Apóyanos

Memorias del paladar (1/10)

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Ada Iglesias

Paralelas con océano

Ponía el cambur titiaro —el chiquitín— en el redondel hecho de harina, huevo, poquita sal y leche. Lo cubría con otro y sellaba. Su «niño envuelto» se unía al resto en la bandeja y, ya en el horno, adquiría sentido y sentidos. Una aleación de azúcar y canela para arrullar. El calor almibaraba a ese pequeño, cobijado, moreno y tierno… listo para mí.

Eso, entonces, de aquel lado del Atlántico.

A la mezcla de harina, huevo y leche, el toque de sal. La sartén esperaba para reflejarla, para que una tela sedosa delgadísima y a ratos tostada —con cráteres lunares— solazara después la miel de flores. Enrollar en la bandeja, donde el azúcar esperaba a la «filloa», excelsa, que absorbía y derramaba el zumo.

Eso, también entonces, de este lado del Atlántico.º

Las abuelas tocaron mi historia para siempre. La andina. La gallega. Ambas buenas en los fogones. Finas hilanderas que me enredaron con delicadeza, a gota dulce, la madeja de la memoria. Es que eran buenas en la vida.

(—Y tú —indagaban los que no sabían— ¿a quién quieres más?

Eso no se pregunta —dije).

Dejaron lo óptimo de sus manos en las masas, pero preferían emplearlas en las caricias que rehuían. La charla, extensa, en dos lenguas insustituibles, de refranes, las nuevas palabras y las palabrotas; las de los rezos; las de sanar con tiritas y curitas; los nombres de las cosas que veía, oía, comí; el chucho, el güino. Lengua para decir, lengua para degustar. Para pedir una filloa y un cambur adicionales.

¿El cambúre guanche americanizado o la phyllon griega celtíbera? Tardé algún tiempo en aceptar que son cronologías y espacios protectores, míos.

Y entonces, con el tiempo, de los niños envueltos y las filloas pasé a todo lo demás. Pasé el resto de la vida.

Paralelos irreconciliables

En Café Arábica tuve dos conversaciones importantes: aquella en la que H. me pedía que me hiciera cargo de sus manuscritos, y la de mi primera cita con S.

En ese reto dialéctico al que me sometía H., expuso también que estaba seguro de que no existía vida ultraterrena. Tomó un par de granos sin tostar, de los que se derramaban de unos sacos que adornaban el espacio, y aseguró que el paso de las décadas los iría deshaciendo, sin que nada ni nadie interviniera.

—Adita, solo lo sé; si pudiera demostrártelo con la claridad con la que lo veo, cómo observo los polvos estelares, la materia ondulante que nos rodea, inapreciable, la que nos deshace… Solo sé… que lo sé.

Y desplazó los granos por la mesa como sería en el cosmos. El aroma del café que se tostaba decía «BÉ-BE-ME», por si yo pudiera obtener la clarividencia de mi amigo.

Fue la última vez. Y quiero decirles que no lo olvido casi ningún día.

En la de S., durante unas dos horas escuché cómo Buda es conciencia y camino para la iluminación. Y con la cucharita y un grano de esos, los del saco de café, que golpeó con la herramienta, hizo el remedo del caer en cuenta de todo lo que es el Todo.

—Ada, solo lo siento. Me gustaría mostrarte la plenitud, cómo el mecanismo para trabajar en la meta es, en sí, feliz. En lo que nos rodea, las órbitas celestes, sus ritmos, que se rehacen… Es así, es… lo que siento.

Impulsó otro grano hacia el techo mientras preguntaba si nos veríamos de nuevo. Lamenté no haber probado ese tipo de café optimista con el que se relamía.

Fue la primera vez. Y debo decir que es imposible olvidar que he «BE-BI-DO», quizá para intentar creer en un Nirvana que no llegará.

Adriana Bertorelli

Domingos a esta hora

Ya no conozco la casa de mis padres. Ya no soy de la casa donde todos, menos yo, se reúnen. Ya no están frente al mar, con el cerro en la espalda velándoles el sueño. Ya no hay costa en la sala murmurando sus olas por detrás del sofá o encima de algún libro de nuestra biblioteca. Ya no nos reunimos en la mesa de granito con tardes de postal frente al océano. Ya no hay conversaciones delirantes de un Gilgamesh eterno que nunca vio la luz o tal vez su luz fuera poder imaginarlo. No está la medialuna donde burlar el tiempo, las distancias o el rumbo de las vidas que amamos y que a ratos volvieron. Ahora la mesa es otra, con otros comensales.

No conozco la casa de mis padres. Ya no guardo su llave en caso de emergencia. No puedo entrar allí abriendo yo la puerta, aunque me recibieran con sopa y con moussaka. Ya no sé de qué hablamos en casa los domingos. Bacanal memorable de embutidos y chistes, jugos de muchas frutas y arepas que simulan el suelo lunar en forma, aunque nunca en el fondo. Domingos de festín, de amor, de intensidad.

Esa casa es mi casa. Aunque yo no esté ahí ni tenga ya la llave. ¿De verdad es mi casa aunque yo no esté ahí? No conozco ni el nombre de la calle adonde permanece mi memoria. Ya no sé de qué hablan allí, en esa mesa, en donde se celebran los domingos radiantes. Porque allí falto yo. Falta mi hija. Faltamos todos los que nos fuimos lejos. Los que seguimos siendo, también, en esa casa que desde hace años solo veo en este recuadrito de pantalla desde donde suspiro los domingos en los que, como hoy, estoy perdida, sin saber con qué comerme mis recuerdos.

Álvaro Benavides La Grecca

Escribir desde el paladar evoca memorias olfativas, visuales, táctiles, sonoras. Hay platos semejantes a una canción; otros huelen a nuestra infancia y a sus novatas experimentaciones; algunos figuran un paisaje luminoso; muchos recrean una conversación especial sobre aquel asunto por siempre sin resolver porque tu contertulio no está más… se fue, aún sin saber uno hacia dónde, pero dejó huellas.

Eso me pasa con el exquisito steak tartar de Ramón Nelo Rojas. Sale de sus manos desde hace una larga treintena de años en el bar Carso. Confieso tener un consolidado amorío con ese especial crudo de carne.

Según me ha dicho su sabio ejecutante, lleva, entre otros ingredientes, alcaparras, cebolla morada, perejil, el toque de picante –proporcionado siempre justo–, salsa inglesa, y vitalizado a diestro fuete entre tenedor y cuchara hasta lograr esa sedosa textura, a la fecha imposible paladear en ninguna otra parte.

Ese amorío sigue fiel a pesar de mis frecuentes intentos por traicionarlo aquí y allá, en numerosos lugares a ambos lados del Atlántico, nunca con éxito.

Solo guayabos me han dejado esos vanos escarceos.

Cuando hace poco el Carso cambió de dueño, tuve idéntica desazón (nunca mejor dicho) que cuando se mudó de su recinto en el inolvidable centro Galipán, a su vecina ubicación de hoy: no será el mismo, me dije. Para mi mayor satisfacción, en ambas ocasiones sencillamente me equivoqué.

El Carso es uno de esos lugares a los que también se puede ir solo, en la certeza de que no estaremos solos. Con seguridad nos toparemos con gente interesante, conocida o no, de nuestro propio mundo, de otras esferas, con quienes ejercitaremos ese delicioso arte de la conversación aguda, inteligente, con humor, disparadora de ricas memorias, renacidas por el estímulo de las sensaciones maceradas en el paladar.

Álvaro Pérez Capiello

Un verano segoviano

¡Qué sería de Segovia sin su acueducto! Sin duda, ello plantea un ejercicio para nuestra capacidad de imaginar… No es casual que, muy cerca de grandes obras de arquitectura civil o religiosa, destinadas, por derecho propio, a granjearse un lugar entre las preferencias de los turistas y amantes del arte, también proliferen restaurantes cuya sola mención convoque a los paladares más refinados. Vienen a mi memoria; el Agrippa al Panteón en la Piazza della Rotonda de Roma, o el Caffé Florian de Venecia, que, en sus tres siglos de historia, ha recibido una constelación de ilustres visitantes, entre quienes se cuentan: Stendhal, Lord Byron, Madame de Staël, Nietzsche, Charles Dickens, Ernest Hemingway o Cocó Chanel.

La ciudad de Segovia no constituye una excepción a la regla en materia del buen comer, pues, en la plaza del Azoguejo, se halla el Mesón de Cándido, un local de tradición centenaria conocido mundialmente por el cochinillo asado y los judiones de La Granja con oreja de cerdo. En un arco, bajo una colección de platos de loza tradicional, puede leerse: «la cocina da la medida de la cultura de un pueblo». Frase certera que nos lleva a conectarnos con las tradiciones ancestrales de los pobladores de una región a través de su gastronomía. Viajar es una experiencia que involucra todos los sentidos… No en balde, evocamos  a Tarragona por el inconfundible sabor de los calcots y la salsa romescu, o a Málaga con sus espetos de sardinas asados a la orilla del mar. Pareciera que pudiéramos asociar a cada ciudad o pueblo que hemos visitado con un platillo especial, y que esas recetas acaben por conectarnos con amores, rupturas, o nuevos comienzos. La existencia está llena de ingredientes, cuya proporción es clave para conseguir el resultado final esperado.

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