Papel Literario

Melodrama versus programa de partido

por Avatar Papel Literario

Por YOYIANA AHUMADA L.

¿Puede extrañar que muchos hayamos visto en 

El día que me quieras una acre transmutación 

de nuestras desazones militantes? 

Ibsen Martínez

La llegada de Carlos Gardel a la Venezuela de 1935 produjo un estremecimiento colectivo que despertó a la provinciana ciudad de Caracas del letargo en que la sostenía el férreo brazo del régimen gomecista. Miles de personas se arrojaron a las calles para presenciar su llegada. Las menos se asomaron por las celosías, vigiladas por el ojo de la restricción y las buenas costumbres. Aquel brillo de su pelo, y el chorro de voz postraron hasta al Benemérito que le regaló al artista la cantidad de 5.000 bolívares.

Recibido por una masa alocada y en plena histeria colectiva, Gardel arribó al puerto de La Guaira donde fue recibido por unas tres mil personas que clamaban por el ídolo “del rayo misterioso”, de aquel “Tomo y obligo” que odiaba cantar. Ni el romance que se le atribuyó con una chica de Puente Hierro que sustenta su reputación de Don Juan empedernido devela la misteriosa vida afectiva de Charles Gardés. Este hijo natural de Berta Gardés no imaginó que el mito quedaría sujeto a la inmortalidad en una pieza de teatro escrita por el hijo de una de sus fans en Venezuela. Ella, Matilde, la jovencita que no pudo asistir a la representación en el Teatro Principal, donde la melodiosa voz brotó sin micrófono. 22 años, una vida decente y un marido celoso fueron suficiente cerrojo, para que tuviera que conformarse con soñar y darle carne a la obra de su hijo José Ignacio Cabrujas Lofiego. Así inspirado en la anécdota, Cabrujas recrea la noche del concierto de Gardel, cuando a Matilde Lofiego, no le queda más que el consuelo de escuchar el concierto por la radio Broadcasting Caracas. Así imagina que Gardel escoge su casa para visitarla y les regala a ella y a sus hermanas una noche inolvidable.

En 1979 —diez años antes de la caída del Muro de Berlín— José Ignacio Cabrujas vislumbró la crisis del socialismo real en su obra El día que me quieras. Esta pieza, que le trajo una acérrima crítica del Partido Comunista de Venezuela, prefiguró el resquebrajamiento de la Cortina de Hierro, al poner en un combate al ídolo del tango Carlos Gardel, frente a un dogmático creyente del comunismo: Pío Miranda.

El encuentro entre Stalin y Gardel

Ídolo de la canción popular latinoamericana, el más grande según muchos, la figura de Gardel está entretejida con el imaginario melodramático latinoamericano. En sus canciones apela a la relación edípica de un hijo con su madre por un padre ausente;  al desamor, al fracaso, al exilio, en fin, tópicos profundamente arraigados en el registro afectivo de este continente. Gardel encarna al excluido, al morocho del abasto que se vengó de la sociedad alcanzando la fama. Es un triunfador que sedujo a Europa y a Los Estados Unidos, donde rodó unas veinte películas.

En la trama de la obra Joseph Stalin y Vladimir Ilich Lenin aparecen como una suerte de fetiche de la quincalla ideológica heredada por la izquierda latinoamericana a través de la lectura de las obras de Plejanov (Arte y vida social).  El duelo que se produce entre Gardel y el emisario de Stalin es descomunal. Dos pasiones se debaten con igual fuerza, hasta chocar y estrellarse la ideología y la idolatría. ¿Los contrincantes? El hijo bastardo de Berta Gardés, el inmigrante, morocho del abasto, voz de los desposeídos que sacó al tango del burdel y lo llevó a la Paramount Pictures, los Estudios RCA Víctor y lo legitimó. El otro, creador de un imperio, líder totalitario, unificador y artífice de un régimen del pueblo, que participa de otra categoría del discurso: el proletariado. Ambos productos de exportación, uno de mercado y otro de la ideología.

A Pío, Gardel no “le divide la historia”, pero paradójicamente, aunque la llegada del astro argentino haya sido el primer acontecimiento colectivo en el que pudo escabullirse del restringido ejercicio de sus libertades públicas en una ilusión que se mantuvo desde el 25 de abril, cuando arribó por el puerto de La Guaira, hasta su partida de Maracaibo el 17 de mayo. La manifiesta idolatría por el cantor argentino, es encarnada en la pieza por la familia Ancízar: Elvira, una empleada del correo; María Luisa, la ilusa y virginal novia de Pío Miranda, que anhela aprender todos los detalles del cultivo de remolachas para cuando se mude a un koljoz en Ucrania; Matilde, la más joven seducida por el cantante, mediatizada y moderna; Plácido, el cándido hermano que recibe las doctrinas de su futuro cuñado Pío Miranda y espera que llegue el Stalin de visita, después de Gardel of course. Por su parte, Miranda está tan preocupado por hacer una vida en la Unión Soviética, que no se ocupa del país en que vive. Su “falsa conciencia de la realidad” lo lleva a ser un cómodo observador, un filósofo de café, frente a la dictadura a la que dice oponerse. Su militancia es un desahogo existencial, una manera de tramitar con su fracaso. Ni siquiera llega a simpatizante de partido, es un escapista. La simpleza de su militancia y de quienes lo rodean recuerdan las fórmulas gastadas del par capitalismo-socialismo; imperio-república libre, entre otras. Hartamente vaciadas de significado en estos días, pero que ya desde hace por lo menos una década perdieron resonancia en el colectivo.

“El padrecito” (Stalin) termina derrotado cuando Pío Miranda desenmascara su fracaso ideológico en uno de los más célebres monólogos del teatro venezolano. Pio desnuda las “acres razones militantes” que esboza Ibsen Martínez en el prólogo (Pomaire, 1984) de la obra y las del propio Cabrujas, quien en una suerte de mea culpa, escribió y encarnó el personaje en su primera representación:

…Soy comunista por la declaración de Aura Celina Sarabia, cocinera de la pensión Bolívar donde murió mamá. ¿Y sabes por qué se ahorcó mamá?, ¡porque redujeron el presupuesto del Ministerio de Sanidad y hubo un error en la lista de pensionados y tres quincenas sin el dinero, ¡murió de vergüenza! Y entonces me pregunté, ¿dónde están los incendiarios de esta sagrada mierda? Y me dijeron: ¡Lee! Y aquí estoy, hablándote de mi clandestinidad. 

La revelación de Pío, que se esconde detrás de su desgarradora confesión, provoca el derrumbamiento del discurso redentorista y fundador de un pensamiento único. Dirá Cabrujas: “…un hombre se refugia en una idea, la proclama como parte de sí mismo y se adhiere a ella. Al hacerlo cree pertenecer, cree hacerse cierto. Pero esa idea, jamás lo explica, ni lo hace pertenecer a nada, porque en el fondo no tiene nada que ver con su vida…”.

Pese al duelo que se establece entre dos pasiones como la política y la idolatría hacia un ídolo popular, la figura de Gardel está tratada con mucho cinismo: es tan perfecto que deja de ser humano, no tiene punto de quiebre y a los silencios de Pío, le contrapone la frase perfecta. Ese contraste entre un producto artístico absolutamente irreal y el patetismo de un soñador que llegó tarde a la historia, genera sentimientos encontrados —en el lector y con mayor fuerza en el espectador—: fidelidades y rechazos. Se produce una paradoja mediante el enfrentamiento entre dos representantes de esa amorfa categoría llamada pueblo a la que Monsiváis considera junto con las esencias nacionales, como creencias totalizadoras. “El pueblo, en esta mitología, es la entidad nutricia, la tierra fértil de inspiración y la autenticidad, el ámbito de suprema abstracción donde conviven marxistas, nacionalistas y creyentes”.

El regreso de Gardel 

El 21 de octubre de 1995 se apagó su voz ronca en Porlamar. A 25 años de su partida, su verbo resucita en el gesto del actor que encarna Gardel, cuando se presenta y dice “¡Buenas tardes! Me llamo Gardel! para cerrar el primer acto. Su figura legendaria regresa a estremecer a una audiencia ávida de gran teatro, del mejor teatro, en un reencuentro único con José Ignacio Cabrujas, a través de la reposición de una de las piezas más grandes del repertorio latinoamericano.

Gardel despierta en una ciudad (¿pre?) moderna, en la que junto a sus portentosas autopistas y edificios de vidrio, engaña con su destrucción, pobreza, limpieza e inseguridad. Sumergida en la incertidumbre de los cambios revolucionarios, cualquier iniciativa de orden y civilidad es un atentado contra el pensamiento único. En vez de símbolos de orgullo, como fueran sus teatros, plazas y avenidas, la ciudad debe soportar que sus principales cosos culturales desaparezcan bajo nuevos significados y apropiaciones. Graves señales de violación a las libertades esenciales empujan a los venezolanos a llenar las calles  de protesta.

No existe el hotel Majestic donde se alojó Gardel. Ha sido derrumbado, “pueblo de derrumbadores que hizo del escombro un emblema”, diría el maestro. Tampoco el Teatro Principal convertido en cine y devenido en templo de algún predicador de turno. Apenas se mantienen el Teatro Nacional y el Teatro Municipal destinados a eventos de cultura revolucionaria o partidista. Ni siquiera el perrito que acompañó a Gardel, en la estatua para recordar su paso y su descenso en la estación de Caño Amarillo en el oeste de Caracas, se salvó de las manos predadoras del hampa.

Un largo recorrido

El día que me quieras se estrenó en el teatro Alberto de Paz y Mateos, del Nuevo Grupo, el 26 de enero de 1979, dirigida por José Ignacio Cabrujas. Se repuso en 1988, 1990, 2005, 2018 y 2019 en Caracas, además de muchas otras representaciones en otras ciudades y países. La dirección en 2005 estuvo a cargo de Juan Carlos Gené, cuya puesta en escena se ha mantenido en las subsiguientes representaciones.

El reparto de 1979 fue como sigue. María Luisa Ancízar: Gloria Mirós y Manuelita Zelwer; Pío Miranda: Fausto Verdial y José Ignacio Cabrujas; Elvira Ancízar: Amalia Pérez Díaz; Matilde: Tania Sarabia; Plácido Ancízar: Freddy Galavís; Alfredo Lepera: Luis Ribas; Carlos Gardel: Jean Carlos Simancas. El reparto de 2005 fue el siguiente. María Luisa Ancízar: María Cristina Lozada; Pío Miranda: Héctor Manrique; Elvira Ancízar: Gladys Prince; Matilde: Martha Estrada; Plácido Ancízar: Basilio Álvarez; Alfredo Lepera: Juan Carlos Ogando; Carlos Gardel: Iván Tamayo.

El día que me quieras fue llevada a México, España, Argentina, Brasil, Uruguay, Perú, entre otros países iberoamericanos y ha sido traducida al alemán y al portugués. En 1990, se hace la versión televisada de la pieza para la Televisión Española, que mereció el premio al mejor teatro televisado en el Festival de Biarritz, Francia.