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Meditaciones sobre un discurso histórico

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Por MARCO TULIO BRUNI CELLI

I.

Cualquiera pudiera pensar (y esa fue aparentemente  la sesgada interpretación que algunos de sus enemigos  dieron entonces) que la afirmación de Carlos Andrés Pérez de preferir “otra muerte”,   central en su  discurso del 20 de mayo de 1993, fuese  pública confesión de  culpabilidad y derrota. Escuchada o leída en su contexto fue más bien una enfática expresión  de fortaleza moral y de rechazo a la injusticia que se consumaba no solo  contra la persona del presidente de la República, víctima entonces de una abierta maniobra para asesinarlo moral y políticamente, sino contra la democracia venezolana que a partir de aquel momento,  y como consecuencia  de la sentencia de la Corte Suprema de Justicia,  entraba en su más profunda y costosa crisis histórica, de la que aún no ha salido. La sentencia dictada aquel día por el más alto Tribunal de la República fue el punto de inflexión de la tragedia colectiva que desde entonces nos ha envuelto a todos los venezolanos, incluyendo a unos cuantos de quienes en aquel momento no midieron, y quizá ni siquiera imaginaron, las consecuencias de sus odios. Lo vaticinó la propia víctima: “Quiera Dios que quienes han creado este conflicto absurdo no tengan motivos para arrepentirse”. Allí  CAP negó la eventualidad de esa “otra muerte” afirmando que jamás podría ocurrir, consciente como estaba  de la transparencia de su conducta “que jamás manchará mi historia y en la seguridad del veredicto final de la justicia”.

II.

Han pasado casi treinta años. El extenso e intenso sufrimiento colectivo ha acelerado el natural proceso de decantación de las pasiones. Y está dicho: el veredicto final, las más justas  y objetivas  calificaciones y valoraciones sobre la conducta y actuaciones de los hombres públicos corresponde finamente a ese juez imparcial que es el paso del tiempo. Se me ocurre que en algún momento del futuro  podría ser útil, aun cuando por ahora no sea lo más sensato en aras de la unidad de la oposición, hoy tan necesaria, que se hiciera una medición comparativa de opiniónpública sobre prestigio personal,  comportamiento como dirigente político democrático,  honestidad,  buena  fe y dedicación  al bienestar de los venezolanos, entre la más directa víctima  de aquella peripecia  y quienes se juntaron para  provocarla. Tal medición sería un verdadero homenaje a la memoria de Carlos Andrés Pérez, quien en  su discurso adelantó sobre el juicio que, confiado, esperaba de la historia: “Ninguna conspiración, ninguna confabulación, por variada y poderosa que sea, me arrancarán del alma del pueblo venezolano. Para él he vivido. Por él he luchado de manera denodada. Por él continuaré luchando. Más temprano que tarde comprenderán que he actuado con la consciencia  más cabal y más plena, de que opté por el camino más conveniente. El futuro dirá, y lo dirá muy pronto, que he actuado con  razón, si hemos interpretado correctamente el momento y las circunstancias del país”.

III.

Hasta entonces, a lo largo del siglo XX venezolano habíamos registrado en nuestra historia cambios de gobierno por vías de hecho: golpes de Palacio como el del 19 de diciembre de 1908 cuando se inició la dictadura de Juan Vicente Gómez;  acciones violentas por alianzas de militares y civiles, como las del 18 de octubre de 1945, punto de partida del rápido proceso de cambios políticos y sociales que impulsaron la modernización del país;  alzamientos de las fuerzas armadas en desconocimiento de la voluntad popular como el 24 de noviembre de 1948;  acciones civiles de protesta con oportuno pronunciamiento  militar como el 23 de enero de 1958, inicio de la democracia de los cuarenta años; pero no habíamos tenido un “golpe de Estado civil” como ahora con propiedad responsablemente calificamos lo acontecido aquel 20 de mayo de 1993.

IV.

La defenestración del presidente Carlos Andrés Pérez por decisión del más alto tribunal de la República planteó un asunto complejo en  su  naturaleza jurídica, moral y política: los efectos de la  decisión de la Corte echaban por tierra lo que había sido la voluntad popular (“la soberanía reside en el pueblo”) expresada y medida por elecciones informadas, limpias, competitivas, reconocidas y aceptadas como legítimas por la opinión pública. El pueblo había elegido a su presidente para un período de cinco años. Desde el ángulo moral y político para que la Corte pudiera tomar  una decisión  de esa naturaleza y por el tamaño de sus consecuencias eran necesarios la más  precisa apreciación y tipificación del supuesto delito cometido,  la  máxima pulcritud en el procedimiento para investigarlo, la solidez de las pruebas, la pureza y no contaminación de la verdad, el conocimiento y honradez  de los jueces,  y  la necesaria imparcialidad  de la justicia. Una sentencia cuyo  efecto más  inmediato  era remover de sus funciones  de manera anticipada  al presidente de la República contradecía y anulaba lo que había sido la decisión popular de elegirlo para un mandato de cinco años,  además de  comprometer la normalidad y desarrollo social y político del país. Todas las actuaciones de la justicia debieron   ser suficientemente sólidas, basadas en la más absoluta convicción de culpabilidad, por parte de todos aquellos que asumían la responsabilidad de dictarla.  Y la verdad  fue  otra.

V.

Fue una sentencia con fundamentos y propósitos políticos.  ¿Cómo explicar aquella clara división de los votos? ¿Quiénes de los jueces votaron por el antejuicio de mérito y quiénes salvaron sus votos? ¿Cuál era la militancia o las inclinaciones políticas de aquellos jueces? Como lo afirmó el abogado defensor doctor Alberto Arteaga Sánchez: “La investigación estuvo viciada en sus orígenes, sus motivaciones fueron políticas, las primeras decisiones se tomaron bajo presión y se han desconocido garantías fundamentales en el Estado de derecho”. Fue Voltaire, combatiendo con denuedo en aquella cruzada existencial en favor de la justicia, a raíz del conocido caso  Jean Calas, quien   afirmó con razón  que  en  casos de  sentencias  de tanta significación y de tan altas consecuencias para la vida política de las personas o de los pueblos,  el juicio  debería ser unánime sencillamente porque las pruebas de un crimen tan inaudito que ameritara tales castigos y produjeran tales consecuencias  deberían ser una evidencia claramente perceptible a todo el mundo y no solo a unos cuantos.

VI.

Hasta entonces  nuestra historia registraba que habían sido  las fuerzas armadas los principales protagonistas de los procesos de cambios violentos de los poderes públicos por vía de los hechos, aunque, como sabemos, siempre con la anuencia y cooperación de sectores civiles. Con la defenestración de Carlos Andrés Pérez, el más alto Tribunal de la República produjo un hecho que, por su forma, realización, propósito y consecuencias, ya  hemos  calificado escuetamente  como un “Golpe de Estado Civil”. No fue un hecho aislado sino un acontecimiento dentro de un proceso de  mayor alcance.  Los golpes militares del 4 de febrero y del 27 de noviembre de 1992,  con evidente apoyo e inspiración en el mundo civil, no habían alcanzado sus objetivos de derrocar la democracia por la fuerza de las armas y de asesinar físicamente al presidente de la República. Pero sí fueron  factores condicionantes  de la conjura que desembocó en el Golpe de Estado Civil del 20 de mayo de 1993. Nadie podría negar que todos esos acontecimientos, vistos en su conjunto, son partes interdependientes de un mismo proceso que, para idearlo, prepararlo y ejecutarlo, se unieron todos los matices, todas las ambiciones, y todas las frustraciones en una disímil coalición. Allí actuaron juntos y con el mismo propósito,  como dijo CAP, los náufragos políticos de las últimas décadas, los rezagos de la subversión de los años 60,  y los derrotados en los intentos subversivos de 1992.  Una vez más en nuestra historia, ratificando su ya larga tradición pretoriana, una buena parte del mundo civil antes que defender la democracia se asociaba con sus enemigos, abonaba el camino e intensificaba la crisis que finalmente pondría a la República, como efectivamente ocurrió a mediano plazo, bajo dominio militar.

VII.

La politización del Poder Judicial como medio para ejecutar un Golpe de Estado Civil contra un gobierno democrático desnaturaliza la administración de justicia, la contamina y por tanto  anula su respeto y legitimidad. La justicia correctamente  administrada  es en todas partes la garantía  de los derechos humanos y de la libertad.  El uso y abuso  indebido de las leyes y de las instituciones judiciales con propósitos políticos es un delito de lesa libertad. Un Golpe de Estado Civil como el ocurrido entonces, por su naturaleza, propósitos y sus  efectos es un hecho mucho más grave  que un mero Golpe Militar. Mientras este último se realiza mediante el empleo de la amenaza y la fuerza de las bayonetas, el golpe civil se realiza en nombre de la justicia y de las leyes que sus autores invocan pero que cínicamente violan y desconocen.

VIII.

Aquel fue un Golpe programado, calculado y ejecutado a la vista de todos. Sus ejecutores fueron, en primer lugar, los supuestamente más calificados  juristas de la República, como en cualquier parte deberían ser los magistrados del más alto Tribunal. Contaron con el apoyo y la abierta complicidad y complacencia de buena parte de la élite intelectual y política que,  por su  presencia e influencia en los medios, la opinión del país calificó entonces  como “los notables”.  No importó que se violaran formas, procedimientos, principios y derechos protegidos, reconocidos y consagrados por instrumentos internaciones como el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos y la Convención Americana sobre Derechos Humanos y la Constitución y otras leyes de la República. Fue un episodio en que no solo se cometió injusticia contra un hombre en particular, sino que se agredió  la majestad y la credibilidad de la institución judicial. Si algún juicio debió ser el más estricto en la observación y cumplimiento de las normas jurídicas y de la moral y la equidad debió ser aquel en que por su significación y sus efectos estaban en juego el destino de la democracia y el bienestar colectivo. No fue un mero linchamiento político contra un enemigo.

IX.

Al igual de aquella milenaria duda de por qué el gran maestro de la filosofía respetó la injusta condena argumentando su personal  convicción del necesario respeto al orden social y a las leyes para así evitar mayores males, así ha quedado en todos nosotros la gran interrogante de por qué  la actitud asumida  por Carlos Andrés cuando afirmó “no solicitaré a los señores senadores que anulen la decisión de la Corte Suprema de Justicia,  si no que les pido reflexionar sobre la insólita e innoble crisis  que ahora se le abre al país con la decisión de una Corte que debemos respetar y acatar pero que crea el insólito precedente de actuar como un organismo político que desatiende sus nobles y altos cometidos de darle majestad a la justicia”. ¿Fue acaso una expresión de debilidad o una simple ingenuidad haberse “rendido” ante una injusticia de aquella magnitud? ¿Cuál habría sido la situación si el Senado de la República  hubiese negado  la decisión de la Corte Suprema de Justicia? ¿Estaba en el ánimo de Carlos Andrés Pérez defenderse frente a aquellas acusaciones que carecían de  sólidos  fundamentos en las leyes y la justicia? La respuesta  fue clara y sencilla: “No me defenderé porque no tengo nada de qué defenderme”.

X.

Pienso que CAP, en el curso de aquella crisis, estaba plenamente consciente  del peso y  de  las aberraciones de opinión que había sido  fabricada apresuradamente por sus enemigos para dar apoyo a la conspiración en marcha. Bien sabemos que uno de los asuntos aún no resueltos en estos tiempos de la “civilización del espectáculo” es el que plantea la relación entre la opinión pública y las decisiones que están obligados a tomar  los administradores de la justicia. Y en esto juegan un papel muy importante los medios de comunicación, particularmente en las democracias. Hay una compleja relación y condicionamiento recíproco entre los medios y la justicia. Los medios requieren de la justicia y de la libertad para cumplir su específica tarea de difundir información sobre lo que acontece en cualquier sociedad. Pero al mismo tiempo la justicia debe cuidarse y resguardarse, y no debe  escuchar y mucho menos  dejarse influir por los   medios en el momento de sus decisiones.  Mientras la pureza e imparcialidad de la justicia se asocia  a la verdad,  la ética, la equidad y la honradez, los medios de comunicación,  por su propia naturaleza,  pueden responder a intereses, y por tanto antes que expresar la verdad, en la práctica pueden   crear y trasmitir emociones, escenarios, ficciones. Sin darse cuenta llegan a proyectar, en muchos casos, una imagen distorsionada del mundo real. Eso ha ocurrido a lo largo de la historia y es todavía uno de los grandes retos a resolver que tiene por delante  la relación positiva entre  la idónea administración de la justicia y el respeto y disfrute del derecho humano esencial a la democracia de la libertad de expresión.

XI.

En este caso específico, bien lo sabemos, buena parte de la opinión  celebró  el  inmediato “triunfo” de los “náufragos”, realidad  comparable a momentos  en que aquellos fanatismos religiosos o de otros órdenes se empinaron y pudieron pasar transitoriamente  por encima del derecho y la justicia. Hay ejemplos famosos,  y son recordados no solo porque a la larga sirvieran para rectificaciones  y para el  ineludible  triunfo final  de la justicia,  que siempre llega con el paso del tiempo (Dreyfus, Calas), sino también  para alertar al mundo sobre la perversidad con la que, en ciertos casos, esta puede ser administrada. En tiempos pasados,  como recordaba Foucault,  en las plazas la muchedumbre se agrupaba atraída por el espectáculo del suplicio. Todos recordamos que también entonces, aquel 20 de mayo de 1993, al producirse la sentencia de la Corte,  como en  tiempos primitivos, otros  también se juntaron, incluyendo algunos de quienes entonces habían sido sus  propios compañeros, para disfrutar,   complacidos, de la fiesta punitiva.

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