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Matar un elefante

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George Orwell. Traducción: Francisco Suniaga

En Moulmein, baja Birmania, me odiaba mucha gente —única vez en mi vida en que he sido lo suficientemente importante como para que eso pasara—. Era oficial de policía en una división de ese pueblo donde, de manera indiscriminada, y tal vez miserable, existía un amargo sentimiento antieuropeo. Nadie se atrevía a organizar una protesta violenta, pero si a una mujer europea se le ocurría ir sola a los bazares, probablemente cualquiera le escupiría el vestido con su saliva roja de betel. Como agente de policía, era un blanco obvio y me provocaban siempre que contaran con un margen de seguridad para hacerlo. Cuando un birmano ágil y habilidoso cargó sobre mí en un partido de fútbol, y el árbitro, también birmano, miró hacia otro lado, el público lo celebró con mofas y risas estruendosas. Y el episodio se repitió varias veces. Al final, los rostros amarillos burlones de los jóvenes que encontraba en cualquier parte y los insultos que me proferían cuando estaba a cierta distancia de ellos, terminaron por trastornarme. Los peores eran los monjes budistas más jóvenes. Había varios miles de ellos en la ciudad y parecían no tener otra cosa que hacer que juntarse en las esquinas y gritarles estupideces a los europeos.

Eso me dejaba perplejo y hacía infeliz, pues en aquellos tiempos ya había llegado a la conclusión de que el imperialismo era algo perverso y mientras más pronto renunciara a mi posición y saliera de ese lugar, mejor. En teoría —y en secreto, por supuesto— estaba en favor de los birmanos y en contra de sus opresores, los británicos. En cuanto al oficio que me tocaba realizar, lo odiaba tanto que no podría explicarlo. En un trabajo como el que tenía, se podía apreciar de cerca el funcionamiento sucio de un imperio. Los míseros prisioneros hacinados en celdas pestilentes, las caras grises y atemorizadas de los condenados a largas penas, las nalgas con cicatrices de los hombres que habían recibido azotes humillantes con varas de bambú; cosas que me oprimían con un sentimiento de culpa intolerable. Pero no podía poner las cosas en perspectiva. Era joven, carecía de la educación necesaria y debía meditar sobre mis problemas en el silencio absoluto que le es impuesto a cada inglés en el Oriente. Ni siquiera sabía que el imperio británico se estaba muriendo, y mucho menos que, aun así, era bastante mejor que los imperios jóvenes que iban a suplantarlo. Lo único de lo que estaba seguro era de mi atascamiento entre mi odio por el imperio al que servía y mi rabia por las malvadas pequeñas bestias que me hacían la vida imposible. Con una parte de mi mente concebía al imperio británico como una tiranía irrompible, algo remachado por saecula saeculorum sobre las voluntades de pueblos postrados; con la otra, pensaba que mi mayor alegría en el mundo sería clavar una bayoneta en las tripas de un monje budista. Sentimientos como estos son subproductos normales del imperialismo, pregunten si no a cualquier oficial anglo-indio, si lo encuentran fuera de servicio.

Un día ocurrió algo que fue esclarecedor de manera rotunda. En sí mismo un pequeño incidente, pero me permitió una mirada más nítida de la que ya tenía sobre la verdadera naturaleza del imperialismo —los motivos reales que mueven a los gobiernos despóticos—. Temprano en la mañana, el subinspector de una estación de policía, al otro lado de la ciudad, me llamó por teléfono para decirme que un elefante estaba destrozando el bazar. ¿Podría, por favor, ir y hacer algo al respecto? No tenía idea de qué podía hacer en tal situación, pero quise ver lo que estaba sucediendo, tomé un caballo y salí. Llevaba mi rifle, un viejo Winchester 44, calibre bajo para matar un elefante, pero pensé que su ruido podía ser útil in terrorem. Varios birmanos me detuvieron en el camino para hablarme del animal. No se trataba, por supuesto, de un elefante salvaje, sino de uno manso trastornado por el must (1). Había sido encadenado, como se hace siempre con cualquier elefante domado cuando se le presenta su período de must, pero durante la noche había roto las cadenas y escapado. Su mahout (2), la única persona capaz de manejarlo cuando estaba en esa condición, había salido en su búsqueda, pero se equivocó de rumbo y se encontraba en ese momento a doce horas de jornada. En la mañana, el elefante había reaparecido súbitamente en el pueblo. Los birmanos no tenían armas y estaban a merced de una fiera, que ya había destruido una choza de bambú, matado una vaca, cargado contra estanterías de frutas y devorado su contenido; también había arremetido contra el vehículo de recoger la basura, y después de voltearlo, ejercer violencia sobre él y causarle daños. El conductor, por suerte, había logrado dejar el volante y huir.

El subinspector birmano y unos agentes de policía indios me estaban esperando en el lugar donde el elefante había sido visto. Era un barrio muy pobre, un laberinto de casas de bambú escuálidas, con techos de hojas de palma, arremolinadas en torno a una colina empinada. Recuerdo que era una mañana nubosa y húmeda al comienzo de las lluvias. Interrogamos a los vecinos sobre la dirección que había tomado el elefante y, como solía ocurrir, no obtuvimos una información definitiva. Ese es invariablemente el caso en el Oriente, una historia siempre suena clara a la distancia, pero mientras más cerca se está del lugar de los hechos, más vaga se torna. Algunos afirmaban que se había ido en una dirección, otros que había tomado una distinta y algunos otros afirmaban que ni siquiera habían oído hablar del elefante. Ya me había convencido de que todo el cuento era un montón de mentiras, cuando escuchamos gritos a corta distancia. Hubo uno particularmente alto y escandaloso, “¡Aléjate de ahí, niño! ¡Aléjate de inmediato!”. Y una anciana con un chaparro en la mano dobló por la esquina de una choza, espantando violentamente a un grupo de niños desnudos. Otras mujeres la seguían, chasqueando la lengua en medio de exclamaciones; obviamente había algo que los niños no debieron haber visto. Rodeé la choza y vi el cadáver de un hombre aplastado de manera grotesca en el barro. Se trataba de un indio, un coolie (3) negro, dravidiano, semidesnudo, muerto hacía pocos minutos. Los testigos decían que el elefante lo había atacado de manera súbita cerca de la choza; lo atrapó con su trompa, le puso una de sus patas en la espalda y lo apretó contra el suelo, arrastrándolo. Era la estación de lluvias, la tierra estaba suave y había abierto con su cara una zanja de un pie de profundidad y un par de yardas de largo. Yacía sobre el abdomen con los brazos en cruz y la cabeza doblada hacia un lado. Su rostro estaba cubierto de fango, con los ojos abiertos, y los dientes desnudos, con una expresión de insoportable agonía. (A propósito, nunca me digan que los muertos lucen en estado de paz. La mayoría de los cadáveres que he visto reflejaban el espanto de la muerte). La fricción de la enorme pata de la bestia había rasgado la piel de su espalda tan limpiamente como se puede despellejar un conejo. Tan pronto como vi al muerto, envié a alguien a la casa cercana de un amigo a pedir prestado un rifle para elefantes. Ya había devuelto el caballo, no quería que se trastornara por el miedo y me derribara, si olía al elefante.

El enviado regresó en pocos minutos con un rifle y cinco cartuchos, en ese lapso, algunos birmanos se nos habían acercado y dicho que el elefante estaba en un arrozal en la parte baja, a solo unos cientos de yardas. Apenas comencé a caminar, prácticamente todos los habitantes del barrio salieron de sus casas y me siguieron. Habían visto el rifle y gritaban excitados que iba a matar al elefante. No habían mostrado mucho interés en él cuando sólo estaba destrozando sus hogares, pero ahora que iban a darle muerte, era diferente. Era un entretenimiento para ellos, como habría sido para una multitud inglesa; además querían la carne. Eso me inquietaba vagamente. No tenía intención de matar al elefante —sólo había enviado por el rifle para defenderme si llegaba a ser necesario— y siempre resulta desconcertante tener una muchedumbre detrás de ti. Marché colina abajo, me sentía como un tonto, con el rifle sobre mi hombro y un ejército creciente de personas pisándome los talones. En la explanada, al salir de las chozas, había una vía asfaltada y, al otro lado de ella, campos de arroz yermos, fangosos, de unas mil yardas de ancho, todavía sin trabajar aunque empapados por las primeras lluvias y salpicados de parches de hierba gruesa. El elefante estaba parado a unas ocho yardas de la carretera, con su lado izquierdo hacia nosotros. No se dio por enterado de la aproximación del gentío. Arrancaba haces de hierba con su trompa, luego los golpeaba contra sus patas para limpiarlos y metérselos en la boca.

Me había detenido en la carretera. Apenas lo vi supe con perfecta certidumbre que no debía dispararle. Es una cosa seria matar a un elefante de trabajo —comparable a destruir una maquinaria grande y costosa— y es obvio que no debe hacerse si puede evitarse. A la distancia en la que se encontraba, comiendo pacíficamente, lucía tan peligroso como podría ser una vaca. Creía entonces, y creo aún, que estaba superando su ataque de must; en cuyo caso se limitaría a estar inofensivo por ahí hasta que su mahout apareciera y se lo llevara. Más aún, lo menos que quería hacer era matarlo. Decidí observarlo por un rato, hasta asegurarme de que no iba a trastornarse de nuevo e irme a casa.

Pero en ese momento miré alrededor, a la multitud que me había seguido. Era una muchedumbre, dos mil personas por lo menos, y en aumento con cada minuto. Bloqueaba un gran segmento de la ruta por ambos lados. Miré a aquel mar de felices caras amarillas, con sus vestimentas llamativas, excitados por la eventual diversión, todas seguras de que el elefante iba a morir. Me miraban como habrían mirado a un prestidigitador que va a realizar un truco. Ellos no me querían, pero con el rifle mágico en mis manos, valía la pena mirarme por un rato. Y súbitamente entendí que, después de todo, tendría que matar al elefante. Era lo que la gente esperaba de mí y tendría que hacerlo; podía sentir sus dos mil voluntades presionándome de manera irresistible para que lo hiciera. Y fue en ese preciso instante, mientras estaba ahí con el rifle en mis manos, que por primera vez tuve la visión de la vaciedad, de lo fútil del dominio del hombre blanco en el Oriente. Allí estaba yo, el hombre blanco con su arma, de pie frente a una multitud de nativos desarmados —un aparente actor principal; que en realidad era una marioneta absurda, empujada de aquí y allá por la voluntad de aquellas caras amarillas detrás suyo—. Percibí en ese momento que cuando el hombre blanco se vuelve un tirano es su propia libertad la que destruye. Se convierte en una suerte de muñeco vacío, la figura convencional de un sahib (4). Porque su poder está condicionado a que malgaste su vida tratando de impresionar a los “nativos”, de modo que en cada crisis deba hacer lo que ellos esperan de él. Usa una máscara, y su cara debe crecer para alcanzar su talla. Me había comprometido a matar el elefante cuando mandé a buscar   el rifle. Un sahib debe actuar como un sahib; debe aparecer resoluto, saber lo que quiere y actuar con certidumbre. Haber andado todo el camino, armado con un rifle, con dos mil personas detrás y entonces irme sin haber hecho nada —no, esa era una debilidad imposible de mostrar—. La gente se habría reído de mí. Y toda mi vida, y la de cada hombre blanco en Oriente, era una larga lucha para no ser objeto de risa.

Pero no quería matar al elefante. Lo miraba batir los mazos de hierba contra sus rodillas, con ese aire de abuela preocupada que tienen los elefantes. Me parecía que dispararle sería un crimen. A aquella edad no tenía muchos escrúpulos para matar un animal, pero nunca había matado un elefante ni querido jamás hacerlo. (De alguna manera siempre luce peor cuando se trata de un animal grande). Además, había que considerar al dueño de la bestia. Vivo, el elefante valdría por lo menos cien libras; muerto, solo alcanzaría el valor de sus colmillos, unas cinco libras, si acaso. Pero tenía que actuar rápido. Volteé hacia unos birmanos, experimentados en apariencia que estaban allí antes de nuestro arribo, y les pregunté cómo se había estado comportando el elefante. Respondieron lo mismo: si lo deja tranquilo, podría no alterarse, pero si se le acerca mucho, podría atacarlo.

Para mí estaba perfectamente claro lo que debía hacer: caminar hasta alcanzar unas veinticinco yardas de distancia del elefante y probar su conducta. Si cargaba sobre mí, podría dispararle, si se mantenía quieto, entonces no habría problema en dejarlo tranquilo hasta que el mahout regresara. Pero también sabía que no iba a hacer eso. Era un mal tirador con un rifle y la tierra era un barro flojo en el que me hundiría con cada paso. Si el animal me embestía y fallaba el tiro, tendría tantas posibilidades como las de un sapo bajo una aplanadora. Pero ni siquiera entonces estaba pensando en mi propio pellejo, sino en las inquisitivas caras amarillas detrás de mí. Porque en ese momento, con la multitud observándome, no estaba asustado como lo habría estado si hubiera estado solo. Un hombre blanco no debe asustarse frente a los “nativos”, y así, en general, nunca está asustado. El único pensamiento en mi mente era que, si algo salía mal, esos dos mil birmanos verían cómo un elefante me iba a perseguir, atrapar y destruir, reduciéndome a un cadáver con los dientes expuestos, como el del indio en la colina. Y si eso ocurría, era bastante probable que muchos de ellos se rieran. Jamás permitiría que eso me pasara.

Había una sola alternativa. Introduje los cartuchos en el cargador y bajé el terraplén de la carretera para tener un mejor ángulo de tiro. La multitud se aquietó, y un suspiro profundo, bajo y feliz, como el de la gente en una sala de teatro que al fin mira subir el telón, brotó de cada una de las gargantas. Después de todo, iban a tener su diversión. El rifle era una hermosa pieza alemana con una mira en cruz. En aquel entonces ignoraba que al dispararle a un elefante se debe apuntar al centro de una barra imaginaria que va del hueco de un oído al otro. Debía, por lo tanto, visto que el animal estaba de lado, apuntar directo al hueco del oído correspondiente, pero en realidad lo hice varias pulgadas más adelante, porque creía que allí estaría su cerebro.

Cuando halé el gatillo, no escuché la detonación ni sentí el golpe del retroceso —nunca se siente cuando has acertado el tiro—, pero escuché el rugido de alegría diabólica que emanó de la muchedumbre. En un instante, muy corto aún, pensaría uno, para que la bala lo hubiera alcanzado, un cambio misterioso y terrible se había producido en el elefante. Ni se sacudió ni cayó, pero cada perfil de su cuerpo se había alterado. De repente lució conmocionado, encogido, increíblemente viejo, como si el impacto de la bala lo hubiese paralizado sin derribarlo. Al final, después de lo que pareció un largo tiempo —quizás cinco segundos, me atrevería a decir— se postró flácidamente de rodillas. Su boca babeaba. Una pátina densa de senilidad parecía haber caído sobre él. Cualquiera habría imaginado que tenía miles de años. Disparé de nuevo en el mismo punto. Con ese segundo disparo, no cayó sino que, con desesperante lentitud, patas temblorosas y gran debilidad, se puso de pie e inclinó la cabeza con languidez. Disparé por tercera vez. Y ese fue el tiro que lo acabó. Se podía ver como la agonía agitaba todo su cuerpo y destruía los últimos remanentes de fuerza en sus miembros. Pero al caer, pareció levantarse por un momento porque cuando sus patas traseras colapsaron, cual una roca que se voltea, dio la impresión de que se elevaba, con su tronco al cielo, como un árbol. Hizo sonar su trompa por primera y única vez. Y entonces se desplomó, su panza hacia mí, con un golpe que hizo temblar la tierra incluso hasta donde me hallaba.

Me levanté. Los birmanos ya me sobrepasaban corriendo entre el lodo. Era obvio que el elefante no podría levantarse más, pero no estaba muerto. Respiraba rítmicamente con jadeos muy largos, y su costado voluminoso subía y bajaba de manera dolorosa. Su boca estaba muy abierta —podía ver muy adentro en las cavernas rosadas de su garganta—. Esperé un largo rato a que muriera, pero su respiración no se hacía más débil. Finalmente, disparé los dos cartuchos restantes en el punto donde creí que debía estar su corazón. La sangre brotó de él espesa como un terciopelo rojo, pero aun así no murió. Cuando los tiros entraron en su cuerpo ni siquiera reaccionó, continuó sin pausa su respiración torturadora. Estaba muriendo muy lentamente, con gran agonía, pero en algún mundo remoto, lejano del mío, donde ni siquiera una bala podría hacerle más daño. Sentí que debía poner fin a ese ruido espantoso. Era horrible ver a aquella gran bestia, yaciendo ahí, sin fuerzas para moverse y sin fuerzas para morir, y ni siquiera ser capaz de terminar con ella. Mandé a buscar mi rifle pequeño y disparé un tiro tras otro en su corazón y en el fondo de su garganta. No parecieron causar efecto alguno. Los jadeos angustiados continuaron tan persistentes como el tictac de un reloj. Al final, no aguanté más y me largué de allí. Después escuché que le había tomado media hora más morir. Los birmanos estaban trayendo cuencos y cestas incluso antes de mi partida, y me contaron que, para la tarde, ya habían descarnado su cuerpo hasta dejarlo casi en los huesos.

Por supuesto, durante un tiempo, hubo discusiones interminables acerca de la muerte a tiros del elefante. El dueño estaba furioso, pero solo era un indio y nada podía hacer. Además, yo había actuado de manera correcta según la ley, porque a un elefante enloquecido hay que matarlo, como a un perro, si su dueño no puede controlarlo. Entre los europeos las opiniones estaban divididas. Los más viejos afirmaban que había hecho lo correcto, los más jóvenes decían que era una vergüenza matar un elefante porque había matado a un coolie, visto que un elefante vale más que cualquier maldito coolie coringhee (5). Y finalmente, fue bueno para mí que el elefante hubiera aplastado al coolie; eso me mantuvo dentro de la ley y fue suficiente pretexto para matarlo. Siempre me pregunté si alguno entre los demás europeos habría percibido que lo había hecho solo para no parecer un tonto.

Referencias

1 Must, palabra de origen hindi y urdu para designar el período de celo del elefante macho.

2 Mahout, del hindi, la persona que maneja y conoce a un elefante.

3  Coolie, (culi, en español) en tiempos coloniales, trabajador no calificado, sirviente.

4 Sahib, en la India colonial, término respetuoso para referirse al hombre blanco.

5 Coolie coringhee: Indio emigrado a la Birmania colonial inglesa.

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