¿o de los restaurantes de comida china cerca de la Plaza Madariaga? En fin, ¡qué vivan los recuerdos!

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